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lo demuestra con la mayor displicencia.

      Elinor no pudo ofrecer ninguna contestación a este educado triunfo; se lo impidieron la puerta que se abría de par en par, el criado que anunciaba al señor Ferrars, y la inmediata entrada de Edward.

      Fue un momento muy desagradable, y así lo demostró a las claras el semblante de cada uno de ellos. Todos adquirieron un aire extremadamente torpe, y Edward pareció no saber si abandonar de nuevo la habitación o seguir avanzando. La mismísima circunstancia, en su peor forma, que cada uno había deseado de manera tan ferviente evitar, se les había venido encima: no solo se encontraban los tres juntos, sino que además estaban juntos sin el paliativo que habría significado la presencia de cualquier otra persona. Las damas fueron las primeras en recuperar el dominio sobre sí mismas. No le correspondía a Lucy adelantarse con ninguna manifestación, y era necesario seguir manteniendo las apariencias de un secreto. Debió limitarse así a comunicar su aprecio a través de la mirada, y tras un ligero saludo, no dijo más.

      Pero Elinor sí tenía algo más que hacer; y estaba tan ansiosa, por él y por ella, de hacerlo bien, que tras un instante de reflexión se obligó a darle la bienvenida con un aire y modales casi sin tapujos y casi francos; y esforzándose y luchando consigo misma un poco más, incluso consiguió mejorarlos. No iba a permitir que la presencia de Lucy o la conciencia de alguna injusticia hacia ella le impidieran decir que estaba contenta de verlo y que había lamentado mucho no estar en casa cuando él había ido a Berkeley Street. Tampoco iba a dejarse atemorizar por la observadora mirada de Lucy, que no tardó en sentir clavada en ella, privándolo de las atenciones que, en tanto amigo y casi pariente, se merecía.

      La actitud de Elinor sosegó a Edward, que encontró ánimo sobrado para sentarse; pero su turbación todavía era mayor que la de las jóvenes en un grado explicable por las circunstancias, aunque no fuera normal tratándose de su sexo, pues carecía de la frialdad de corazón de Lucy y de la tranquilidad de espíritu de Elinor.

      Lucy, aparentando un aire recatado y plácido, parecía dispuesta a no contribuir en nada a la comodidad de los otros y se mantuvo sin articular palabra; y casi todo lo que se dijo nació de Elinor, que debió ofrecer voluntariamente todas las informaciones sobre la salud de su madre, su venida a la ciudad, etc., que Edward debió haber solicitado, y descortésmente no solicitó.

      Su porfía no finalizó ahí, pues poco después se sintió heroicamente dispuesta a tomar la decisión de dejar a Lucy y Edward solos, con la excusa de ir a buscar a Marianne; y ciertamente lo hizo, y con la mayor galanura, pues se detuvo varios minutos en el descansillo de la escalinata, con la más altiva mirada, antes de ir en busca de su hermana. Cuando lo hizo, sin embargo, debieron cesar los arrebatos de Edward, pues la alegría de Marianne la arrastró enseguida al salón. Su placer al verlo fue como todas sus otras emociones, intensas en sí mismas e intensamente demostradas. Fue a su encuentro extendiéndole una mano, que él tomó, y saludándolo con voz donde era manifiesto un cariño de hermana.

      —¡Querido Edward! —exclamó—. ¡Este sí es un momento feliz! ¡Casi podría compensar todo lo demás!

      Edward intentó responder a su amabilidad tal como se lo merecía, pero ante tal testigo no se atrevía a decir ni la mitad de lo que ciertamente sentía. Volvieron a sentarse, y durante algunos momentos nadie dijo nada; Marianne, entre tanto, observaba con la más expresiva ternura unas veces a Edward, otras a Elinor, lamentando únicamente que el placer de ambos se viera obstaculizado por la inoportuna presencia de Lucy. Edward fue el primero en hablar, y lo hizo para referirse al aspecto cambiado de Marianne y manifestar su temor de que Londres no le sentara bien.

      —¡Oh, no pienses en mí! —replicó ella con animosa fuerza de voluntad, aunque se le llenaron los ojos de lágrimas al hablar—, no pienses en mi salud. Elinor está bien, como puedes ver. Eso debiera bastarnos a ti y a mí.

      Esta observación no iba a hacerles más fácil la situación a Edward y a Elinor, ni tampoco conquistaría los buenos sentimientos de Lucy, quien miró a Mariana con expresión nada amable.

      —¿Te gusta Londres? —le dijo Edward, deseoso de preguntar cualquier cosa que permitiera cambiar de tema.

      —En absoluto. Aguardaba encontrar grandes diversiones aquí, pero no he encontrado ninguna. Verte, Edward, ha sido el único consuelo que me ha ofrecido; y ¡gracias a Dios!, tú sigues igual.

      Hizo una pausa; silencio...

      —Creo, Elinor —agregó Marianne después de un rato—, que debemos pedir a Edward que nos acompañe en nuestra vuelta a Barton. Lo haremos en una o dos semanas, me imagino; y confío en que él no se negará a aceptar esta solicitud.

      El pobre Edward masculló algo, pero qué fue, nadie pudo entenderlo, ni siquiera él. Pero Marianne, que se dio cuenta de su agitación y que sin mayor esfuerzo era capaz de atribuirla a cualquier causa que le pareciera conveniente, se sintió completamente colmada y enseguida comenzó a hablar de otra cosa.

      —¡Qué día pasamos ayer en Harley Street, Edward! ¡Tan tedioso, tan espantosamente tedioso! Pero tengo mucho que explicarte sobre ello, que no puedo decir ahora.

      Y con tal admirable discreción, pospuso para el instante en que pudieran hablar más en privado su declaración respecto a haber encontrado a sus mutuos parientes más insoportables que nunca, y el especial desagrado que le había producido la madre de él.

      —Pero, ¿por qué no estabas tú ahí, Edward? ¿Por qué no fuiste?

      —Tenía otro compromiso.

      —¡Otro compromiso! ¿Y cómo, si te esperaban tus amigas?

      —Quizá, señorita Marianne —exclamó Lucy, deseosa de vengarse de alguna manera de ella—, usted crea que los jóvenes nunca cumplen sus compromisos, grandes o pequeños, cuando no les interesa cumplirlos.

      Elinor se sintió muy furiosa, pero Marianne pareció por completo insensible al sarcasmo de Lucy, pues le respondió con gran sosiego:

      —En realidad, no es así; porque, hablando en serio, estoy segura de que solo su conciencia mantuvo a Edward alejado de Harley Street. Y en verdad creo que su conciencia es escrupulosísima, la más recta en el cumplimiento de todos sus compromisos, por banales que sean y aunque vayan en contra de su interés o de su placer. Nadie teme más que él causar dolor o destrozar una expectativa, y es la persona más incapaz de egoísmo que yo conozca. Sí, Edward, es así y así lo diré. ¡Cómo! ¿Es que nunca vas a permitir que te ensalcen? Entonces no puedes ser mi amigo, pues quienes acepten mi amor y mi estima deben someterse a mis más cálidas alabanzas.

      El contenido de sus alabanzas en el caso actual, sin embargo, resultaba particularmente inadecuado a los sentimientos de dos tercios de su auditorio, y para Edward fue tan poco alentador que pronto se levantó para marcharse.

      —¡Tan rápido te vas! —dijo Marianne—. Mi querido Edward, no puedes hacerlo.

      Y llevándolo ligeramente a un lado, le susurró su convencimiento de que Lucy no se quedaría mucho rato más. Pero incluso este incentivo falló, porque persistió en marcharse; y Lucy, que se habría quedado más tiempo que él aunque su visita hubiera durado dos horas, lo hizo poco después.

      —¡Qué la traerá hasta aquí con tanta frecuencia! —dijo Marianne en cuanto salió—. ¡Cómo no se daba cuenta de que queríamos que se fuera! ¡Qué fastidio para Edward!

      —¿Y por qué? Todas somos amigas de él, y es a Lucy a quien ha conocido por más tiempo. Es natural que desee verla tanto como a nosotras.

      Marianne la miró fijamente, y dijo:

      —Sabes, Elinor, este es el tipo de cosas que no me gusta escuchar. Si lo dices nada más que para que alguien te lleve la contraria como imagino debe ser el caso, debieras recordar que yo sería la última persona del mundo en hacerlo. No puedo rebajarme a que me hagan confesar con engaños declaraciones que ciertamente nadie desea.

      Con esto abandonó la habitación, y Elinor no se atrevió a acompañarla para decir algo más, pues atada como estaba por la promesa hecha a Lucy de guardar

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