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respecto, y agradeció que Marianne no hubiera estado presente para compartir su cólera.

      Habiendo dicho ya bastante para dejar en claro su pobreza y evitar la necesidad de comprar un par de aretes para cada una de sus hermanas en su siguiente visita a la joyería de Gray, sus pensamientos tomaron un derrotero más alegre y comenzó a felicitar a Elinor por tener una amiga como la señora Jennings.

      —En verdad parece una mujer muy competente. Su casa, su forma de vida, todo habla de una renta muy buena, y es una relación que no solo les ha sido de gran utilidad hasta ahora, sino que a la larga puede resultar materialmente provechosa. La invitación que les ha hecho a la ciudad ciertamente las favorece; y, de todas maneras, es una tan buena señal del aprecio en que las tiene, que con toda seguridad no las olvidará a la hora de su muerte. Debe tener bastante que legar.

      —Nada en absoluto, diría yo más bien; lo único que tiene es el usufructo de los bienes de su marido, que legará a sus hijos.

      —Pero es impensable que viva de acuerdo con su renta. Poca gente medianamente juiciosa lo hace; y todo lo que ahorre, podrá repartirlo.

      —¿Y no crees más normal que se lo deje a sus hijas antes que a nosotras?

      —Sus hijas están muy bien casadas, y entonces no veo la necesidad de que las recuerde más. Por el contrario, a mi juicio, al tomarlas tan en consideración y tratarlas en la forma en que lo hace, les ha dado a ustedes una especie de derecho en sus planes futuros que una mujer sagaz no debiera despreciar. Nada hay más bondadoso que su trato hacia ustedes, y difícilmente puede hacerlo sin estar consciente de las expectativas que despierta con ello.

      —Pero no despierta ninguna en quienes tienen más parte en esto. Ciertamente, hermano, tu preocupación por nuestro bienestar y prosperidad está llegando demasiado lejos.

      —Vaya, por supuesto —dijo él, aparentando un aire reflexivo—, es muy poco, muy poco lo que la gente puede controlar. Pero, mi querida Elinor, ¿qué le ocurre a Marianne? Tiene muy mal aspecto, tiene mal color y ha adelgazado mucho. ¿Acaso está enferma?

      —No está bien, durante las últimas semanas ha estado sufriendo de los nervios.

      —Me sabe mal. A su edad, ¡cualquier enfermedad destruye la lozanía para siempre! ¡Y la suya ha sido tan corta! En septiembre era una muchacha tan hermosa como la mejor que yo haya visto, muy seductora para los hombres. Su tipo de belleza tenía algo especialmente atractivo. Recuerdo que Fanny solía decir que se iba a casar antes y mejor que tú; no es que ella no te tenga a ti un enorme cariño, pero eso es lo que le parecía. Sin embargo, no acertaba. Dudo que Marianne vaya a casarse ahora con un hombre que valga a lo más quinientas o seiscientas libras al año, y me engañaría mucho si tú no lo haces mejor. ¡Dorsetshire! Conozco muy poco Dorsetshire, pero, mi querida Elinor, me encantará saber más; y pienso que puedo prometerte que Fanny y yo estaremos entre tus primeros y más complacidos huéspedes.

      Elinor puso gran empeño en intentar convencer a su hermano de que no había ninguna posibilidad de un matrimonio entre ella y el coronel Brandon; pero la expectativa lo alegraba demasiado como para renunciar a ella, y estaba decidido a conseguir una relación más próxima con ese caballero y alentar el matrimonio a través de todas las atenciones imaginables. Su remordimiento por no haber hecho nada personalmente por sus hermanas creaba en él un enorme empeño porque todos los demás hicieran mucho por ellas; y una proposición del coronel Brandon o un legado de la señora Jennings eran los caminos más fáciles para compensar su propio olvido.

      Tuvieron la suerte de encontrar a lady Middleton en casa, y sir John llegó antes de que pusieran término a su visita. Las deferencias abundaron de lado y lado. Sir John siempre estaba a punto de que le agradara todo el mundo, y aunque el señor Dashwood no parecía saber mucho de caballos, pronto lo tuvo por un buen hombre; lady Middleton, en tanto, viendo en su aspecto suficientes elementos a la moda, consideró que valía la pena relacionarse con él; y el señor Dashwood se marchó complacido con los dos.

      —Tendré cosas muy agradables que contarle a Fanny —le dijo a su hermana mientras iban de regreso—. ¡Lady Middleton es de verdad una mujer muy elegante! Es el tipo de mujer que a Fanny le encantará trabar amistad. Y la señora Jennings también, una mujer de maravilloso trato, aunque no tan elegante como su hija. Tu hermana, mi esposa, no tiene por qué tener reparos en visitarla, lo que, a decir verdad, ha sido un poco el caso, y muy entendiblemente, pues todo lo que sabíamos era que la señora Jennings era la viuda de un hombre que había obtenido todo su dinero por medios no muy honorables; y Fanny y la señora Ferrars habían decidido en principio que ni la señora Jennings ni sus hijas eran el tipo de mujeres con las que Fanny querría relacionarse. Pero ahora puedo transmitirles las más satisfactorias referencias sobre ambas.

      Capítulo XXXIV

      La señora de John Dashwood confiaba tanto en el criterio de su esposo, que al día siguiente acudió a visitar a la señora Jennings y a su hija; y la recompensa de tal confianza fue encontrar que incluso la primera, incluso la mujer con quienes se estaban quedando sus cuñadas, no era en absoluto indigna de su atención; y en cuanto a lady Middleton, ¡la encontró una de las mujeres más maravillosas del mundo!

      También a lady Middleton le agradó muchísimo la señora Dashwood. Había en ambas una especie de frío egoísmo que las hizo sentirse mutuamente atraídas; y simpatizaron entre sí en un sosísimo trato cauteloso y una total falta de compenetración.

      Los mismos modales, sin embargo, que hicieron a la señora de John Dashwood merecedora de la buena opinión de lady Middleton no satisficieron a la señora Jennings, a quien no le pareció más que una mujercita de aire orgulloso y trato poco cordial, que no mostró ningún cariño por las hermanas de su esposo y parecía no tener casi nada que decirles; durante el cuarto de hora que concedió a Berkeley Street, pasó por lo menos siete minutos y medio sin decir palabra.

      A Elinor le habría gustado saber, aunque se calló la pregunta, si Edward estaba en la ciudad; pero por nada del mundo Fanny habría mencionado expresamente su nombre delante de ella hasta no poder decirle que el matrimonio con la señorita Morton estaba acordado, o hasta que las expectativas de su esposo respecto del coronel Brandon se hubieran confirmado; y ello porque creía que todavía estaban tan apegados el uno al otro, que nunca era demasiado el cuidado que se debía poner en mantenerlos separados de palabra y obra. Sin embargo, el informe que ella se negaba a dar, muy pronto llegó desde otra fuente. No transcurrió mucho tiempo antes de que Lucy reclamara de Elinor su compasión por no haber podido ver todavía a Edward, aunque él había llegado a la ciudad con el señor y la señora Dashwood. No se atrevía a ir a Bartlett’s Buildings por miedo a ser descubierto, y aunque era grande la impaciencia de ambos por verse, por el momento lo único que podían hacer era cartearse.

      Edward no tardó en ratificar por sí mismo que estaba en Londres, al acudir dos veces a Berkeley Street. Dos veces encontraron su tarjeta de visita en la mesa al volver de sus ocupaciones matinales. Elinor estaba contenta de que hubiera ido, pero más contenta todavía de no haberse encontrado con él.

      Los Dashwood estaban tan maravillosamente encantados con los Middleton que, aunque no era su costumbre dar nada, decidieron ofrecer una cena en su honor, y al poco de conocerlos los invitaron a Harley Street, donde habían alquilado una excelente casa por tres meses. Invitaron también a sus hermanas y a la señora Jennings, y John Dashwood se preocupó de asegurar la presencia del coronel Brandon, el cual, siempre feliz de estar allí donde estaban las señoritas Dashwood, recibió sus porfiadas amabilidades con algo de sorpresa, pero mucho gusto. Iban a conocer a la señora Ferrars, pero Elinor no pudo saber si sus hijos formarían parte de la concurrencia. Sin embargo, la expectación por verla a ella fue bastante para despertar su interés en acudir a esa invitación; pues aunque ahora iba a poder conocer a la madre de Edward sin esa enorme angustia que en el pasado le habría sido inevitable, aunque ahora podía verla con total indiferencia respecto de la opinión que pudiera despertar en ella, su deseo de estar en la compañía de la señora Ferrars, su curiosidad por saber cómo era, eran tan fuertes como antes.

      Muy poco después, todo el interés con que aguardaba la invitación a cenar se acrecentó, con más intensidad que placer, al saber que

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