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bienes de la familia), ella me visitaba con bastante asiduidad en Delaford. Yo la llamaba una pariente lejana, pero soy muy consciente de que en general se ha supuesto que la relación es mucho más cercana. Hace ya tres años (acababa de cumplir los catorce) que la saqué del colegio y la puse al cuidado de una mujer muy respetable, residente en Dorsetshire, que tenía a su cargo otras cuatro o cinco niñas de alrededor la misma edad; y durante dos años, todo me hacía sentirme muy satisfecho con su situación. Pero en febrero pasado, hace casi un año, de repente desapareció. Yo la había autorizado (imprudentemente, como después se ha visto), obedeciendo a sus ardientes deseos, para que fuera a Bath con una de sus amiguitas, cuyo padre se encontraba allí por motivos de salud. Yo conocía su reputación como un muy buen hombre, y tenía buena opinión de su hija... mejor de la que se merecía, pues ella, empecinándose en el más desatinado sigilo, se negó a decir nada, a dar ninguna pista, aunque naturalmente estaba al tanto de todo. Creo que él, su padre, un hombre bien intencionado pero no muy listo, era realmente incapaz de dar información alguna, pues había estado casi siempre recluido en la casa, mientras las niñas callejeaban por la ciudad estableciendo relaciones con quienes se les antojaba; y él intentó convencerme, tanto como lo estaba él, de que su hija nada tenía que ver en el hecho. En pocas palabras, no pude averiguar nada sino que se había ido; durante ocho largos meses, todo lo demás quedó sujeto a hipotéticas conjeturas. Es de imaginar lo que pensé, lo que temía, y también lo que sufrí.

      —¡Santo Cielo! —exclamó Elinor—. ¡Será posible! ¡Sería capaz Willoughby...!

      —Las primeras noticias que tuve de ella —continuó el coronel— me llegaron en una carta que ella misma me envió en octubre pasado. Me la remitieron desde Delaford y la recibí esa misma mañana en que pensábamos ir de excursión a Whitwell; y esa fue la causa de mi tan repentina partida de Barton, que con toda seguridad en ese momento debe haber extrañado a todos y que, según creo, molestó a algunos. Poco podía imaginar el señor Willoughby, me parece, cuando con su mirada me reprochó la falta de amabilidad en que yo habría incurrido al arruinar el paseo, que me solicitaban para prestar ayuda a alguien a quien él había llevado miseria y sufrimiento; pero si lo hubiera sabido, ¿de qué habría servido? ¿Habría estado menos alegre o sido menos feliz con las sonrisas de su hermana? No, ya había hecho aquello que ningún hombre capaz de alguna compasión haría. ¡Había abandonado a la niña cuya juventud e inocencia había arruinado, dejándola en una situación de máximo desespero, sin un hogar respetable, sin ayuda, sin amigos, sin saber dónde encontrarlo! La había abandonado, con la promesa del regreso; ni escribió, ni volvió, ni la auxilió.

      —¡Qué horror! —exclamó Elinor.

      —Ahora puede ver cómo es su carácter: manirroto, licencioso, y peor aún que eso. Sabiéndolo, como yo lo he sabido desde hace ya muchas semanas, imagínese lo que debo haber sentido al ver a su hermana tan enamorada de él como siempre, y cuando se me aseguró que iba a casarse con él; imagínese lo que habré sufrido pensando en todas ustedes. Cuando vine a verla la semana pasada y la encontré sola, estaba decidido a saber la verdad, aunque todavía indeciso en cuanto a qué hacer cuando la supiera. Mi conducta debe haberle extrañado, pero ahora lo entenderá. Tener que verlas a todas ustedes engañadas en esa forma; ver a su hermana... pero, ¿cómo me tenía que conducir? No tenía esperanza alguna de intervenir con éxito; y en ocasiones pensaba que su hermana todavía podía mantener suficiente influencia sobre él para recuperarlo. Pero tras un trato tan vergonzoso, ¿quién sabe cuáles serían sus intenciones hacia ella? Cualesquiera que hayan sido, sin embargo, puede que ahora ella se sienta liberada de su situación, y sin duda más adelante lo estará, cuando la compare con la de mi pobre Eliza, cuando piense en la situación miserable y desesperada de esta pobre niña y se la imagine con un afecto tan fuerte por él, tan fuerte como el que ella misma le tiene, y con un espíritu atormentado por los remordimientos, que la acompañarán durante toda su vida. Con toda seguridad esta comparación le servirá de algo. Se dará cuenta de que sus propios sufrimientos no son nada. No provienen de una mala conducta y no pueden traerle desgracia. Al contrario, deberán hacer que en cada uno de sus amigos aumente la amistad hacia ella. La preocupación por su desventura y el respeto por la entereza que subyace a ella deberán reforzar todos los afectos. Utilice, sin embargo, su propia discreción para comunicarle lo que le he revelado. Usted debe saber mejor qué efecto tendrá; y si no hubiera creído muy seriamente y desde el fondo de mi corazón que pudiera serle de alguna utilidad, que pudiera aliviar sus sufrimientos, no me habría permitido perturbarla con este relato de las aflicciones que ha debido sufrir mi familia, una narración con la cual podría sospecharse que intento elevarme a costa de los demás.

      Elinor acogió estas palabras con hondísimo agradecimiento, asistida también por la certeza de que el conocimiento de lo ocurrido sería importante medicina para Marianne.

      —Para mí han sido más dolorosos —dijo— los esfuerzos de Marianne por liberarlo de toda culpa que ninguna otra cosa, porque eso la altera más de lo que puede hacer una cabal convicción de su indignidad. Aunque al principio sufra mucho, estoy segura de que muy pronto encontrará consuelo. Usted —continuó—, ¿ha visto al señor Willoughby desde que lo dejó en Barton?

      —Sí —replicó él muy serio—, una vez. Era inevitable encontrarme con él una vez.

      Elinor, sobresaltada por su tono, lo miró nerviosa, diciendo suavemente:

      —¡Cómo! ¿Se encontró con él para...?

      —No podía ser de otra forma. Eliza me había confesado, aunque muy a pesar suyo, el nombre de su amante; y cuando él volvió a la ciudad, quince días después de mí, nos citamos para encontrarnos, él para defender su conducta, yo para castigarla. Retornamos indemnes, y así el encuentro jamás se hizo público.

      Elinor suspiró ante lo fantasioso e innecesario de todo ello, pero tratándose de un hombre y un soldado, intentó no desautorizarlo.

      —Esa es —dijo el coronel Brandon tras una pausa— la desdichada semejanza entre el destino de la madre y el de la hija, ¡y de qué manera no he estado a la altura de las circunstancias en aquello que se me había encomendado!

      —¿Todavía está ella en la ciudad?

      —No; tan pronto se recuperó del parto, puesto que la encontré próxima a dar a luz, la llevé a ella y a su hijo al campo, y allí siguen hasta hoy.

      Al poco rato, pensando que estaba impidiendo a Elinor acompañar a su hermana, el coronel dio por finalizada a su visita, tras volver a recibir de ella el más sentido agradecimiento y dejarla llena de conmiseración y afecto por él.

      Capítulo XXXII

      Cuando la señorita Dashwood transmitió en detalle esta conversación a su hermana, como lo hizo sin perder tiempo, el efecto que tuvo en esta no fue por completo el que la primera había deseado. No fue que Marianne pareciera desconfiar de la autenticidad de lo relatado, pues a todo prestó la más sosegada y dócil atención, no objetó ni comentó nada, en ningún momento intentó justificar a Willoughby, y con sus lágrimas pareció mostrar que sentía imposible cualquier justificación. Pero aunque después su comportamiento le dio a Elinor la certeza de que sí había logrado convencerla de la culpabilidad del joven; aunque complacida pudo ver que, como resultado, Marianne ya no evitaba al coronel Brandon cuando las visitaba, conversaba con él, e incluso hasta por iniciativa propia, con una especie de compasivo respeto, y aunque la veía de un ánimo menos exasperadamente irritable que antes, no la veía menos desventurada. Su mente estaba estable, pero se había establecido en una sombría expresión. Le dolía más la pérdida de la imagen que tenía de Willoughby que el haber perdido su amor; el que hubiera seducido y abandonado a la señorita Williams, la miseria de esa pobre niña y la duda en torno a lo que alguna vez pudieron haber sido los propósitos del joven hacia ella misma, todo ello la deprimía de tal manera que no podía allanarse a hablar de lo que sentía ni siquiera con Elinor; y con su callado ensimismamiento en sus penas, hacía sufrir a su hermana más que si le hubiera abierto su corazón hablándole una y otra vez de ellas.

      Relatar lo que sintió y dijo la señora Dashwood al recibir y responder la carta de Elinor sería tan solo repetir lo que sus hijas ya habían sentido y

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