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acaso se la puede justificar?

      —No, Marianne, de ninguna forma.

      —Y, sin embargo, esta mujer... ¡quién sabe cuáles puedan haber sido sus malas artes, cuán largamente lo habrá premeditado, cómo se las habrá compuesto! ¿Quién es ella? ¿Quién puede ser? ¿A quién de sus conocidas mencionó alguna vez Willoughby como joven y atractiva? ¡Oh! A nadie, a nadie... solo se refería a mí.

      Siguió otra pausa; Marianne, presa de gran nerviosismo, terminó así:

      —Elinor, debo volver a casa. Debo volver y consolar a mamá. ¿Podemos irnos mañana?

      —¡Mañana, Marianne!

      —Sí; ¿por qué había de permanecer aquí? Vine solo por Willoughby... y ahora, ¿a quién le importo? ¿Quién se interesa por mí?

      —Sería imposible partir mañana. Le debemos a la señora Jennings mucho más que amabilidad; y la amabilidad más básica no permitiría una partida tan súbita como esa.

      —Está bien, entonces, en uno o dos días más quizá; pero no puedo permanecer mucho aquí, no puedo permanecer y aguantar las preguntas y observaciones de toda esa gente. Los Middleton, los Palmer... ¿cómo voy a soportar su compasión? ¡La compasión de una mujer como la señora Jennings! ¡Ah, qué diría él de eso!

      Elinor le aconsejó que se echara de nuevo, y durante unos momentos así lo hizo; pero ninguna posición la podía calmar, y en un doloroso desasosiego de alma y cuerpo, cambiaba de una a otra postura, enervándose cada vez más; a duras penas pudo su hermana mantenerla en la cama y durante algunos instantes temió verse obligada a pedir ayuda. Unas pocas gotas de lavanda, sin embargo, que pudo convencerla de tomar, le sirvieron de ayuda; y desde ese momento hasta la vuelta de la señora Jennings permaneció en la cama, callada y quieta como sumergida en un profundo sueño.

      Capítulo XXX

      A su vuelta, la señora Jennings se dirigió directamente a la habitación de Elinor y Marianne y, sin esperar que respondieran a su llamada, abrió la puerta y entró con aire de auténtica preocupación.

      —¿Cómo está, querida? —le preguntó en tono compasivo a Marianne, que desvió el rostro sin hacer ningún intento por contestar.

      —¿Cómo está, señorita Dashwood? ¡Pobrecita! Tiene muy mal cariz. No es de extrañar. Sí, desgraciadamente es verdad. Se va a casar pronto... ¡es un villano! No lo soporto. La señora Taylor me lo contó hace media hora, y a ella se lo contó una amiga íntima de la señorita Grey, de otra forma no lo habría podido creer; quedé anonadada al saberlo. Bien, dije, todo lo que puedo decir es que, si es verdad, se ha portado de manera indigna con una joven a quien conozco, y deseo con todo el corazón que su esposa le mortifique la vida. Y seguiré diciéndolo para siempre, querida, puede estar segura. No se me ocurre adónde irán a parar los hombres por este camino; y si alguna vez me lo vuelvo a encontrar, le daré tal admonición como no habrá tenido muchas en su vida.

      Pero queda un alivio, mi querida señorita Marianne: no es el único joven del mundo que valga la pena; y con su hermosa cara a usted nunca le faltarán pretendientes. ¡Ya, pobrecita! Ya no la molestaré más, porque lo mejor sería que llorara sus penas de una vez por todas y acabara así. Por suerte, sabe usted, esta noche van a venir los Parry y los Sanderson, y eso la distraerá.

      Salió entonces de la habitación caminando de puntillas, como si creyera que la aflicción de su joven amiga pudiera aumentar con el ruido.

      Para sorpresa de su hermana, Marianne decidió cenar con ellas. Elinor incluso no se lo aconsejó. Pero, “no, iba a bajar; lo soportaría perfectamente, y el barullo en torno a ella sería menor”. Elinor, contenta de que por el momento fuera ese el motivo que la guiaba y aunque no la creía capaz de sentarse a cenar, no dijo nada más; así, arreglándole el vestido lo mejor que pudo mientras Marianne seguía echada sobre la cama, estuvo lista para acompañarla al comedor apenas las llamaron.

      Una vez allí, aunque con aire muy triste, comió más y con mayor sosiego del que su hermana había esperado. Si hubiera intentado hablar o se hubiera dado cuenta de la mitad de las bien intencionadas pero desatinadas atenciones que le dirigía la señora Jennings, no habría podido mantener esa tranquilidad; pero sus labios no dejaron escapar ni una sílaba y su abstracción la mantuvo en la mayor ignorancia de cuanto sucedía entorno a ella.

      Elinor, que valoraba la bondad de la señora Jennings aunque la efusión con que la expresaba frecuentemente era cargante y en ocasiones casi histriónica, le manifestó la gratitud y le correspondió las muestras de amabilidad que su hermana era incapaz de expresar o realizar por sí misma. Su buena amiga veía que Marianne era desgraciada, y sentía que se le debía todo aquello que pudiera disminuir su pena. La trató, entonces, con toda la cariñosa deferencia de una madre hacia su hijo favorito en su último día de vacaciones. A Marianne debía darse el mejor lugar junto a la chimenea, había que tentarla con todos los mejores manjares de la casa y distraerla con el relato de todas las noticias del día. Si Elinor no hubiera visto en el triste semblante de su hermana un freno a todo contento, habría disfrutado de los esfuerzos de la señora Jennings por curar un desengaño de amor mediante toda una variedad de confituras y aceitunas y un buen fuego de chimenea. Sin embargo, apenas la conciencia de todo esto se abrió paso en Marianne por repetirse una y otra vez, no pudo continuar ahí. Con una viva exclamación de dolor y una señal a su hermana para que no la siguiera, se levantó y salió a toda prisa de la estancia.

      —¡Pobre criatura! —exclamó la señora Jennings tan pronto hubo salido—. ¡Cómo me duele verla! ¡Y miren ustedes, si no se ha ido sin terminar su vino! ¡Y también ha dejado las cerezas confitadas! ¡Dios mío! Nada parece consolarla. Créanme que si supiera de algo que le apeteciera, mandaría recorrer toda la ciudad hasta encontrarlo. ¡Vaya, es la cosa más indigna que un hombre haya tratado tan mal a una chica tan preciosa! Pero cuando la plata abunda por un lado y escasea totalmente por el otro, ¡que Dios me ampare!, ya tanto les da tales cosas.

      —Entonces, la dama en cuestión, la señorita Grey creo que la llamó usted, ¿es muy rica?

      —Cincuenta mil libras, querida mía. ¿La ha visto alguna vez? Una chica elegante, muy a la moda, según dicen, pero nada atractiva. Recuerdo muy bien a su tía, Biddy Henshawe; se casó con un hombre muy rico. Pero todos en la familia son ricos. ¡Cincuenta mil libras! Y desde todo punto de vista van a llegar muy a tiempo, porque dicen que él está en la ruina. ¡Era natural, siempre luciéndose por ahí con su calesín y sus caballos y perros de caza! Vaya, sin ánimo de enjuiciar, pero cuando un joven, sea quien sea, viene y enamora a una linda chica y le promete matrimonio, no tiene derecho a romper su palabra solo por haberse ido a la miseria y que una muchacha rica esté dispuesta a aceptarlo. ¿Por qué, en ese caso, no vende sus caballos, alquila su casa, despide a sus criados, y no da un real vuelco a su vida? Les aseguro que la señorita Marianne habría estado dispuesta a esperar hasta que las cosas se hubieran solucionado. Pero no es así como se hacen las cosas hoy en día; los jóvenes de hoy nunca van a renunciar a ninguna comodidad.

      —¿Sabe usted qué clase de muchacha es la señorita Grey? ¿Tiene fama de ser amable?

      —Nunca he escuchado nada malo de ella; de hecho, casi nunca he oído hablar de ella; salvo que la señora Taylor sí dijo esta mañana que un día la señorita Walker le insinuó que creía que el señor y la señora Ellison no lamentarían ver casada a la señorita Grey, porque ella y la señora Ellison jamás se habían avenido.

      —¿Y quiénes son los Ellison?

      —Sus tutores, querida. Pero ya es mayor de edad y puede escoger por sí misma; ¡y una hermosa elección ha hecho! Y ahora —tras un breve inciso—, su pobre hermana se ha ido a su habitación, supongo, a lamentarse a solas. ¿No hay nada que se pueda hacer para consolarla? Pobrecita, parece tan cruel dejarla sola. Pero bueno, poco a poco traeremos nuevos amigos, y eso la divertirá algo. ¿A qué podemos jugar? Sé que ella no le gusta el whist; pero, ¿no hay ningún juego que se haga en ronda que sea de su preferencia?

      —Mi querida señora, tanta gentileza es totalmente innecesaria. Estoy segura

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