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del desayuno, advirtió que Marianne le estaba escribiendo otra vez a Willoughby, pues no podía pensar que fuera a ninguna otra persona.

      Alrededor del mediodía, la señora Jennings salió sola por algunos encargos y Elinor comenzó de inmediato la carta, mientras Marianne, demasiado inquieta para concentrarse en ninguna ocupación, demasiado ansiosa para cualquier conversación, paseaba de una a otra ventana o se sentaba junto al fuego entregada a tristes pensamientos. Elinor puso gran esmero en su llamada a su madre, contándole todo lo que había pasado, sus sospechas sobre la inconstancia de Willoughby, y llamando a su deber y a su afecto la urgió a que exigiera de Marianne una explicación de su auténtica situación con respecto al joven.

      Casi no había terminado su carta cuando una llamada a la puerta anunció la llegada de un visitante, y al momento les dijeron que era el coronel Brandon. Marianne, que lo había visto desde la ventana y que en ese instante odiaba cualquier compañía, abandonó la habitación antes de que él entrara. Se veía el coronel más serio que de costumbre, y aunque manifestó satisfacción por encontrar a la señorita Dashwood sola, como si tuviera algo especial que decirle, se sentó durante un rato sin articular palabra. Elinor, convencida de que tenía algo que comunicarle que le concernía a su hermana, aguardó con impaciencia que él se sincerara. No era la primera vez que sentía el mismo tipo de certeza, pues más de una vez antes, iniciando su comentario con la observación “Su hermana no tiene buen aspecto hoy”, o “Su hermana tiene aspecto deprimido”, había parecido estar a punto de revelar, o de indagar, algo en particular acerca de ella. Tras un lapso de varios minutos, el coronel rompió el hielo preguntándole, en un tono que revelaba una cierta turbación, cuándo tendría que felicitarla por la adquisición de un hermano. Elinor no estaba preparada para tal pregunta, y al no tener una rápida respuesta, se vio obligada a recurrir al simple pero vulgar expediente de preguntarle a qué se refería. Él intentó sonreír al contestarle: “El compromiso de su hermana con el señor Willoughby es algo sabido por todos”.

      —No pueden saberlo todos —contestó Elinor—, porque su propia familia lo desconoce.

      Él pareció asombrarse, y le dijo:

      —Le ruego me disculpe, temo que mi pregunta haya estado fuera de lugar; pero no pensé que se quisiera mantener nada en secreto, puesto que se corresponden sin trabas y todos hablan de su boda.

      —¿Cómo es posible? ¿A quién se lo ha oído contar?

      —A muchos... a algunos a quienes usted no conoce, a otros que le son muy próximos: la señora Jennings, la señora Palmer y los Middleton. Pero incluso así no lo habría creído (porque cuando la mente no quiere admitirlo, siempre hallará algo en qué fundamentar sus dudas), si hoy no hubiera visto accidentalmente en manos del criado que me abrió, una carta dirigida al señor Willoughby, con letra de su hermana. Yo venía a preguntar, pero me convencí antes de poder plantear la pregunta. ¿Está todo ya resuelto por completo? ¿Es posible que...? Pero no tengo ningún derecho, y ninguna posibilidad de éxito. Perdóneme, señorita Dashwood. Creo que no ha sido correcto de mi parte decir tanto, pero no sé qué hacer y confío totalmente en su prudencia. Dígame que está todo, que cualquier intento... que, en suma, disimular, si es que el disimulo puede darse a estas alturas, es todo lo que queda.

      Estas palabras, que fueron para Elinor una tan directa confesión del amor del coronel por su hermana, la afectaron hondamente. En aquel instante no fue capaz de decir nada, y aun cuando recobró el ánimo, se debatió durante un breve tiempo intentando descubrir cuál sería la respuesta más idónea. El auténtico estado de las cosas entre Willoughby y su hermana le era tan desconocido, que al intentar explicarlo bien podía decir demasiado, o demasiado poco. Sin embargo, como estaba convencida de que el afecto de Marianne por Willoughby, sin importar cuál fuese el resultado de ese afecto, no dejaba al coronel Brandon esperanza alguna de triunfo, y al mismo tiempo deseaba protegerla de toda censura, después de pensarlo un rato decidió que sería más prudente y considerado decir más de lo que realmente creía o sabía. Admitió, entonces, que aunque ellos nunca le habían informado sobre qué tipo de relaciones tenían, a ella no le cabía duda alguna sobre su mutuo cariño y no le extrañaba saber que se escribían.

      El coronel la escuchó en religioso silencio, y al terminar ella de hablar, de inmediato se levantó de su asiento y tras decir con voz emocionada, “Le deseo a su hermana toda la felicidad del mundo; y a Willoughby, que luche por merecerla...”, se despidió y se fue.

      Esta conversación no logró dar sosiego a Elinor ni menguar la inquietud de su mente en relación con otros aspectos; al contrario, quedó con una triste impresión de la desdicha del coronel y ni siquiera pudo desear que esa infelicidad desapareciera, dada su angustia por que se diera el acontecimiento mismo que iba a ratificarlo.

      Capítulo XXVIII

      Nada ocurrió en los tres o cuatro días siguientes que hiciera a Elinor lamentar haber recurrido a su madre, pues Willoughby no se presentó ni escribió. Hacia el final de ese período, ella y su hermana debieron acompañar a lady Middleton a una fiesta, a la cual la señora Jennings no podía asistir por la indisposición de su hija menor; y para esta fiesta, Marianne, totalmente deprimida, sin preocuparse por su aspecto y como si le fuera indiferente ir o quedarse, se preparó sin una mirada de esperanza, sin una manifestación de alegría. Después del té se sentó junto a la chimenea de la sala hasta la llegada de lady Middleton, sin moverse ni una sola vez de su asiento o cambiar de postura, perdida en sus pensamientos y sin prestar atención a la presencia de su hermana; y cuando finalmente les avisaron que lady Middleton las esperaba en la puerta, se sobresaltó como si no recordara que aguardaban a alguien.

      Llegaron a tiempo a su destino, y apenas la fila de carruajes frente a ellos lo permitió, se apearon, subieron las escalinatas, escucharon sus nombres anunciados a viva voz desde un rellano a otro, e ingresaron en una habitación de magnífica iluminación, llena de invitados y espantosamente calurosa. Cuando hubieron cumplido con el deber de cortesía y saludaron con amabilidad a la señora de la casa, pudieron mezclarse con la multitud y sufrir su contribución de calor e incomodidad, lógicamente aumentados con su llegada. Tras pasar algunos momentos hablando muy poco y haciendo menos aún, lady Middleton se integró a una partida de casino, y como Marianne no estaba de buen talante para dar vueltas por ahí, ella y Elinor, tras haber logrado con gran suerte un par de sillas, se sentaron cerca de la mesa.

      No habían permanecido allí durante mucho rato cuando Elinor descubrió de la presencia de Willoughby, que se encontraba a unas pocas yardas de distancia en entusiasta charla con una joven de aspecto muy distinguido. Muy pronto se cruzaron sus miradas y él se inclinó de inmediato, pero sin mostrar intenciones de hablarle o de acercarse a Marianne, aunque no habría podido dejar de verla; y después siguió su conversación con la misma joven. Elinor giró hacia Marianne casi involuntariamente para ver si podía habérsele pasado por alto. En ese preciso momento ella lo vio, y con el rostro iluminado por una súbita felicidad se habría acercado a él de inmediato si su hermana no lo hubiera impedido.

      —¡Dios mío! —exclamó—. Está aquí, está aquí. ¡Oh! ¿Por qué no me mira? ¿Por qué no puedo ir a hablar con él?

      —Por favor, por favor sosiégate —exclamó Elinor—, y no traiciones tus sentimientos ante todos los presentes. A lo mejor aún no te ha visto.

      Esto, sin embargo, era más de lo que ella misma podía pensar, y controlarse en un momento como ese no solo estaba fuera del alcance de Marianne, iba más allá de sus deseos. Se quedó sentada en una agonía de angustia, visible en cada uno de los rasgos de su rostro.

      Por último él giró de nuevo y las miró a las dos; Marianne se levantó y, pronunciando su nombre con voz llena de cariño, le extendió la mano. Él se aproximó, y dirigiéndose más a Elinor que a Marianne, como si quisiera evitar su mirada y hubiera decidido ignorar su gesto, preguntó de manera apresurada por la señora Dashwood y se interesó por cuánto tiempo llevaban en la ciudad. Elinor perdió toda presencia de ánimo ante tal actitud y no pudo articular palabra. Pero los sentimientos de su hermana salieron a relucir enseguida. Se le subieron los colores hasta lo indecible y exclamó con gran emoción en la voz:

      —¡Santo Dios! Willoughby,

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