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pocos deseos de dejar a su madre; y al instante de la marcha su aflicción por ello fue extraordinaria. La tristeza de su madre fue apenas menor, y Elinor fue la única de las tres que parecía considerar la separación como algo menos que eterna.

      Se pusieron de viaje la primera semana de enero. Los Middleton las seguirían alrededor de una semana después. Las señoritas Steele seguían en la finca, que abandonarían solo con el resto de la familia.

      Capítulo XXVI

      Al verse en el carruaje con la señora Jennings, y comenzando un viaje a Londres bajo su protección y como su huésped, Elinor no pudo dejar de pensar sobre su propia situación: ¡tan breve era el tiempo que la conocían, tan poco compatibles en edad y temperamento, y tantas objeciones había levantado ella contra este viaje tan solo unos días antes! Pero todas estas objeciones habían sido derrotadas, avasalladas ante ese feliz fervor juvenil que tanto Marianne como su madre compartían; y Elinor, a pesar de sus ocasionales dudas sobre la constancia de Willoughby, no podía contemplar el éxtasis de la maravillosa espera a que estaba entregada Marianne, desbordándole en el alma e iluminándole los ojos, sin sentir cuán vacías eran sus propias perspectivas, cuán falto de alegría su propio estado de ánimo comparado con el de ella, y cuán gustosamente viviría igual ansiedad que Marianne si con ello pudiese tener igual vivificante premio, igual posibilidad de esperanza. Pero ahora faltaba poco, muy poco tiempo, para saber cuáles eran las intenciones de Willoughby: con toda seguridad ya se encontraba en la ciudad. La ansiedad por partir que mostraba Marianne era clara muestra de su confianza en encontrarlo allí; y Elinor estaba decidida no solo a averiguar todo lo que pudiera sobre el carácter del joven, ya fuera a través de sus propias observaciones o de lo que otros pudieran decirle, sino también a vigilar su conducta hacia su hermana con atención tan celosa que le permitiera estar segura de lo que él era y de sus propósitos antes de que se hubieran reunido muchas veces. Si el resultado de sus observaciones fuera negativo, estaba decidida a abrirle los ojos a su hermana del modo que fuese; si no era así, la tarea que tendría por delante sería distinta: debería aprender a evitar las comparaciones egoístas y desterrar de ella todo pesar que pudiera disminuir su satisfacción por la felicidad de Marianne.

      El viaje duró tres días, y la conducta de Marianne durante todo el recorrido constituyó una buena muestra de lo que podría esperarse en el futuro de su deferencia y amabilidad hacia la señora Jennings. Guardó silencio durante casi todo el camino, envuelta en sus propios pensamientos y no hablando casi nunca por propia voluntad, excepto cuando algún objeto de belleza singular aparecía ante su vista arrancándole alguna expresión de alegría, que dirigía solo a su hermana. Para compensar esta conducta, sin embargo, Elinor asumió de inmediato el deber de cortesía que se había impuesto como obligación, fue extraordinariamente atenta con la señora Jennings, conversó con ella, se rio con ella y la escuchó siempre que le fue posible; y la señora Jennings, por su parte, las trató a ambas con toda la bondad imaginable, se preocupó en todo momento de que estuvieran cómodas y entretenidas, y solo la disgustó no conseguir que eligieran su propia cena en la posada ni poder obligarlas a confesar si preferían el salmón o el bacalao, el pollo cocido o las chuletas de ternera. Llegaron a la ciudad alrededor de las tres de la tarde del tercer día, felices de liberarse, tras un viaje tan largo, del encierro del carruaje, y preparadas para disfrutar del lujo de una buena lumbre.

      La casa era hermosa y estaba magníficamente equipada, y de inmediato pusieron a disposición de las jóvenes una habitación muy cómoda.

      Había pertenecido a Charlotte, y sobre la repisa de la chimenea aún colgaba un paisaje hecho por ella en sedas de colores, prueba de haber pasado siete años en un gran colegio de la ciudad, con algunos resultados.

      Como la cena no iba a estar lista antes de dos horas después de su llegada, Elinor quiso ocupar ese espacio en escribirle a su madre, y se sentó dispuesta a ello. Poco minutos después Marianne hizo lo propio.

      —Yo estoy escribiendo a casa, Marianne —le dijo Elinor—; ¿no sería mejor que dejaras tu carta para uno o dos días más?

      —No le voy a escribir a mi madre —replicó Marianne con pesar, y como queriendo evitar más preguntas.

      Elinor no le dijo nada más; enseguida se le ocurrió que debía estarle escribiendo a Willoughby y de inmediato concluyó que, sin importar el misterio en que pudieran querer envolver sus relaciones, debían estar comprometidos. Esta convicción, aunque no por completo satisfactoria, la complació, y continuó su carta con la mayor celeridad. Marianne terminó la suya en unos pocos minutos; en extensión, no podía ser más de una nota; la dobló, la selló y escribió las señas con ansiosa presteza. Elinor pensó que podía distinguir una gran W en la dirección, y acababa de terminar cuando Marianne, tocando la campanilla, pidió al criado que la atendió que hiciera llegar esa carta al correo de dos peniques. Con esto se dio por terminado el asunto.

      Marianne seguía de muy buen talante, pero aleteaba en ella una zozobra que impedía que su hermana se sintiera totalmente satisfecha, y esta inquietud creció con el correr de la tarde.

      Casi no pudo probar bocado durante la cena, y cuando después volvieron a la sala parecía escuchar con extraordinaria angustia el ruido de cada carruaje que pasaba.

      Fue una gran tranquilidad para Elinor que la señora Jennings, por estar ocupada en sus habitaciones, no pudiera enterarse de lo que sucedía. Trajeron las cosas para el té, y ya Marianne había tenido más de una decepción ante los golpes en alguna puerta vecina, cuando de súbito se escuchó uno mucho más fuerte que no podía confundirse con alguno en otra casa. Elinor se sintió segura de que anunciaba la llegada de Willoughby, y Marianne, levantándose de un salto, se dirigió hacia la puerta. Todo estaba en calma; no duró más de algunos segundos, ella abrió la puerta, avanzó unos pocos pasos hacia la escalera, y tras escuchar durante medio minuto volvió a la habitación en ese estado de angustia que la certeza de haberlo oído lógicamente produciría. En medio del éxtasis alcanzado por sus emociones en ese momento, no pudo evitar exclamar:

      —¡Oh, Elinor, es Willoughby, estoy segura de que es él!

      Parecía casi a punto de arrojarse en los brazos de él, cuando apareció el coronel Brandon.

      Fue un golpe demasiado tremendo para soportarlo con tranquilidad, y pronto Marianne abandonó la habitación. Elinor también estaba desilusionada; pero, al mismo tiempo, su aprecio por el coronel Brandon le permitió darle la bienvenida, y le entristeció de manera muy especial que un hombre que mostraba un interés tan grande en su hermana advirtiera que todo lo que ella sentía al verlo era pesar y decepción. En seguida observó que para él no había pasado inadvertido, que incluso había mirado a Marianne cuando abandonaba la habitación con tal perplejidad y preocupación, que casi le habían hecho olvidar lo que la amabilidad exigía hacia ella.

      —¿Está enferma su hermana? —le interrogó.

      Elinor respondió con algo de aturdimiento que sí lo estaba, y después se refirió a dolores de cabeza, depresión y excesos de cansancio, y a todo lo que decentemente pudiera explicar la conducta de su hermana.

      La escuchó él con el más intenso interés, pero, aparentando sosegarse, no habló más del asunto y comenzó a explayarse en torno a su placer de verlas en Londres, con las tópicas preguntas sobre el viaje y los amigos que habían dejado atrás.

      Así, de manera tranquila, sin gran interés por ninguna de las partes, siguieron hablando, ambos desanimados y con la cabeza puesta en otras cosas. Elinor tenía grandes deseos de preguntar si Willoughby se encontraba en la ciudad, pero temía apenarlo con preguntas sobre su rival; hasta que finalmente, por decir algo, le preguntó si había estado en Londres desde la última vez que se habían visto.

      —Sí —replicó él, ligeramente confundido—, casi todo el tiempo desde entonces; he estado una o dos veces en Delaford por unos pocos días, pero nunca he podido regresar a Barton. Esto, y el modo en que fue dicho, de inmediato le recordó a Elinor todas las circunstancias de su partida de ese sitio, con la inquietud y sospechas que habían despertado en la señora Jennings, y temió que su pregunta hubiera dado a entender una curiosidad por ese tema mucho mayor de la que alguna vez hubiera sentido.

      La

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