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seguras.

      —Creo —opinó sir John— que la señorita Marianne no se opondría a tal plan, si su hermana mayor accediera a él. Es muy duro, en verdad, que no pueda distraerse un poco, solo porque la señorita Dashwood no lo quiere. Así que les aconsejaría a ustedes dos que partan a la ciudad cuando se cansen de Barton, sin decirle una palabra sobre ello a la señorita Dashwood.

      —No —exclamó la señora Jennings—, estoy segura de que estaré más contenta de la compañía de la señorita Marianne, vaya o no vaya la señorita Dashwood, solo que mientras más, mayor es la alegría, creo yo, y pensé que sería más cómodo para ellas estar juntas; porque si se cansan de mí, pueden hablar entre ellas, y reírse de mis extravagancias a mis espaldas. Pero una u otra, si no ambas, debo tener. ¡Que Dios me ampare! Cómo pueden imaginarse que puedo vivir andando por ahí sola, yo que hasta este invierno siempre he estado acostumbrada a tener a Charlotte junto a mí. Vamos, señorita Marianne, démonos las manos para sellar este trato, y si la señorita Dashwood cambia de opinión después, tanto mejor.

      —Le estoy muy agradecida, señora, de todo corazón —dijo Marianne con vehemencia —; su invitación ha comprometido mi gratitud para siempre, y poder aceptarla me haría tan dichosa... sí, sería casi la máxima dicha que puedo imaginar. Pero mi madre, mi queridísima, bondadosa madre... creo que es muy justo lo que Elinor ha expuesto, y si nuestra ausencia la fuera a hacer menos feliz, le fuera a restar comodidad... ¡Oh, no! Nada podría obligarme a dejarla. Esto no puede significar, no debe significar un enfado.

      La señora Jennings volvió a repetir cuán segura estaba de que la señora Dashwood podría pasarse muy bien sin ellas; y Elinor, que ahora comprendía a su hermana y veía cuán indiferente a casi todo lo demás la hacía su ansiedad por volver a ver a Willoughby, no planteó ninguna otra objeción directa al plan; se limitó a dirigirlo a la consideración de su madre, de quien, sin embargo, no esperaba recibir gran apoyo en su esfuerzo por impedir una visita que tan inconveniente le parecía para Marianne, y que también por su propio bien tenía especial interés en escaparse. En todo lo que Mariana deseaba, su madre estaba ansiosa por complacerla; no podía esperar inducir a esta última a comportarse con tacto en un asunto respecto del cual nunca había podido inspirarle desconfianza, y no se atrevía a explicar la causa de su propia oposición a ir a Londres. Que Marianne, puntillosa como era, perfectamente al tanto de la forma de conducirse de la señora Jennings que tanto la disgustaba, en sus esfuerzos por lograr su objetivo estuviera dispuesta a pasar por alto todas las trabas de ese tipo y a ignorar lo que más la irritaba en su sensibilidad, era una prueba tal, tan fuerte, tan plena, de la importancia que daba a ese objetivo, que a pesar de todo lo sucedido sorprendió a Elinor, como si nada la hubiera preparado para presenciarlo.

      Cuando le explicaron lo de la invitación, la señora Dashwood, convencida de que tal salida podría significar muchas diversiones para sus dos hijas y percibiendo a través de todas las cariñosas atenciones de Marianne cuán ilusionada estaba con el viaje, no quiso ni oír que se opusieran al ofrecimiento por causa de ella; insistió en que aceptaran enseguida y comenzó a imaginar, con su habitual alegría, las diversas ventajas que para todas ellas resultarían de esta separación.

      —Me ilusiona este plan —exclamó—, es exactamente lo que yo habría deseado. A Margaret y a mí nos beneficiará tanto como a ustedes. Cuando ustedes y los Middleton se hayan ido, ¡qué tranquilas y felices lo pasaremos juntas, con nuestros libros y nuestra música! ¡Encontrarán tan crecida a Margaret cuando regresen! Y también tengo un pequeño plan de arreglo de los dormitorios de ustedes, que ahora podré llevar a cabo sin molestarlas. Creo que tienen que ir a la ciudad; a mi juicio, todas las jóvenes en las condiciones de vida que ustedes tienen deben conocer las costumbres y diversiones de Londres. Estarán al cuidado de una buena mujer, muy maternal, de cuya bondad no tengo la menor duda. Y lo más probable es que vean a su hermano, y cualesquiera que sean sus defectos, o los de su esposa, cuando pienso de quién es hijo, no quisiera verlos tan alejados unos de otros.

      —Aunque con su cotidiana preocupación por nuestra felicidad —dijo Elinor— ha estado salvando todos los obstáculos a este plan que ha podido imaginar, persiste una objeción que, en mi opinión, no puede ser despachada tan alegremente.

      Un extraordinario desaliento apareció en el rostro de Marianne.

      —¿Y qué es —dijo la señora Dashwood— lo que mi querida y prudente Elinor va a objetar?

      —¿Qué dique gigantesco es el que nos va a poner por delante? No quiero escuchar ni una palabra sobre el costo que tendrá.

      —Mi objeción es esta: aunque tengo muy buena opinión de la bondad de la señora Jennings, no es el tipo de mujer cuya compañía vaya a sernos agradable, o cuya protección eleve nuestra alcurnia.

      —Eso es muy cierto —contestó su madre—, pero en su sola compañía, sin otras personas, casi no estarán, y casi siempre se verán en público con lady Middleton.

      —Si Elinor desiste de ir por el desagrado que le produce la señora Jennings —dijo Marianne—, al menos que eso no impida que yo acepte su invitación. No tengo tales escrúpulos y estoy segura de que puedo tolerar sin mayor problema todos los inconvenientes de ese tipo.

      Elinor no pudo evitar sonreír ante este despliegue de indiferencia respecto de la conducta social de una persona hacia la cual tantas veces le había costado conseguir de Marianne al menos una aceptable amabilidad, y en su interior decidió que si su hermana se empeñaba en ir, también ella iría, pues no creía correcto dejar a Marianne en situación de guiarse únicamente por su propio juicio, o dejar a la señora Jennings a merced de Marianne como todo esparcimiento en sus horas hogareñas. Tal decisión le fue más fácil de aceptar al recordar que Edward Ferrars, según lo informado por Lucy, no iba a estar en la ciudad antes de febrero, y que para ese entonces la permanencia de ella y de su hermana, sin tener que acortarla de ninguna manera absurda, ya habría terminado.

      —Quiero que las dos vayan —dijo la señora Dashwood—; estas objeciones son sandeces. Se entretendrán mucho en Londres, y más todavía si están juntas; y si Elinor alguna vez condescendiera a aceptar de antemano la posibilidad de disfrutar, vería que en la ciudad podría hacerlo de innumerables maneras; incluso hasta podría agradarle la oportunidad de mejorar sus relaciones con la familia de su cuñada.

      Frecuentemente Elinor había deseado que se le presentase la oportunidad de ir debilitando la confianza que tenía su madre en las relaciones entre ella y Edward, de manera que el golpe fuera menor cuando toda la verdad se supiera; y ahora, frente a esta acometida, aunque casi sin ninguna esperanza de conseguirlo, se obligó a dar inicio a sus planes diciendo con toda la tranquilidad que le fue posible:

      —Me gusta mucho Edward Ferrars y siempre me alegrará verlo; pero en cuanto al resto de la familia, me importa muy poco si alguna vez llegan a conocerme o no.

      La señora Dashwood sonrió y no dijo nada. Marianne levantó la mirada llena de perplejidad, y Elinor pensó que habría sido mejor no decir nada.

      Tras dar vueltas al asunto muy poco más, se decidió por último que aceptarían plenamente la invitación. Al enterarse, la señora Jennings dio grandes pruebas de alegría y les ofreció todo tipo de seguridades sobre su afecto y el cuidado que tendría de las jóvenes. Y no solo ella estaba satisfecha; sir John se mostró encantado, porque para un hombre cuya mayor ansiedad era el temor a estar solo, agregar dos más a los habitantes de Londres no era algo de despreciar. Incluso lady Middleton se dio el trabajo de estar contenta, lo que para ella era salirse un poco de su camino normal; en cuanto a las señoritas Steele, en especial Lucy, nunca habían estado más felices en toda su vida que al conocer esta noticia.

      Elinor se sometió a los preparativos en contra de sus deseos con mucho menos disgusto del que había pensando sentir. En lo que a ella concernía, ir o no a la ciudad ya no era asunto que le preocupase; y cuando vio a su madre tan completamente contenta con el plan, y la dicha en el rostro, en la voz y el comportamiento de su hermana; cuando la vio recuperar su animación habitual e ir incluso más allá de lo que había sido su alegría acostumbrada, no pudo sentirse frustrada de la causa de todo ello y no quiso permitirse desconfiar de las consecuencias.

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