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un poco por aquí y arreglar mis asuntos, porque hace mucho que no estaba en casa, y usted sabe que siempre hay un mundo de pequeños detalles que atender cuando uno ha estado alejada por un tiempo; y luego he tenido que ver las cosas de Cartwright. ¡Cielos, he estado trabajando como una hormiga desde la hora de la cena! Pero, cuénteme, coronel, ¿cómo fue a adivinar que estaría en la ciudad hoy día?

      —Tuve el gusto de escucharlo en la casa del señor Palmer, donde he estado cenando.

      —¡Ah, así fue! Y, ¿cómo están todos ahí? ¿Cómo está Charlotte? Podría asegurarle que ya debe estar de un buen tamaño a estas alturas.

      —La señora Palmer se veía muy bien, y me encargó decirle que sea como fuere la verá mañana.

      —Claro, seguro, así lo pensé. Bien, coronel, he traído a dos jóvenes conmigo, como puede ver... quiero decir, puede ver solo a una de ellas, pero hay otra en alguna parte. Su amiga, la señorita Marianne, también... como me imagino que no lamentará saber. No sé cómo se las arreglarán entre usted y el señor Willoughby respecto de ella. Sí, es una gran cosa ser joven y guapa. Bueno, alguna vez fui joven, pero nunca fui muy guapa... mala suerte para mí. Sin embargo, logré un muy buen esposo, y vaya a saber usted si la mayor de las bellezas puede hacer más que eso. ¡Ah, pobre hombre! Ya lleva muerto ocho años, y está mejor así. Pero, coronel, ¿dónde ha estado desde que dejamos de vernos? ¿Y cómo van sus cosas? Vamos, vamos, que no haya secretos entre amigos.

      El coronel respondió con su acostumbrada tranquilidad a todas sus preguntas, pero sin satisfacer su curiosidad en ninguna de ellas. Elinor había comenzado a preparar el té, y Marianne se vio obligada a volver a la habitación.

      Tras su entrada el coronel Brandon se puso más taciturno y silencioso que antes, y la señora Jennings no pudo convencerlo de que se quedara más rato. Esa tarde no llegó ningún otro visitante, y las damas convinieron en irse a la cama temprano.

      Marianne se levantó al día siguiente con renovados bríos y aire contento. Parecía haber olvidado la decepción de la tarde anterior ante las expectativas de lo que podía ocurrir ese día. No hacía mucho que habían terminado su desayuno cuando el birlocho de la señora Palmer se detuvo ante la puerta, y pocos minutos después entró riendo a la habitación, tan encantada de verlos a todos, que le era difícil decir si su placer era mayor por ver a su madre o de nuevo a las señoritas Dashwood. ¡Tan sorprendida de su llegada a la ciudad, aunque más bien era lo que había estado esperando todo ese tiempo! ¡Tan enfadada porque habían aceptado la invitación de su madre tras rehusar la de ella, aunque al mismo tiempo jamás las habría perdonado si no hubieran venido!

      —El señor Palmer estará tan contento de verlas —dijo—; ¿qué creen que dijo cuando supo que venían con mamá? En este momento no recuerdo qué fue, ¡pero fue algo tan divertido!

      Tras una o dos horas pasadas en lo que su madre denominaba una tranquila charla o, de otra manera, incontables preguntas de la señora Jennings sobre todos sus conocidos, y risas sin ton ni son de la señora Palmer, la última propuso que todas la acompañaran a algunas tiendas esa mañana, a lo cual la señora Jennings y Elinor accedieron rápido, ya que también tenían algunas compras que hacer; y Marianne, aunque declinó la invitación en un primer momento, se dejó convencer de ir también.

      Era notorio que, dondequiera que fuesen, ella estaba siempre alerta. En Bond Street, sobre todo, donde se encontraba la mayor parte de los lugares que debían visitar, sus ojos se mantenían en constante búsqueda; y en cualquier tienda a la que entrara el grupo, ella, absorta en sus pensamientos, no lograba interesarse en nada de lo que tenía enfrente y que ocupaba a las demás. Inquieta e insatisfecha en todas partes, su hermana no logró que le diera su opinión sobre ningún artículo que quisiera comprar, aunque les atañera a ambas; no disfrutaba de nada; tan solo estaba impaciente por volver a casa de nuevo, y a duras penas logró controlar su aburrimiento ante el tedio que le producía la señora Palmer, cuyos ojos quedaban atrapados por cualquier cosa hermosa, cara o de última moda; que se enloquecía por comprar todo, no podía decidirse por nada, y perdía el tiempo entre el arrobamiento y la indecisión.

      Ya estaba avanzada la mañana cuando regresaron a casa; y no bien entraron, Marianne corrió como loca escaleras arriba, y cuando Elinor la siguió, la encontró alejándose de la mesa con desencajado semblante, que muy a las claras decía que Willoughby no había estado allí.

      —¿No han dejado ninguna carta para mí desde que nos hemos ido? —le preguntó al criado que en ese momento entraba con los paquetes. La contestación fue negativa—. ¿Está seguro? —le dijo. ¿Está seguro de que ningún criado, ningún conserje ha traído ninguna carta, ninguna nota?

      El hombre le contestó que no había venido nadie.

      —¡Qué extraño! —dijo Marianne en un tono bajo y lleno de desmoralización, al tiempo que se alejaba hacia la ventana.

      “¡En verdad, qué extraño!”, dijo Elinor para sí, mirando a su hermana con gran zozobra. “Si ella no supiera que él está en la ciudad, no le habría escrito como lo hizo; le habría escrito a Combe Magna; y si él está en la ciudad, ¡qué extraño que no haya venido ni escrito! ¡Ah, madre querida, debes estar equivocada al permitir un compromiso tan extraño y oscuro entre una hija tan joven y un hombre tan poco conocido! ¡Me muero por preguntar, pero cómo tomarán que yo meta las narices!”.

      Decidió, tras alguna reflexión, que si las apariencias se mantenían durante muchos días tan nefastas como lo eran en ese instante, le haría ver a su madre con el mayor énfasis posible la necesidad de investigar a fondo el asunto.

      La señora Palmer y dos damas mayores, conocidas íntimas de la señora Jennings, a quienes había encontrado e invitado en la mañana, cenaron con ellas. La primera las abandonó poco después del té para cumplir sus compromisos de la noche; y Elinor se vio obligada a completar una mesa de whist para las demás. Marianne no aportaba nada en estos casos, pues nunca había aprendido ese juego, pero aunque así quedaron las horas de la tarde a su entera libertad, no le fueron de mayor provecho en cuanto a distracción de lo que fueron para Elinor, porque transcurrieron para ella cargadas de toda la angustia de la espera y el dolor de la decepción. A ratos intentaba leer durante algunos minutos; pero pronto arrojaba a un lado el libro y se entregaba otra vez a la más interesante ocupación de recorrer la habitación de un lado a otro, una y otra vez, deteniéndose un momento cada vez que llegaba a la ventana, con la esperanza de escuchar el tan ansiado toque en la puerta.

      Capítulo XXVII

      —Si continúa este buen tiempo —dijo la señora Jennings cuando se encontraron en el desayuno a la mañana siguiente—, sir John no querrá abandonar Barton la próxima semana; es triste cosa para un deportista perderse un día de placer. ¡Pobrecitos! Los compadezco cuando eso les sucede... parecen tomárselo tan en serio.

      —Es verdad —exclamó Marianne contenta, y se encaminó hacia la ventana mientras hablaba, para ver cómo estaba el día—. No había pensado en eso. Este clima hará que muchos deportistas se queden en el campo.

      Fue un recuerdo con suerte, que le devolvió todo su buen ánimo.

      —En verdad es un tiempo extraordinario para ellos —continuó, mientras se sentaba a la mesa con aire optimista—. ¡Cómo estarán disfrutándolo! Pero —otra vez con algo de ansiedad—, no puede esperarse que dure demasiado. En esta época del año, y tras tantas lluvias, seguramente no seguirá así de bueno. Pronto llegarán las heladas, y lo más probable es que sean duras. Quizás en uno o dos días; este clima tan benigno no puede seguir mucho más... no, ¡quizá hiele esta noche!

      —En todo caso —dijo Elinor, con la intención de impedir que la señora Jennings pudiera adivinar los pensamientos de su hermana tan claramente como ella—, pienso que tendremos a sir John y a lady Middleton en la ciudad a fines de la próxima semana.

      —Claro, querida, te aseguro que sucederá como dices. Mary siempre se sale con la suya. “Y ahora”, elucubró en silencio Elinor, “Marianne escribirá a Combe en el correo de hoy”.

      Pero lo hizo tan reservado

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