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obligó a responder a una ofensiva como esta, y así, intentando sonreír, replicó:

      —¿Cree usted, señora, que mi hermana está comprometida con el señor Willoughby? Pensaba que había sido solo una broma, pero una cosa tan seria parece implicar algo más: por tanto, le suplico que no siga engañándose. Le puedo asegurar que nada me sorprendería más que escuchar que se iban a casar.

      —¡Qué vergüenza, señorita Dashwood, qué vergüenza! ¡Cómo puede decir eso! ¿Es que no sabemos que su unión es irrevocable... que estaban locamente enamorados desde la primera vez que se vieron? ¿Acaso no los vi juntos en Devonshire todos los días, y a todo lo largo de la jornada? ¿Y piensa que no sabía que su hermana vino a la ciudad conmigo con el propósito de comprar su ajuar de boda? Venga, venga; así no va a conseguir nada. Cree que porque usted disimula tan bien, nadie más se da cuenta de nada; pero no hay tal, créame, porque desde hace tiempo lo sabe todo el mundo en la ciudad. Yo se lo digo a todo el mundo, y lo mismo hace Charlotte.

      —De verdad, señora —le dijo Elinor con gran seriedad—, está equivocada. Realmente está haciendo algo muy poco caritativo al esparcir esa noticia, y llegará a darse cuenta de ello, aunque ahora no me crea.

      La señora Jennings volvió a reírse y Elinor no tuvo ánimo de continuar, pero ansiosa de todos modos por saber lo que había escrito Willoughby, voló a su habitación donde, al abrir la puerta, encontró a Marianne tirada en la cama, casi ahogada en llanto, con una carta en la mano y dos o tres más esparcidas a su alrededor. Elinor se acercó, pero sin decir palabra; y sentándose en la cama, le tomó una mano, la besó cariñosamente varias veces y luego estalló en sollozos en un comienzo casi tan violentos como los de Marianne. Esta última, aunque incapaz de hablar, pareció sentir toda la ternura de estos gestos, y tras algunos momentos de estar así unidas en la aflicción, puso todas las cartas en las manos de Elinor; y después, escondiéndose el rostro con un pañuelo, casi llegó a gritar de agonía. Elinor, aunque sabía que tal aflicción, por terrible que fuera de contemplar, debía seguir su curso, se mantuvo vigilante a su lado hasta que estos excesos de dolor de alguna manera habían tocado fondo; y luego, tomando ansiosamente la carta de Willoughby, leyó lo siguiente:

      «Bond Street, enero

      »Mi querida señora,

      »Acabo de tener el honor de recibir su carta, por la cual le ruego aceptar mis más sinceros agradecimientos. Me preocupa extraordinariamente saber que algo en mi comportamiento de anoche no contara con su aprobación; y aunque me siento incapaz de descubrir en qué pude ser tan desgraciado como para ofenderla, le ruego me perdone lo que puedo asegurarle fue enteramente involuntario. Jamás recordaré mi relación con su familia en Devonshire sin el gusto y reconocimiento más profundos, y quisiera pensar que no la romperá ningún error o mala interpretación de mis acciones. Estimo muy sinceramente a toda su familia; pero si he sido tan desventurado como para dar pie a que mis sentimientos se creyeran mayores de lo que son o de lo que quise demostrar, mucho me recriminaré por no haber sido más comedido en las manifestaciones de ese aprecio. Que alguna vez haya querido decir más, aceptará que es imposible cuando sepa que mis afectos han estado comprometidos desde hace mucho en otra parte, y no transcurrirán muchas semanas, creo, antes de que se cumpla este compromiso. Es con gran abatimiento que obedezco su orden de devolverle las cartas con que me ha honrado, y el mechón de sus cabellos que tan graciosamente me concedió.

      »Quedo, querida señora, como su más obediente y humilde servidor,

      John Willoughby»

      Puede imaginarse con qué rabia leyó la señorita Dashwood una carta como esta. Aunque desde antes de leerla sabía que debía contener una confesión de su infidelidad y confirmar su separación definitiva, ¡no imaginaba que se pudiera utilizar tal lenguaje para anunciarlo! Tampoco habría supuesto a Willoughby capaz de apartarse tanto de las cortesías propias de un sentir honorable y delicado... tan lejos estaba de la corrección propia de un caballero como para mandar una carta tan villanamente cruel: una carta que, en vez de acompañar sus deseos de quedar libre con alguna manifestación de contrición, no reconocía ninguna violación de la confianza, negaba que hubiera existido ningún afecto especial..., una carta en la cual cada línea era un agravio y que proclamaba que su autor estaba enfangado profundamente en la más encallecida vileza.

      Se detuvo en ella durante algún tiempo con indignado asombro; luego la volvió a leer una y otra vez; pero cada relectura sirvió tan solo para aumentar su desprecio por ese hombre, y tan amargos eran sus sentimientos hacia él que no se atrevía a darse permiso para hablar, a riesgo de profundizar en las heridas de Marianne al presentar el fin de su compromiso no como una pérdida para ella de algún bien posible, sino como el haber escapado del peor y más irremediable de los males, la unión de por vida con un hombre sin moral; como una muy verdadera liberación, una muy gran bendición.

      En su intensa meditación sobre el contenido de la carta, sobre la depravación de la mente que pudo dictarla y, probablemente, sobre la muy diferente naturaleza de una persona muy distinta, que no tenía otra relación con el asunto que la que su corazón le asignaba con cada cosa que ocurría, Elinor olvidó la pena de su hermana allí frente a ella, olvidó las tres cartas en su regazo que todavía no había leído, y de manera tan completa olvidó el tiempo que había estado en la habitación, que cuando al escuchar un coche llegando a la puerta se acercó a la ventana para ver quién venía a horas tan sorpresivamente tempranas, fue todo asombro al reparar en que era el carruaje de la señora Jennings, que sabía no había sido ordenado sino hasta la una. Decidida a no dejar a Marianne, aunque sin ninguna esperanza de poder contribuir en ese instante a su sosiego, se apresuró a salir para disculparse de acompañar a la señora Jennings, dado que su hermana se sentía indispuesta. La señora Jennings, con una alegre preocupación por el motivo de la excusa, la aceptó con toda facilidad, y Elinor, tras despedirse de ella y ver que partía sin problemas, volvió donde Marianne; la encontró intentando levantarse de la cama y alcanzó a llegar a su lado justo a tiempo para impedir que cayera al suelo, débil y aturdida por una prolongada falta de adecuado descanso y alimento, pues eran muchos los días que había pasado sin probar bocado, y muchas las noches desde la última vez que había dormido de verdad; y ahora, cuando su mente ya no se sostenía llena de fiebre, se vieron las consecuencias de todo ello en una cabeza adolorida, un estómago debilitado y una fragilidad nerviosa general. Un vaso de vino, que Elinor de inmediato le trajo, la restauró algo, y por fin fue capaz de expresar parte de su cariño al decir:

      —¡Pobre Elinor! ¡Cuántas penas te doy!

      —Solo desearía —manifestó su hermana— que hubiera algo que pudiera hacer para consolarte.

      Esto, al igual que habría ocurrido con cualquier otra cosa, fue demasiado para Marianne, que solo pudo exclamar con toda la angustia de su corazón, “¡Ay, Elinor, que miserable me siento”, antes de que el llanto ahogaran totalmente su voz.

      Elinor no pudo seguir contemplando en silencio este torrente de dolor que fluía sin encontrar obstáculo.

      —Haz un esfuerzo, Marianne —la conminó—, o te matarás y, junto contigo, a todos los que te aman. Piensa en tu madre; piensa en su pena al saber que tú sufres; por ella, tienes que dominarte.

      —No puedo, no puedo —exclamó Marianne—; déjame, déjame si te hago sufrir; déjame, ódiame, olvídame; pero no me tortures de esta manera. ¡Ay! ¡Qué fácil es para quienes no tienen penas propias hablar de esfuerzo! Feliz, feliz Elinor, tú no puedes tener idea de lo que sufro.

      —¡A mí me llamas feliz, Marianne! ¡Ah! ¡Si supieras! ¡Y cómo crees que pueda serlo viéndote tan desgraciada!

      —Perdóname, perdóname —repitió abrazándola—; sé que me compadeces; sé cuán buen corazón tienes; pero incluso así eres... debes ser feliz; Edward te ama... ¡Qué, dime qué podría matar una felicidad como esa!

      —Muchas, muchas circunstancias —dijo Elinor muy seriamente.

      —No, no, no —exclamó Marianne con voz enardecida—; él te ama, a ti y a nadie más que a ti. No puedes tener aflicción alguna.

      —No puedo ser feliz mientras te

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