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sobre los preparativos y otros asuntos. Sobre todo, recuerdo una cosa, porque me permitió identificar al hombre con mayor exactitud: tan pronto finalizara la ceremonia partirían a Combe Magna, su propiedad en Somersetshire. ¡No se imagina mi sorpresa! Pero me sería imposible describir lo que sentí. La tan comunicativa dama, se me informó al preguntarlo, porque permanecí en la tienda hasta que se hubieron ido, era una tal señora Ellison; y ese, según me han dicho, es el nombre del tutor de la señorita Grey.

      —Sí lo es. Pero, ¿escuchó también que la señorita Grey tiene cincuenta mil libras? Eso puede explicarlo, si es que algo puede hacerlo.

      —Podría ser así; pero Willoughby es capaz... al menos eso creo —se interrumpió durante un momento, y después agregó en una voz que parecía desconfiar de sí misma—; y su hermana, ¿cómo lo ha...?

      —Su sufrimiento ha sido extraordinario. Tan solo me queda esperar que sea proporcionalmente corto. Ha sido, es la más cruel aflicción. Hasta ayer, creo, ella nunca dudó del afecto de Willoughby; e incluso ahora, quizá... pero, por mi parte, tengo casi la certeza de que él nunca estuvo realmente interesado en ella. ¡Ha sido tan villano! Y, en algunas cosas, parece haber una cierta perfidia en él.

      —¡Ah! —dijo el coronel Brandon—, por cierto que la hay. Pero su hermana no... me parece habérselo oído comentar a usted... no piensa lo mismo, ¿no?

      —Usted sabe cómo es ella, y se imaginará de qué manera lo justificaría si estuviera en su mano.

      Él no contestó; y poco después, como se retirara el servicio de té y se formaran los grupos para jugar a las cartas, debieron dejar de lado el tema. La señora Jennings, que los había observado conversar con gran complacencia y que esperaba ver cómo las palabras de la señorita Dashwood producían en el coronel Brandon un instantánea alegría, semejante a la que correspondería a un hombre en la flor de la juventud, de la esperanza y de la felicidad, llena de sorpresa lo vio permanecer toda la tarde más pensativo y más serio que nunca.

      Capítulo XXXI

      Tras una noche en que había dormido más de lo esperado, Marianne despertó a la mañana siguiente para encontrarse sabiéndose tan desgraciada como cuando había cerrado los ojos.

      Elinor la animó cuanto pudo a hablar de lo que sentía; y antes de que estuviera listo el desayuno, habían repasado la situación una y otra vez, Elinor sin alterar su tranquila certeza y afectuosos consejos, y Marianne manteniendo el apasionamiento de sus emociones y cambiando una y otra vez sus opiniones. A ratos creía a Willoughby tan desgraciado e inocente como ella; y en otros, se desconsolaba ante la imposibilidad de perdonarlo. En un momento le eran totalmente indiferentes los comentarios del mundo, al siguiente se retiraría de él para siempre, y luego iba a resistirlo con toda su fuerza. En una cosa, sin embargo, permanecía constante al tratarse ese punto: en evitar, siempre que fuera posible, la presencia de la señora Jennings, y en su decisión de continuar en absoluto silencio cuando se viera obligada a soportarla. Su corazón se rehusaba a creer que la señora Jennings pudiera participar en su dolor con alguna conmiseración.

      —No, no, no, no puede ser —exclamó—, ella es incapaz de sentir. Su afabilidad no es compasión; su buen carácter no es cariño. Todo lo que le interesa es cotillear, y solo le gusto porque le doy material para hacerlo.

      Elinor no necesitaba escuchar esto para darse cuenta de cuántas injusticias podía cometer su hermana, arrastrada por el irritable refinamiento de su retorcida mente cuando se trataba de opinar sobre los demás, y la excesiva importancia que atribuía a las amabilidades propias de una gran sensibilidad y a la cortesía de los modales refinados. Al igual que medio mundo, si más de medio mundo fuera inteligente y bueno, Marianne, con sus excelentes cualidades y excelente formación, no era ni razonable ni justa. Aguardaba que los demás tuvieran sus mismas opiniones y sentimientos, y calificaba sus motivos por el efecto inmediato que tenían sus acciones en ella. Fue en esta situación que, mientras las hermanas estaban en su habitación después del desayuno, sucedió algo que rebajó aún más su opinión sobre la calidad de los sentimientos de la señora Jennings; pues, por su propia debilidad, permitió que le ocasionara un nuevo sufrimiento, aunque la buena señora había estado guiada por la mejor intención.

      Con una carta en su mano extendida y una alegre sonrisa nacida de la convicción de ser portadora de alivio, entró en la habitación diciendo:

      —Mire, querida, le traigo algo que estoy segura le reconfortará.

      Marianne no necesitaba escuchar más. En un instante su imaginación le puso por delante una carta de Willoughby, llena de ternura y arrepentimiento, que explicaba lo ocurrido a toda satisfacción y de manera convincente, seguida de inmediato por Willoughby en persona, abalanzándose a la habitación para reforzar, a sus pies y con la elocuencia de su mirada, las declaraciones de su carta. La obra de un momento fue destruida por la realidad. Frente a ella estaba la escritura de su madre, que hasta entonces nunca había sido mal recibida; y en la agudeza de su desilusión tras un éxtasis que había sido de algo más que esperanza, sintió como si, hasta ese instante, jamás hubiera sufrido.

      No tenía adjetivo para la crueldad de la señora Jennings, aunque ciertamente hubiera sabido cómo llamarla en sus momentos de más feliz elocuencia; ahora solo podía reprochársela mediante las lágrimas que le arrasaron los ojos con apasionada violencia; un reproche, sin embargo, tan por completo desperdiciado en aquella a quien estaba dirigido, que esta, tras muchas expresiones de compasión, se retiró sin dejar de encomendarle la carta como gran consuelo. Pero cuando tuvo la tranquilidad suficiente para leerla, fue poco el alivio que encontró en ella. Cada línea estaba llena de Willoughby. La señora Dashwood, todavía confiada en su compromiso y creyendo con la calidez de siempre en la lealtad del joven, solo por la insistencia de Elinor se había decidido a exigir de Marianne una mayor sinceridad hacia ambas, y esto con tal cariño hacia ella, tal afecto por Willoughby y tal certeza sobre la felicidad que cada uno encontraría en el otro, que no pudo dejar de llorar sin parar hasta terminar de leer.

      De nuevo se despertó en Marianne toda su impaciencia por volver a casa; nunca su madre le había sido más querida, incluso por el mismo exceso de su equivocada confianza en Willoughby, y anhelaba desesperadamente haber partido ya. Elinor, incapaz de decidir por sí misma qué sería mejor para Marianne, si estar en Londres o en Barton, no le ofreció otro consuelo que la recomendación de paciencia hasta que conocieran los deseos de su madre; y finalmente logró que su hermana consintiera aguardar hasta saberlo.

      La señora Jennings salió más temprano que de costumbre, pues no podía quedarse tranquila hasta que los Middleton y los Palmer pudieran lamentarse tanto como ella; y rehusando terminantemente el ofrecimiento de Elinor de acompañarla, salió sola durante el resto de la mañana. Elinor, con el corazón deprimido, consciente del dolor que iba a causar y dándose cuenta por la carta a Marianne del escaso éxito que había tenido en preparar a su madre, se sentó a escribirle relatándole lo ocurrido y a pedirle que las guiara en cómo debían obrar en adelante. Marianne, entretanto, que había acudido a la sala al salir la señora Jennings, se mantuvo inmóvil junto a la mesa donde Elinor escribía, observando cómo avanzaba su pluma, lamentando la dureza de su tarea, y lamentando con más aprecio aún el efecto que tendría en su madre.

      Llevaban en esto alrededor de un cuarto de hora cuando Marianne, cuyos nervios no soportaban en ese instante ningún ruido súbito, se sobresaltó al escuchar un golpe en la puerta.

      —¿Quién puede ser? —exclamó Elinor—. ¡Y tan temprano! Creía que estábamos a cubierto.

      Marianne se aproximó a la ventana.

      —Es el coronel Brandon —dijo, molesta—. Nunca estamos protegidos de él.

      —Como la señora Jennings está fuera, no entrará.

      —Yo no confiaría en eso —retirándose a su habitación—. Un hombre que no sabe qué hacer con su tiempo no tiene conciencia alguna de su indiscreción en el de los demás.

      Los hechos ratificaron su suposición, aunque estuviera basada en la injusticia y el error, porque el coronel Brandon sí entró; y Elinor, que estaba convencida de que su preocupación

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