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encontré con la señora Jennings en Bond Street —le confesó, tras el primer saludo—, y ella me animó a venir; y no le fue difícil hacerlo, porque pensé que sería probable encontrarla a usted sola, que era lo que deseaba. Mi propósito... mi deseo, mi único deseo al querer eso... espero, creo que así es... es poder dar alivio... no, no debo decir alivio, no alivio momentáneo, sino una certeza, una perdurable certeza para su hermana. Mi consideración por ella, por usted, por su madre, espero me permita probársela mediante el relato de ciertas circunstancias, que nada sino una muy sincera consideración, nada sino el deseo de serles útil... creo que lo merecen. Aunque, si he debido pasar tantas horas intentando convencerme de que tengo la razón, ¿no habrá motivos para temer estar equivocado? —interrogó.

      —Lo comprendo —dijo Elinor—. Tiene algo que decirme del señor Willoughby que pondrá aún más a la vista su villanía. Decirlo será el mayor signo de amistad que puede mostrar por Marianne. Cualquier información dirigida a ese fin merecerá mi inmediata gratitud, y la de ella vendrá con el tiempo. Por favor, se lo suplico, cuéntemelo.

      —Lo haré; y, para ser breve, cuando dejé Barton el pasado octubre... pero así no lo entenderá. Debo retroceder más todavía. Se dará cuenta de que soy un narrador muy torpe, señorita Dashwood; ni siquiera sé dónde empezar. Creo que será necesario contarle muy brevemente sobre mí, y seré muy breve. En un tema como este —suspiró profundamente— estaré poco tentado a extenderme.

      Se interrumpió un momento para ordenar sus recuerdos y después, con otro lamento, continuó:

      —Probablemente habrá olvidado por completo una conversación (no se supone que haya hecho ninguna impresión en usted), una conversación que tuvimos una noche en Barton Park, una noche en que había un baile, en la cual yo mencioné una dama que había conocido hace tiempo y que se parecía, en cierto modo, a su hermana Marianne.

      —En verdad —contestó Elinor—, lo recuerdo.

      El coronel pareció complacido por este rememorar del pasado, y añadió:

      —Si no me engaña la incertidumbre, la arbitrariedad de un dulce recuerdo, hay un gran parecido entre ellas, en mentalidad y en aspecto: la misma intensidad en sus sentimientos, la misma fuerza de imaginación y vehemencia de espíritu. Esta dama era una de mis parientes más cercanas, huérfana desde la infancia y bajo la tutela de mi padre. Teníamos casi la misma edad, y desde nuestros más tempranos años fuimos compañeros de juegos y amigos. No puedo recordar algún momento en que no haya querido a Eliza; y mi afecto por ella, a medida que crecíamos, fue tal que quizá, juzgando por mi actual carácter retraído y mi tan poco alegre seriedad, usted me crea incapaz de haberlo sentido. El de ella hacia mí fue, así lo creo, tan apasionado como el de su hermana al señor Willoughby y, aunque por motivos diferentes, no menos desafortunado. A los diecisiete años la perdí para siempre. Se casó, en contra de su voluntad, con mi hermano. Era dueña de una gran fortuna, y las propiedades de mi familia bastante importantes. Y esto, me temo, es todo lo que se puede decir respecto a la conducta de quien era al mismo tiempo su tío y tutor. Mi hermano no se la merecía; ni siquiera la estimaba. Yo había tenido la esperanza de que su afecto por mí la sostendría ante todas las dificultades, y por un tiempo así fue; pero finalmente la desgraciada situación en que vivía, porque debía soportar las mayores inclemencias, fue más fuerte que ella, y aunque me había prometido que nada... ¡pero cuán a ciegas avanzo en mi relato! No le he dicho cómo fue que ocurrió esto. Estábamos a pocas horas de huir juntos a Escocia. La falsedad, o la necedad de la doncella de mi prima nos traicionó. Fui expulsado a la casa de un pariente muy lejano, y a ella no se le permitió ninguna libertad, ninguna compañía ni diversión, hasta que convencieron a mi padre de que cediera. Yo había confiado demasiado en la fortaleza de Eliza, y el golpe fue muy duro. Pero si su matrimonio hubiese sido feliz, joven como era yo en ese entonces, en unos pocos meses habría terminado aceptándolo, o al menos no tendría que lamentarlo ahora. Pero no fue ese el caso. Mi hermano no tenía consideración alguna por ella; sus diversiones no eran las correctas, y desde un comienzo la trató de manera deshonrosa. La consecuencia de esto sobre una mente tan joven, tan vivaz, tan falta de experiencia como la de la señora Brandon, no fue sino la normal. Al comienzo se resignó a la desdicha de su situación; y esta hubiera sido feliz si ella no hubiera dedicado su vida a vencer el pesar que le ocasionaba mi recuerdo. Pero, ¿puede extrañarnos que con tal marido, que empujaba a la infidelidad, y sin un amigo que la aconsejara o la frenara (porque mi padre solo vivió algunos meses más después de que se casaron, y yo estaba con mi regimiento en las Indias Orientales), ella haya caído? Si yo me hubiera quedado en Inglaterra, quizá... pero mi intención era procurar la felicidad de ambos poniendo tierra de por medio durante algunos años, y con tal propósito había obtenido mi traslado. El golpe que su matrimonio significó para mí —continuó con voz nerviosa— no fue nada, fue algo trivial, si se lo compara con lo que sentí cuando, alrededor de dos años después, supe de su divorcio. Fue esa la causa de esta tristeza... incluso ahora, el recuerdo de lo que sufrí...

      Sin poder seguir hablando, se levantó de súbito y se dedicó a dar vueltas durante algunos minutos por la habitación. Elinor, afectada por su relato, y todavía más por su congoja, tampoco pudo decir palabra. Él vio su aflicción y, acercándosele, tomó una de sus manos entre las suyas, la oprimió y besó con agradecido respeto. Unos pocos minutos más de silencioso esfuerzo le permitieron continuar con una cierta compostura.

      —Pasaron unos tres años después de este desventurado período, antes de que yo regresara a Inglaterra. Mi primera preocupación, cuando llegué, naturalmente fue buscarla. Pero la búsqueda fue tan infructuosa como desgraciada. No pude rastrear sus pasos más allá del primero que la sedujo, y todo hacía temer que se había alejado de él solo para hundirse más profundamente en una vida de pecado. Su asignación legal no se correspondía con su fortuna ni era suficiente para subsistir con alguna holgura, y supe por mi hermano que algunos meses atrás le había dado poder a otra persona para recibirla. Él se imaginaba, y tranquilamente podía imaginárselo, que la malversación, y la consecuente angustia, la habían obligado a disponer de su dinero para solucionar algún problema perentorio. Por fin, sin embargo, y cuando habían transcurrido seis meses desde mi llegada a Inglaterra, pude encontrarla. El interés por un antiguo criado que, después de haber dejado mi servicio, había caído en desgracia, me llevó a visitarlo en un lugar de detención donde lo habían recluido por deudas; y allí, en el mismo lugar, en igual reclusión, se encontraba mi desgraciada hermana. ¡Tan cambiada, tan deslucida, desgastada por todo tipo de sufrimientos! A duras penas podía creer que la triste y enferma figura que tenía frente a mí fuera lo que quedaba de la adorable, floreciente, saludable muchacha de quien alguna vez había estado enamorado. Cuánto dolor hube de soportar al verla así... pero no tengo derecho a herir sus sentimientos al intentar describirlo. Ya la he hecho sufrir bastante. Que, según todas las apariencias, estaba en las últimas etapas de la tuberculosis, fue... sí, en tal situación fue mi mayor alivio. Nada podía hacer ya la vida por ella, más allá de darle tiempo para mejor prepararse a morir; y eso se le concedió. Hice que tuviera un alojamiento confortable y con la atención necesaria; la visité a diario durante el resto de su corta vida: estuve a su lado en sus últimos instantes.

      Nuevamente se detuvo, intentando recobrarse; y Elinor dio salida a sus sentimientos a través de una cariñosa exclamación de desconsuelo por el destino de su desafortunado amigo.

      —Espero que su hermana no se ofenderá —dijo— por la semejanza que he imaginado entre ella y mi pobre infortunada pariente. El destino, y la fortuna que les tocó en suerte, no pueden ser iguales; y si la dulce disposición natural de una hubiera sido vigilada por alguien más firme, o hubiera tenido un matrimonio más feliz, habría llegado a ser todo lo que usted alcanzará a ver que la otra será. Pero, ¿a qué nos lleva todo esto? Creo haberla angustiado por nada. ¡Ah, señorita Dashwood! Un tema como este, silenciado durante catorce años... ¡es peligroso incluso tocarlo! Tengo que concentrarme... ser más breve. Ella dejó a mi cuidado a su única hija, una niñita por ese entonces de tres años de edad, fruto de su primera relación pecaminosa. Ella amaba a esa niña, y siempre la había mantenido a su lado. Fue su tesoro más valioso y preciado el que me encomendó, y gustoso me habría hecho cargo de ella en el más estricto sentido, cuidando yo mismo de su educación,

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