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no se había alejado de la casa desde el momento en que recibió el primer golpe, para que poco a poco volviera a salir como antes.

      Alrededor de esas fechas, las dos señoritas Steele, recién llegadas al hogar de su prima en Bartlett’s Building, Holbom, aparecieron de nuevo en la casa de sus más importantes parientes en Conduit y Berkeley Street, lugares ambos en que fueron recibidas con la mayor deferencia.

      Elinor solo pudo lamentar verlas. Su presencia siempre se le hacía inoportuna, y le costaba mucho responder con alguna gentileza al abrumador placer mostrado por Lucy al descubrir que todavía se encontraban en la ciudad.

      —Me habría sentido muy decepcionada si ya no la hubiera visto aquí —repetía una y otra vez, con una fuerte entonación en la palabra—. Pero siempre pensé que sí iba a estar. Estaba casi segura de que no se iba a ir de Londres por un buen tiempo todavía; aunque usted en Barton me dijo, ¿recuerda?, que no iba a permanecer más de un mes. Pero en ese instante pensé que lo más probable era que cambiara de opinión cuando llegara el momento. Habría sido una lástima tan grande haberse ido antes de la llegada de su hermano y su cuñada. Y ahora, con toda seguridad, no tendrá ningún apuro en irse. Estoy muy contenta de que no haya mantenido su palabra.

      Elinor la comprendió totalmente, y se vio obligada a recurrir a todo su dominio sobre sí misma para aparentar que no era así.

      —Bien, querida —dijo la señora Jennings—, ¿y en qué se vinieron?

      —No en la diligencia, se lo aseguro —respondió la señorita Steele con instantáneo contento—; vinimos en coche de posta todo el camino, en la compañía de un joven muy elegante. El reverendo Davies venía a la ciudad, así que pensamos alquilar juntos un coche; se comportó de la manera más amable, y pagó diez o doce chelines más que nosotras.

      —¡Vaya, vaya! —exclamó la señora Jennings—. ¡Muy bonito! Y el reverendo está soltero, supongo.

      —Ahí tiene —dijo la señorita Steele, con una sonrisita preparada—; todo el mundo me hace burla con el reverendo, y no me imagino por qué. Mis primas dicen estar seguras de que hice una conquista; pero, por mi parte, les aseguro que nunca he pensado ni un minuto en él. “¡Cielo santo, aquí viene tu galán, Nancy!”, me dijo mi prima el otro día, cuando lo vio cruzando la calle hacia la casa. “¡Mi galán, qué va!”, le dije yo, “No puedo imaginar a quién te refieres. El reverendo no es de ningún modo pretendiente mío”.

      —Claro, claro, todo eso suena muy bien... pero no servirá de nada: el reverendo es el hombre, ya lo creo.

      —¡No, de ningún modo! —respondió su prima con afectada ansiedad—, y le pido que lo desmienta si alguna vez lo oye mencionar.

      La señora Jennings le dio de inmediato todas las seguridades del caso de que por cierto no lo haría, haciendo completamente feliz a la señorita Steele.

      —Supongo que irá a quedarse con su hermano y su hermana, señorita Dashwood, cuando ellos vengan a la ciudad —dijo Lucy, volviendo a la cuestión tras un cese en las insinuaciones picarescas.

      —No, no creo que lo hagamos.

      —Oh, sí, yo diría que sí.

      Elinor no quiso darle el gusto y seguir con sus negativas.

      —¡Qué agradable que la señora Dashwood pueda prescindir de ustedes dos durante tanto tiempo seguido!

      —¡Tanto tiempo, qué va! —interpuso la señora Jennings—. ¡Pero si la visita recién comienza!

      Tal respuesta hizo enmudecer a Lucy.

      —Lamento que no podamos ver a su hermana, señorita Dashwood —dijo la señorita Steele—. Siento mucho que no esté bien —pues Marianne había abandonado la habitación a su llegada.

      —Es usted muy amable. También a mi hermana le sabrá mal haberse perdido el placer de verlas; pero últimamente ha estado muy afectada con dolores de cabeza nerviosos, que la inhabilitan para las visitas o la conversación.

      —¡Ay, querida, qué lástima! Pero tratándose de viejas amigas como Lucy y yo... quizá querría vernos a nosotras; y le aseguro que no hablaríamos.

      Elinor, con la mayor amabilidad, declinó la proposición. “Quizá su hermana estaba en la cama, o en bata, y, por tanto, no podía venir a verlas”.

      —Ah, pero si eso es todo —exclamó la señorita Steele— igual podemos ir nosotras a verla a ella.

      Elinor comenzó a encontrarse inerme de soportar tanta impertinencia; pero se salvó de tener que controlarse por la enérgica actitud de Lucy a Anne, que aunque quitaba bastante dulzura a sus modales, ahora, como en tantas otras ocasiones, sirvió para dominar los de su hermana.

      Capítulo XXXIII

      Tras una cierta resistencia, Marianne cedió a los ruegos de su hermana y una mañana aceptó salir con ella y la señora Jennings durante media hora. Sin embargo, lo hizo con la expresa condición de que no efectuarían visitas y que se limitaría a acompañarlas a la joyería Gray en Sackville Street, donde Elinor estaba tratando el cambio de unas pocas alhajas de su madre que se veían anticuadas.

      Cuando se detuvieron en la puerta, la señora Jennings recordó que en el otro extremo de la calle vivía una señora a quien debía hacer una visita; y como nada tenía que hacer en la joyería de Gray, decidió que mientras sus jóvenes amigas cumplían su cometido, ella haría el suyo y después regresaría.

      Al subir las escalinatas, las señoritas Dashwood encontraron tal cantidad de personas delante de ellas que nadie parecía estar disponible para atender su solicitud, y se vieron obligadas a esperar. No les quedó más que sentarse cerca del extremo del mostrador que prometía un movimiento más rápido; solo un caballero se encontraba allí, y es probable que Elinor no dejara de tener la esperanza de despertar su amabilidad para que despacharan pronto su pedido. Pero la exactitud de su vista y la delicadeza de su gusto resultaron ser mayores que su amabilidad. Estaba encargando un estuche de mondadientes para sí mismo, y hasta que no decidió su tamaño, forma y adornos —que combinó a su gusto según su propia inventiva tras examinar y analizar durante un cuarto de hora todos los estuches de la tienda—, no se dio tiempo para prestar atención a las dos damas, salvo dos o tres miradas bastante osadas; un tipo de interés que sirvió para grabar en Elinor el recuerdo de una figura y rostro de acusada, natural y vulgar insignificancia, aunque acicalado a la última moda.

      Marianne se ahorró los molestos sentimientos de desagrado y resentimiento ante la impertinencia con que las había examinado y los petulantes modales con que el sujeto elegía los diferentes horrores de los distintos estuches que se le presentaban, permaneciendo ajena a todo ello; era capaz de abstraerse en sus pensamientos e ignorar todo lo que ocurría a su alrededor en la tienda del señor Gray con la misma facilidad que en su propia alcoba.

      Por fin el asunto fue solucionado. El marfil, el oro y las perlas, todos recibieron su emplazamiento, y tras fijar el último día en que su existencia podía sostenerse sin la posesión del estuche, el caballero se calzó los guantes con estudiada parsimonia y, arrojando otra mirada a las señoritas Dashwood, pero una mirada que más parecía pedir admiración que manifestarla, se retiró con un aire satisfecho en que se mezclaban una auténtica pavonería y una afectada indiferencia.

      Sin pérdida de tiempo, Elinor expuso su encargo y estaba a punto de concluirlo cuando otro caballero se colocó a su lado. Se volvió a mirarlo, y con algo de sorpresa se encontró con que era su hermano.

      El afecto y alegría que mostraron al encontrarse fue bastante para hacerlos creíbles en la tienda del señor Gray. En verdad, John Dashwood estaba lejos de lamentar volver a ver a sus hermanas; más bien, los tres se pusieron contentos y él indagó acerca de la madre de ellas de forma cortés y atenta.

      Elinor se enteró de que él y Fanny llevaban dos días en la ciudad.

      —Tenía grandes deseos de haberlas visitado ayer —manifestó John—, pero fue imposible, porque tuvimos que llevar a Harry a ver a los animales salvajes en Exeter

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