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aunque Lucy de ninguna manera era elegante, y su hermana ni tan solo bien educada, estaba tan dispuesta como sir John a invitarlas a pasar una o dos semanas en Conduit Street; y apenas supieron de la invitación de los Dashwood, las señoritas Steele encontraron que les era muy necesario llegar unos pocos días antes del señalado para la fiesta.

      Sus intentos de atraer la atención de la señora de John Dashwood presentándose como las sobrinas del caballero que durante muchos años había estado al cuidado de su hermano no habrían sido muy positivos, sin embargo, para procurarles un asiento a su mesa; pero como huéspedes de lady Middleton debían ser bien acogidas; y Lucy, que por tanto tiempo había deseado conocer de cerca a la familia para tener una visión más próxima de sus caracteres y de los obstáculos que a ella se le presentarían, y a la vez la ocasión de esforzarse por agradarles, pocas veces había estado tan contenta en su vida como cuando recibió la tarjeta de la señora de John Dashwood.

      El efecto en Elinor fue todo lo contrario. Pronto comenzó a pensar que Edward, que vivía con su madre, debía estar invitado, al igual que su madre, a una cena organizada por su hermana; ¡y verlo por primera vez, después de todo lo ocurrido, en la compañía de Lucy! ¡No sabía si podría aguantarlo!

      Las percepciones de Elinor quizá no se basaban del todo en la razón, y por cierto no en la realidad. Hallaron lenitivo, sin embargo, no en sus propias reflexiones, sino en la buena voluntad de Lucy, que creyó infligirle una terrible desilusión al decirle que Edward de ninguna manera estaría en Harley Street el martes, e incluso tenía la esperanza de herirla todavía más convenciéndola de que tal inasistencia se debía al enorme afecto que sentía por ella, el cual era incapaz de ocultar cuando estaban juntos.

      Y llegó la importante fecha, ese día martes en que las dos jóvenes serían presentadas a su impresionante suegra.

      —¡Apiádese de mí, querida señorita Dashwood! —dijo Lucy, mientras subían juntas las escalinatas, pues los Middleton habían llegado tan poco después de la señora Jennings, que el criado los guio a todos a la vez—. Nadie más aquí sabe lo que siento. Apenas puedo aguantarme, se lo aseguro. ¡Válgame Dios! ¡En unos momentos veré a la persona de quien depende toda mi felicidad, la que va a ser mi madre!

      Elinor podría haber aliviado de inmediato su inquietud sugiriéndole la posibilidad de que fuera la madre de la señorita Morton, y no la de ella, la que estaban por conocer; pero en vez de hacer eso, le aseguró, y con gran sinceridad, que sí se apiadaba, y ello para gran sorpresa de Lucy, que aunque en verdad se sentía incómoda, esperaba al menos ser objeto de irrefrenable envidia por parte de Elinor.

      La señora Ferrars era una mujer pequeña y delgaducha, erguida hasta aparentar enfática en su aspecto, y seria hasta la acritud en su expresión. De cutis cetrino, sus facciones eran pequeñas, sin belleza ni expresividad natural; pero por azar una contracción del ceño la había salvado de la desgracia de un semblante soso, al dotarla de los recios rasgos del orgullo y el más agrio carácter. No era mujer de muchas palabras, puesto que, a diferencia del común de la gente, las adecuaba a la cantidad de sus ideas; y de las pocas sílabas que dejó caer, ni una sola estuvo dirigida a la señorita Dashwood, a quien miraba con la enérgica determinación de no encontrarle nada agradable por ningún motivo.

      A Elinor este comportamiento no podía herirla ahora. Unos pocos meses antes la habría afectado muchísimo, pero ya no estaba en manos de la señora Ferrars hacerla desgraciada; y la diferencia con que trataba a las señoritas Steele —una diferencia que parecía a propósito para hundirla todavía más— solo la divertía. No podía dejar de sonreír al ver la afabilidad de madre e hija dirigida precisamente hacia la persona —porque con ella distinguían en especial a Lucy— que, de haber sabido lo que ella sabía; habrían estado más deseosas de mortificar; en tanto que ella, que en comparación no tenía ningún poder para hacerlo, se veía lógicamente menospreciada por ambas. Pero mientras sonreía ante una afabilidad tan ficticia, no podía pensar en la repugnante necedad que la originaba, ni contemplar las estudiadas atenciones con que las señoritas Steele buscaban su prolongación sin el más absoluto desprecio por las cuatro.

      Lucy era toda alegría al sentirse tan honorablemente distinguida; y lo único que faltaba a la señorita Steele para alcanzar una perfecta felicidad era que le hicieran alguna insinuación sobre el reverendo Davies.

      La cena fue aparatosa, los criados eran incontables y todo hablaba de la inclinación de la dueña de casa al lujo y de la capacidad de respaldarla por parte del anfitrión. A pesar de las mejoras y agregados que le estaban haciendo a su propiedad en Norland, y a pesar de que su dueño había estado a unas pocas miles de libras de tener que venderla con pérdidas, nada parecía dar señales de esa indigencia que él había intentado aparentar de todo ello; no parecía haber pobreza de ninguna clase, excepto en la conversación... pero allí la deficiencia era considerable. John Dashwood no tenía mucho que decir que mereciera ser atendido, y su esposa aún menos. Pero esto no era ninguna desgracia en especial porque igual sucedía con la mayor parte de sus invitados, casi todos víctimas de una u otra de las siguientes impericias para ser considerado agradable: falta de juicio, ya sea natural o cultivado; falta de saber estar, falta de espíritu, falta de carácter, falta de todo.

      Cuando las señoras se retiraron al salón tras la cena esa falta de recursos se hizo particularmente visible, ya que los caballeros habían enriquecido la conversación con una cierta variedad —la variedad de la política, del cerco de las tierras y de la doma de caballos—, pero todo eso finalizó y un solo tema ocupó a las señoras hasta la llegada del café, y este fue comparar las respectivas estaturas de Harry Dashwood y el segundo hijo de lady Middleton, William, que tenían aproximadamente la misma edad.

      Si los dos niños hubieran estado allí, se podría haber dado por concluido el asunto midiéndolos de una vez; pero como solo estaba presente Harry, todo fue conjeturas por ambos lados, y cada cual tenía derecho a ser igualmente terminante en su opinión y a repetirla una y otra vez todas las veces que le viniera en gana.

      Se tomaron los siguientes partidos:

      Las dos madres, aunque cada una convencida de que su hijo era el más alto, cortésmente votaron a favor del otro.

      Las dos abuelas, con no menos parcialidad pero con mayor sinceridad, apoyaban con igual empeño a sus propios vástagos.

      Lucy, que por ningún motivo quería complacer a una madre menos que a la otra, pensaba que los dos muchachitos eran muy altos para su edad, y no podía concebir que hubiera ni siquiera la menor diferencia entre ellos; y la señorita Steele, con mayor afán todavía, se manifestó tan deprisa como pudo a favor de cada uno de ellos.

      Elinor, tras haberse decidido una vez por William, con lo que ofendió a la señora Ferrars, y a Fanny más todavía, no vio la necesidad de seguir diciendo tonterías; y Marianne, cuando se le pidió su parecer, ofendió a todo el mundo al declarar que no tenía ninguna opinión que dar, ya que nunca había pensado en ello.

      Antes de abandonar Norland, Elinor había pintado un par de pantallas muy bonitas para su cuñada, las cuales, recién montadas y traídas a la casa, decoraban su actual salón; y como estas pantallas atrajeran la mirada de John Dashwood al seguir a los otros caballeros a dicho aposento, las tomó y se las alargó solícitamente al coronel Brandon para que las ponderara.

      —Las hizo la mayor de mis hermanas —le dijo—, y a usted, como hombre de gusto, con toda seguridad le gustarán. No sé si ya ha visto alguna de sus obras antes, pero en general tiene fama de dibujar muy bien.

      El coronel, aunque confesando toda pretensión de ser un experto, admiró con gran emoción las pantallas, como lo habría hecho con cualquier cosa pintada por la señorita Dashwood; y como ello naturalmente despertó la curiosidad de los demás, las pinturas pasaron de mano en mano para ser examinadas por todos. La señora Ferrars, sin saber que eran obra de Elinor, pidió contemplarlas muy detenidamente; y tras haber sido agraciadas con la aprobación de lady Middleton, Fanny se las presentó a su madre, dejándole saber al mismo tiempo, de manera muy ponderada, que las había hecho la señorita Dashwood.

      —Mmm —dijo la señora Ferrars—, muy bonitas —y sin prestarles la menor atención, se las

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