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conferencia sobre estuches de mondadientes en la joyería del señor Gray. Poco después lo vio mirándola a ella, y hablándole a su hermano con toda familiaridad; y acababa de decidir que averiguaría su nombre con este último, cuando ambos se le acercaron y el señor Dashwood se lo presentó como el señor Robert Ferrars.

      Se dirigió a ella con desenvuelta cortesía y torció su cabeza en una inclinación que le hizo ver tan claramente como lo habrían hecho las palabras, que era exactamente el fanfarrón que le había descrito Lucy. Habría sido una suerte para ella si su afecto por Edward dependiera menos de sus propios méritos que del mérito de sus parientes más cercanos. Pues en tales circunstancias la inclinación de cabeza de su hermano le habría dado la puntilla final a lo que el mal humor de su madre y hermana habrían iniciado. Pero mientras reflexionaba con extrañeza sobre la diferencia entre los dos jóvenes, no le ocurrió que el vacío y orgullo de uno le quitara toda benevolencia de juicio hacia la modestia y valía del otro. Por supuesto que eran diferentes, le explicó Robert al describirse a sí mismo en el transcurso del cuarto de hora de conversación que mantuvieron; refiriéndose a su hermano, lamentó la extremada radicalización que, según él, le impedía alternar en la buena sociedad, atribuyéndola imparcial y generosamente mucho menos a una forma de ser innata que a la desgracia de haber sido educado por un preceptor particular; mientras que en su caso, aunque probablemente sin ninguna superioridad natural o material en especial, por la sencilla razón de haber gozado de las ventajas de la educación privada, estaba tan bien equipado como el que más para conquistar en el mundo.

      —A fe mía —añadió—, creo que de eso se trata todo, y así se lo digo con frecuencia a mi madre cuando se lamenta por ello. “Mi querida señora”, le digo siempre, “no debe seguir preocupándose. El daño ya es irreparable, y ha sido por completo obra suya. ¿Por qué se dejó persuadir por mi tío, sir Robert, en contra de su propio juicio, de colocar a Edward en manos de un preceptor particular en el momento más crítico de su vida? Si tan solo lo hubiera enviado a Westminster como lo hizo conmigo, en vez de enviarlo al establecimiento del señor Pratt, todo esto se habría evitado”. Así es como siempre considero todo este asunto, y mi madre está completamente convencida de su equivocación.

      Elinor no contradijo su opinión, puesto que, más allá de lo que creyera sobre las ventajas de la educación privada, no podía mirar con ningún tipo de satisfacción la estada de Edward en la familia del señor Pratt.

      —Creo que ustedes viven en Devonshire —fue su siguiente observación—, en una casita de campo cerca de Dawlish.

      Elinor lo corrigió en cuanto al emplazamiento, y a él pareció sorprenderle que alguien pudiera vivir en Devonshire sin vivir cerca de Dawlish. Le otorgó, sin embargo, su más cálida aprobación al tipo de casa de que se trataba.

      Elinor estuvo de acuerdo con todo ello, porque no creía que él mereciera el cumplido de una oposición racional.

      Como John Dashwood disfrutaba tan poco con la música como la mayor de sus hermanas, también había dejado a su mente en libertad de pensar; y fue así que esa noche se le ocurrió una idea que, al volver a casa, sometió a la aprobación de su esposa. La reflexión sobre el error de la señora Dennison al suponer que sus hermanas estaban hospedadas con ellos le había sugerido lo apropiado que sería tenerlas realmente como huéspedes mientras los compromisos de la señora Jennings la mantenían alejada del hogar. El gasto sería mínimo, y no mucho más los inconvenientes; y era, en definitiva, una atención que la delicadeza de su conciencia le señalaba como requisito para liberarse por completo de la promesa hecha a su padre. Fanny se asustó ante esta propuesta.

      —No veo cómo podría llevarse a cabo —dijo—, sin ofender a lady Middleton, puesto que pasan todos los días con ella; de no ser así, me complacería mucho hacerlo. Sabes bien que siempre estoy dispuesta a brindarles todas las atenciones que me son posibles, y así lo demuestra el hecho de haberlas llevado conmigo esta noche. Pero son invitadas de lady Middleton. ¿Cómo puedo pedirles que la dejen?

      Su esposo, aunque con gran humildad, no veía que sus peros fueran apabullantes.

      —Ya ha pasado una semana de esta forma en Conduit Street, y a lady Middleton no le disgustaría que ellas les dieran la misma cantidad de días a parientes tan próximos.

      Fanny hizo una breve pausa y luego, con renovado ímpetu, dijo:

      —Amor mío, se lo pediría de todo corazón, si estuviera en mi poder hacerlo. Pero acababa de decidir para mí misma pedir a las señoritas Steele que pasaran unos pocos días conmigo. Son unas jovencitas muy educadas y buenas; y pienso que les debemos esta deferencia, considerando lo bien que se portó su tío con Edward. Verás que podemos invitar a tus hermanas algún otro año; pero puede que las señoritas Steele ya no vuelvan a venir a la ciudad. Estoy segura de que te gustarán; de hecho, ya sabes que sí te gustan, y mucho, y lo mismo a mi madre; ¡y a Harry le gustan tanto!

      El señor Dashwood se dio por vencido. Entendió la necesidad de invitar a las señoritas Steele de inmediato, mientras la decisión de invitar a sus hermanas algún otro año tranquilizaba su conciencia; al mismo tiempo, sin embargo, tenía la perspicaz sospecha de que otro año haría innecesaria la invitación, ya que traería a Elinor a la ciudad como esposa del coronel Brandon, y a Marianne como huésped de ellos.

      Fanny, regocijándose por su forma de escurrir el bulto y orgullosa del rápido ingenio que se le había facilitado, le escribió a Lucy la mañana siguiente, rogándole su compañía y la de su hermana durante algunos días en Harley Street apenas lady Middleton pudiera prescindir de ellas. Ello fue suficiente para hacer a Lucy verdadera y razonablemente feliz. ¡La señora Dashwood parecía estar personalmente disponiendo las cosas en su favor, alimentando sus esperanzas, favoreciendo sus intenciones! Una ocasión tal de estar con Edward y su familia era, por sobre todas las cosas, de importancia decisiva para sus intereses; y la invitación, lo más grato que podía haber para sus sentimientos. Era una ocasión frente a la cual todo agradecimiento parecía mísero, e insuficiente la velocidad con que se la aprovechara; y respecto de la visita a lady Middleton, que hasta ese momento había tenido límites difusos, de súbito se descubrió que siempre había estado pensada para terminar en dos días más.

      Cuando a los diez minutos de haberla recibido le mostraron a Elinor la nota, debió compartir por primera vez parte de las expectativas de Lucy; tal muestra de desacostumbrada cortesía, dispensada a tan poco tiempo de conocerse, parecía anunciar que la buena voluntad hacia Lucy se originaba en algo más que una mera rabia hacia ella, y que el tiempo y la cercanía podrían llegar a favorecer a Lucy en todos sus

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