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entre sus situaciones, que ante la viva imaginación de ella parecería extraordinario, debiera revivir una vez más su propia desilusión. Pero ingrata como debía ser tal tarea, había que cumplirla y, en consecuencia, Elinor no la demoró.

      Lejos estaba de desear detenerse demasiado en sus propios sentimientos o de mostrar que sufría mucho, a no ser que el dominio sobre sí misma que había practicado desde el momento en que supo del compromiso de Edward le indicara que sería útil frente a Marianne. Su relato fue claro y sencillo; y aunque no pudo estar desprovisto de emoción, no fue acompañado ni de agitación violenta ni de arrebatos de dolor. Eso correspondía más a la oyente, porque Marianne escuchó todo horrorizada y lloró sin parar. Por lo general, Elinor tenía que consolar a los demás cuando ella estaba afligida tanto como cuando ellos lo estaban; y así, confortó a Marianne al ofrecerle la certidumbre de su propia tranquilidad y una vigorosa defensa de Edward frente a todos los cargos, salvo el de imprudencia.

      Pero Marianne no dio crédito durante un buen rato a ninguno de los argumentos de Elinor. Edward parecía un segundo Willoughby; y si Elinor admitía, como lo había hecho, que sí lo había amado de corazón, ¡cómo podía sentir menos que ella! En cuanto a Lucy Steele, la consideraba tan del todo despreciable, tan totalmente incapaz de atraer a ningún hombre con sentimientos, que no la iban a poder convencer primero de creer, y después de perdonar, que Edward hubiera sentido antes ningún afecto por ella. Ni siquiera admitía que hubiese sido algo normal; y Elinor abandonó sus esfuerzos, dejando que algún día la convenciera de que si así eran las cosas lo único que podía llegar a convencerla era un conocimiento más profundo del ser humano.

      En su primer intento de comunicación, no había podido ir más allá de establecer el hecho del compromiso y el tiempo que tenía de existencia. Irrumpieron entonces las emociones de Marianne, poniendo fin a todo orden en la descripción de los pormenores; y durante algunos momentos, todo lo que pudo hacerse fue calmar su aflicción, tranquilizar sus temores y combatir su resentimiento. La primera pregunta que hizo, y que abrió el camino a nuevos detalles, fue:

      —¿Y cuánto tiempo hace que lo sabes, Elinor? ¿Te ha escrito él?

      —Lo he sabido desde hace cuatro meses. Cuando Lucy fue por primera vez a Barton Park el pasado noviembre, me habló en privado de su compromiso. Ante estas palabras, Marianne expresó con sus ojos lo que sus labios no podían formular. Tras un momento de asombrado silencio, exclamó:

      —¡Cuatro meses! ¿Lo has sabido durante cuatro meses?

      Elinor lo afirmó con la cabeza.

      —¡Cómo! ¿Mientras cuidabas de mí cuando yo estaba sumida en el dolor, tu corazón cargaba con todo esto? ¡Y yo que te he echado en cara ser feliz!

      —No era bueno que en esos momentos tú supieras cuán opuesto a eso era mi sentir.

      —¡Cuatro meses! —volvió a exclamar Marianne—. ¡Y tú tan tranquila, tan alegre! ¿En qué te has sostenido?

      —En sentir que estaba cumpliendo mi obligación. Mi promesa a Lucy me imponía el secreto. Le debía a ella, entonces, evitar cualquier indicio de la verdad; y le debía a mi familia y a mis amigos evitarles una preocupación por causa mía que no estaría en mis manos solucionar.

      Lo anterior pareció sacudir fuertemente a Marianne.

      —Con frecuencia he querido sacarte a ti y a mamá del engaño —añadió Elinor—, y una o dos veces he intentado hacerlo; pero sin traicionar la confianza que habían depositado en mí, jamás las habría convencido.

      —¡Cuatro meses! ¡Y todavía lo amabas!

      —Sí, pero no lo amaba solo a él; y mientras me importara tanto el bienestar de otras personas, me alegraba ahorrarles el conocimiento de lo mucho que sufría. Ahora puedo pensar y hablar de todo ello sin afectarme demasiado. No querría que sufrieras por mi causa; porque te aseguro que yo ya no sufro mucho. Tengo muchas cosas en qué sustentarme. No creo haber causado esta desilusión con ninguna imprudencia mía y la he sobrellevado, en lo que me ha sido posible, sin pregonarla a los cuatro vientos. Absuelvo a Edward de toda conducta en esencia impropia. Le deseo mucha felicidad; y estoy tan segura de que siempre cumplirá con su deber que, aunque ahora pueda abrigar algún arrepentimiento, a la larga será feliz. Lucy no carece de juicio, y ese es el pilar sobre el que se puede construir todo lo que es bueno. Y después de todo, Marianne, después de lo fascinante que puede ser la idea de un amor único y permanente y de todo cuanto pueda ponderarse una felicidad que depende por completo de una persona en especial, las cosas no son así... no es adecuado... no es posible que lo sean. Edward se casará con Lucy; se casará con una mujer superior en aspecto e inteligencia a la mitad de las personas de su sexo; y el tiempo y la costumbre le enseñarán a olvidar que alguna vez creyó a alguna otra superior a ella.

      —Si es así como piensas —dijo Marianne—, si puede compensarse tan fácilmente la pérdida de lo que es más valioso, tu aplomo y tu dominio sobre ti misma son quizás un poco menos asombrosos. Se acercan más a lo que yo puedo comprender.

      —Te entiendo. Crees que mis sentimientos jamás han sido muy poderosos. Durante cuatro meses, Marianne, todo esto me ha pesado en la mente sin haber podido hablar de ello a nadie en el mundo; sabiendo que, cuando lo supieran, tú y mi madre serían enormemente desgraciadas, e incluso así impedida de prepararlas para ello ni en lo más mínimo. Me lo contó... de alguna manera me fue impuesto por la misma persona cuyo más antiguo compromiso destrozó todas mis expectativas; y me lo contó, así lo pensé, con aire de triunfo. Tuve, por tanto, que vencer las sospechas de esta persona intentando parecer indiferente allí donde mi interés era más hondo. Y no ha sido solo una vez; una y otra vez he tenido que escuchar sus esperanzas y alegrías. Me he sabido separada de Edward para siempre, sin saber ni siquiera una circunstancia que me hiciera desear menos la unión. Nada hay que lo haya hecho menos digno de estima, ni nada que asegure que le soy indiferente. He tenido que luchar contra la mala voluntad de su hermana y la insolencia de su madre, y he sufrido los castigos de querer a alguien sin lucrarme de sus ventajas. Y todo esto ha estado ocurriendo en momentos en que, como tan bien lo sabes, no era el único dolor que me afligía.

      Si puedes creerme capaz de sentir alguna vez... con toda seguridad podrías suponer que he sufrido ahora. La tranquila mesura con que actualmente he llegado a tomar lo ocurrido, el consuelo que he estado dispuesta a aceptar, han sido producto de un titánico esfuerzo; no llegaron por sí mismos; en un comienzo no contaba con ellos para aliviar mi espíritu... no, Marianne. Entonces, si no hubiera estado ligada al silencio, quizá nada... ni siquiera lo que le debía a mis amigos más queridos... me habría impedido mostrar abiertamente que era muy desgraciada.

      Marianne estaba completamente consternada.

      —¡Ay, Elinor! —exclamó—. Me has hecho odiarme para siempre. ¡Qué desalmada he sido contigo! Contigo, que has sido mi único alivio, que me has acompañado en toda mi miseria, ¡que parecías sufrir únicamente por mí! ¿Así es como te lo agradezco? ¿Es esta la única recompensa que puedo ofrecerte? Porque tu valía me aplastaba, he estado intentando desconocerla.

      A esta confesión siguieron las más tiernas caricias. Dado el estado de ánimo en que se encontraba ahora, Elinor no tuvo dificultad alguna para obtener de ella todas las promesas que requería; y a pedido suyo, Marianne se comprometió a no tocar nunca el tema con la más mínima apariencia de amargura; a estar con Lucy sin dejar traslucir el menor incremento en el desagrado que sentía por ella; e incluso a ver al mismo Edward, si el azar los juntaba, sin disminuir en nada su habitual cordialidad. Todas eran grandes concesiones, pero cuando Marianne sentía que había hecho algún daño, nada que pudiera hacer para repararlo le parecía mucho.

      Cumplió con creces su promesa de ser discreta. Prestó atención a todo lo que la señora Jennings tenía que decir sobre el tema sin mudar de color, no discrepó con ella en nada, y tres veces se la escuchó decir “Sí, señora”. Su única reacción al escucharla alabar a Lucy fue cambiar de asiento, y cuando la señora Jennings mencionó el cariño de Edward, tan solo se le hizo un nudo en la garganta. Tantos avances en el heroísmo de su hermana hicieron que Elinor se sintiera capaz de afrontar todo.

      La

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