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estar en el primer piso y, según creo haberle escuchado al ama de llaves, tiene cabida para quince camas...! ¡Y para usted también, acostumbrada a vivir en la casita de Barton! Parecía tan ridículo. Pero, querida, debemos sugerirle al coronel que modernice algo la rectoría, que la acomode para ellos antes de que llegue Lucy.

      —Pero el coronel Brandon no parece creer que el beneficio sea bastante para permitirles casarse.

      —El coronel es un papanatas, querida; como él tiene dos mil libras al año para vivir, cree que nadie puede casarse con menos. Le doy mi palabra de que, si estoy viva, haré una visita a la rectoría de Delaford antes de la fiesta de san Miguel; y créame que no pienso ir si Lucy no está allí.

      Elinor era de la misma opinión en cuanto a que probablemente no iban a aguardar más.

      Capítulo XLI

      Tras haber ido a agradecer al coronel Brandon, Edward se dirigió a casa de Lucy con su felicidad a cuestas; y esta era tan grande cuando llegó a Bartlett’s Buildings, que al día siguiente la joven pudo asegurarle a la señora Jennings, que la había ido a visitar para felicitarla, que nunca antes en toda su vida lo había visto tan alegre.

      Por lo menos la felicidad de Lucy y su estado de ánimo no dejaban lugar a dudas, y con gran entusiasmo se unió a la señora Jennings en sus expectativas de un grato encuentro en la rectoría de Delaford antes del día de san Miguel. Al mismo tiempo, estaba tan lejos de negar a Elinor el crédito que Edward le daría, que se refirió a su amistad por ambos con la más entusiasta gratitud, estaba pronta a reconocer cuánto le debían, y declaró abiertamente que ningún esfuerzo, presente o futuro, que realizara la señorita Dashwood en bien de ellos la sorprendería, puesto que la creía capaz de cualquier cosa por aquellos a quienes realmente apreciaba. En cuanto al coronel Brandon, no solo estaba dispuesta a adorarlo como a un santo, sino que, más aún, verdaderamente deseaba que en todas las cosas terrenales se lo tratara como tal; deseaba que las contribuciones que recibía aumentaran al máximo; y secretamente decidió que, una vez en Delaford, se valdría lo más posible de sus criados, su carruaje, sus vacas y sus gallinas.

      Había pasado ya una semana desde la visita de John Dashwood a Berkeley Street, y como desde entonces no habían tenido ninguna noticia sobre la indisposición de su esposa más allá de una averiguación verbal, Elinor comenzó a pensar que era necesario hacerle una visita. Sin embargo, tal obligación no solo iba en contra de sus propios principios, sino que, además, no encontraba ningún ánimo en sus compañeras. Marianne, no satisfecha con negarse absolutamente a ir, intentó con todas sus fuerzas impedir que fuera su hermana; y en cuanto a la señora Jennings, aunque su carruaje estaba siempre al servicio de Elinor, era tanto lo que le disgustaba la señora de John Dashwood, que ni el cotilleo de averiguar cómo estaba tras el tardío descubrimiento, ni su intenso deseo de agraviarla tomando partido por Edward, pudieron vencer su inclinación a estar de nuevo en su compañía. Como resultado, Elinor partió sola a una visita que nadie podía tener menos deseos de hacer, y a correr el riesgo de un tête-à-tête con una mujer que a nadie podía repugnarle con más motivos que a ella.

      Le dijeron que la señora Dashwood no estaba; pero antes de que el carruaje pudiera regresar, por casualidad salió su esposo. Manifestó gran placer en encontrarse con Elinor, le dijo que en ese momento iba a visitarlas a Berkeley Street, y asegurándole que Fanny estaría feliz de verla, la invitó a entrar.

      Subieron hasta la sala. Estaba vacía.

      —Supongo que Fanny está en su habitación —le dijo—; iré a buscarla de inmediato, porque estoy seguro de que no tendrá ningún inconveniente en verte a ti... lejos de ello, en realidad. Especialmente ahora... pero, de todos modos, tú y Marianne siempre fueron sus favoritas. ¿Por qué no vino Marianne?

      Elinor la disculpó lo mejor que supo.

      —No lamento verte a ti sola —replicó él—, porque tengo mucho que hablar contigo. Este beneficio del coronel Brandon, ¿es verdad? ¿Realmente se lo ha ofrecido a Edward? Lo escuché ayer por casualidad, e iba a verte con el propósito de averiguar más sobre ello.

      —Es completamente cierto. El coronel Brandon le ha conferido el beneficio de Delaford a Edward.

      —¿Es posible? ¡Qué inaudito! ¡No hay ninguna relación, ningún parentesco entre ellos! ¡Y ahora que los beneficios se negocian a un precio tan alto! ¿Cuánto da este?

      —Cerca de doscientas libras al año.

      —Muy bien, y para la siguiente postulación a un beneficio de ese valor, suponiendo que el último titular haya sido viejo y de mala salud, y lo fuera a dejar vacante luego, podría haber conseguido, digamos, mil cuatrocientas libras. ¿Y cómo es posible que no dejara listo ese asunto antes de que muriera esta persona? Por supuesto, ahora es muy tarde para venderlo, ¡pero alguien con la sensatez del coronel Brandon! ¡Me extraña que haya sido tan poco previsor en algo por lo que es tan usual, tan natural preocuparse! Bien, estoy convencido de que casi todos los seres humanos tienen enormes fallos.

      Pensando en ello, sin embargo, creo que esto puede ser lo que ha ocurrido: Edward mantendrá el beneficio hasta que la persona a quien el coronel realmente ha vendido la postulación tenga la edad suficiente para hacerse cargo de él. Sí, sí, es lo que ha sucedido, puedes estar segura.

      Elinor lo contradijo, sin embargo, por completo; y lo obligó a aceptar su autoridad en la materia contándole que el coronel Brandon le había encomendado a ella transmitir su ofrecimiento a Edward y, por tanto, tenía que entender bien los términos en que había sido realizado.

      —¡Es en verdad impensable! —exclamó él, después de escuchar sus palabras—. ¿Y qué motivo habrá tenido el coronel para hacerlo?

      —Uno muy sencillo: ayudar al señor Ferrars.

      —Bien, bien; sea lo que fuere el coronel Brandon, ¡Edward Ferrars es un hombre con suerte! Sin embargo, no le menciones a Fanny este asunto; porque aunque lo ha sabido por mí y lo ha tomado bastante bien, no querrá oír referirse mucho a ello.

      En este punto le costó algo a Elinor refrenarse de observar que, a su parecer, Fanny bien podría haber sobrellevado con sano equilibrio la adquisición de un capital por parte de su hermano a través de medios que no significaban un empobrecimiento ni para ella ni para su hijo.

      —La señora Ferrars —añadió él, bajando la voz a un tono acorde con la importancia del tema— hasta ahora no sabe nada de esto, y creo que será mejor ocultárselo mientras podamos. Cuando se realice la boda, temo que deberá enterarse de todo.

      —Pero, ¿por qué habría de tomarse tales precauciones? Aunque no se debiera suponer que la señora Ferrars pueda tener la menor satisfacción al saber que su hijo tiene el dinero suficiente para vivir... tal cosa sería impensable; pero, ¿por qué, después de lo que hizo, debe suponerse que a ella le importe algo? Ha terminado con su hijo, lo ha expulsado de su lado para siempre y ha hecho que todos aquellos sobre quienes tiene influencia se comporten igual. Con toda seguridad, después de haber hecho esto no es posible imaginarla capaz de sentir alguna pena o alegría relacionada con él..., no puede interesarle nada que le suceda. ¡No será tan inconsistente como para despreocuparse del bienestar de un hijo, y luego seguir preocupándose por él como lo haría una madre!

      —¡Ay, Elinor! —dijo John—. Tu razonamiento es consistente, pero en su base hay ignorancia de lo que es la naturaleza humana. Cuando se lleve a cabo la infortunada unión de Edward, no te quepa duda de que su madre sufrirá tanto como si jamás lo hubiera arrojado de su lado; por ello, mientras sea posible, es necesario ocultarle todas las circunstancias que puedan adelantar ese espantoso momento. La señora Ferrars jamás podrá olvidar que Edward es su hijo.

      —Me sorprendes; habría creído que a estas alturas ya casi se le había borrado de la memoria.

      —Estás completamente equivocada. La señora Ferrars es una de las madres más afectuosas que existen.

      Elinor guardó silencio.

      —Ahora —dijo el señor Dashwood tras una breve pausa—, estamos pensando que Robert contraiga matrimonio con la

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