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no tiene libertad en esto.

      —¡Libertad! ¿Qué quieres decir?

      —Todo lo que quiero decir es que supongo, por tu forma de hablar, que a la señorita Morton le debe dar lo mismo casarse con Edward o con Robert.

      —Por supuesto que no hay diferencia alguna; porque ahora Robert, para todos los efectos y propósitos, será considerado el hijo mayor; y en lo demás, ambos son jóvenes muy agradables... no he sabido que uno sea superior al otro.

      Elinor volvió a callar, y John también guardó silencio durante algunos instantes. Puso fin a sus reflexiones de la siguiente manera:

      —De una cosa, mi querida hermana —le dijo cogiéndole una mano tiernamente y hablándole en un impresionante susurro—, puedes estar segura: y te la haré saber, porque sé que te gustará. Tengo buenas razones para creer... en verdad, lo sé de la mejor fuente o no lo repetiría, porque en caso contrario sería muy incorrecto contarlo... pero lo sé de la mejor fuente... no que se lo haya escuchado decir exactamente a la misma señora Ferrars, pero su hija sí lo hizo, y ella me lo mencionó a mí... que, en resumen, más allá de las objeciones que pudo haber contra cierta... cierta unión... ya me comprendes... la señora Ferrars la habría preferido mil veces, no la habría molestado ni la mitad que esta. Me sentí muy contento de saber que lo veía desde ese punto de vista... una circunstancia muy gratificante, te imaginarás, para todos nosotros. “No habría tenido punto de comparación”, dijo, “de dos males, el menor; y ahora estaría dispuesta a transigir para que no ocurriese nada peor”. Pero todo eso está fuera de debate: no hay que pensar en ello, ni mencionarlo; en lo referente a cualquier unión, ya lo sabes... no hay posibilidad alguna... todo eso ha concluido. Pero pensé contarte esto, porque sabía cuánto te complacería. No que tengas nada que lamentar, mi querida Elinor. No cabe duda de que lo estás haciendo muy bien... igual de bien o, si se toma en cuenta todo, quizá mejor... ¿Has estado con el coronel Brandon hace poco?

      Elinor había escuchado bastante si no para gratificar su vanidad y elevar su autoestima, para agitar sus nervios y hacerla pensar; y le alegró, por tanto, que la entrada del señor Ferrars la salvara de tener que responder a tanta cosa y del peligro de escuchar más a su hermano. Tras charlar durante algunos momentos, John Dashwood, recordando que aún no había informado a Fanny sobre la presencia de su hermana, abandonó la habitación en su búsqueda. Y Elinor quedó allí con la tarea de mejorar su relación con Robert, el cual, con su alegre despreocupación, con la satisfecha autocomplacencia que le permitía disfrutar de un tan injusto reparto del amor y de la generosidad de su madre en perjuicio de su hermano excluido... amor y generosidad de los que se había hecho merecedor tan solo por su propia vida disipada y la integridad de ese hermano, confirmaba a Elinor en su más negativa opinión sobre su inteligencia y sentimientos.

      Casi no habían estado dos minutos a solas cuando él empezó a hablar de Edward, pues también había sabido del beneficio e hizo muchas preguntas sobre ello. Elinor repitió los detalles que ya le había comunicado a John, y el efecto que tuvieron en Robert, aunque muy diferente, no fue menos fuerte. Se rio sin ninguna medida. La idea de Edward transformado en clérigo y viviendo en una pequeña casa parroquial lo divertía extraordinariamente; y cuando a ello agregó la fantástica visión de Edward leyendo plegarias vestido con una sobrepelliz blanca y haciendo las amonestaciones públicas del matrimonio de John Smith y Mary Brown, no pudo imaginarse nada más cómico.

      Elinor, en tanto, aguardaba en silencio y con imperturbable gravedad, el fin de tales necedades, sin poder evitar que sus ojos se clavaran en él con una mirada que mostraba todo el desprecio que le infundía. Era una mirada, sin embargo, muy bien dirigida, porque alivió sus sentimientos sin darle a entender nada a él. Cuando él dejó de lado sus comentarios ingeniosos, no lo hizo llevado por ningún reproche de ella, sino por su propia sensibilidad.

      —Podemos bromear al respecto —dijo por último, recuperándose de las risas afectadas que habían alargado demasiado la genuina alegría del instante—, pero, a fe mía, es algo muy serio. ¡Pobre Edward! Está arruinado para siempre. Lo lamento enormemente, porque sé que es una criatura de muy buen corazón, tan bien intencionado como el que más. No debe juzgarlo, señorita Dashwood, basándose en lo poco que lo conoce. ¡Pobre Edward! Es cierto que su conducta no es la más adecuada. Pero ya se sabe que no todos nacemos con las mismas capacidades, con el mismo empaque. ¡Pobre muchacho! ¡Imaginarlo entre extraños! ¡Qué cosa tan penosa! Pero a fe mía que es de tan gran corazón como el mejor del reino; y le digo y le aseguro que nada me ha sacudido nunca tanto como esto que ha ocurrido. No podía imaginarlo.

      Mi madre fue la primera en decírmelo, y yo, sintiendo que debía actuar con firmeza, de inmediato le dije: “Mi querida señora, no sé qué se propone hacer en estas circunstancias, pero en cuanto a mí, debo decirle que si Edward se casa con esta joven, yo no lo volveré a mirar nunca más”. Eso fue lo que le dije de inmediato... ¡me sentía escandalizado más allá de todo lo imaginable! ¡Pobre Edward! ¡Se ha hundido por completo! ¡Se ha marginado para siempre de toda sociedad decente! Pero mientras se lo decía directamente a mi madre, no me extrañaba en absoluto; es lo que se podía esperar de la educación que recibió. Mi pobre madre casi se volvió loca.

      —¿Ha visto alguna vez a la joven?

      —Sí, una vez, cuando estaba alojada en esta casa. Me había dejado caer por unos diez minutos, y me bastó con lo que vi de ella. Una simple muchacha pueblerina, zafia, sin estilo ni elegancia, y casi sin ningún atractivo. La recuerdo a la perfección. Justo el tipo de muchacha que habría creído capaz de cautivar al pobre Edward. Apenas mi madre me contó todo el asunto, enseguida me ofrecí a hablarle, a disuadirlo del enlace; pero, según pude constatar, ya era demasiado tarde para hacer algo, pues por desgracia no estuve ahí en los primeros instantes y no supe nada de lo sucedido hasta después de la ruptura, cuando, ya sabe usted, no me correspondía interferir. Pero si se me hubiera informado unas pocas horas antes, quizás habría podido hacer algo. De todas maneras le habría hecho ver las cosas a Edward con toda claridad. “Mi querido amigo”, le habría dicho, “piensa en lo que haces. Estás comprometiéndote en la más desafortunada unión, que toda tu familia desaprueba de forma unánime”. En fin, no puedo evitar pensar que habría encontrado alguna manera de conseguirlo. Pero ahora es demasiado tarde. Debe estar muerto de hambre, sabe usted; con toda seguridad, totalmente muerto de hambre.

      Acababa de plantear este punto con gran seriedad cuando la llegada de la señora de John Dashwood puso fin al tema. Pero aunque esta nunca lo mencionaba fuera de su propia familia, Elinor pudo ver cómo influía en su mente, visible en ese algo como expresión confundida que tenía al entrar y en un intento de cordialidad en su trato hacia ella. Incluso llegó tan lejos como mostrarse afectada por el hecho de que Elinor y su hermana dejarían tan pronto la ciudad, y había confiado en verlas más; un esfuerzo en el cual su marido, que la había acompañado a la habitación y seguía cada una de sus palabras con aire enamorado, parecía encontrar todo lo que hay de más tierno y agraciado.

      Capítulo XLII

      Otra breve visita a Harley Street, en la cual Elinor recibió las felicitaciones de su hermano por viajar hasta Barton sin incurrir en ningún gasto y por el hecho de que el coronel Brandon podría seguirlas a Cleveland en uno o dos días, completó el contacto de hermano y hermanas en la ciudad; y una débil invitación de Fanny a que fueran a Norland siempre que llegaran a pasar por ahí, que de todas las cosas posibles era la menos estimable, junto a una promesa más cálida, aunque menos pública, de John a Elinor respecto de una pronta visita a Delaford, fue todo lo que se dijo respecto de un futuro encuentro en el campo.

      Divertía a Elinor darse cuenta que todos sus amigos parecían decididos a enviarla a Delaford, de todos los lugares, precisamente el que ahora menos querría visitar o el último en que desearía vivir; pues no solo su hermano y la señora Jennings lo consideraban su futuro hogar, sino que incluso Lucy, al despedirse, la invitó una y otra vez a que la visitara allí.

      En los primeros días de abril, y en las primeras horas de la mañana, aunque relativamente temprano, los dos grupos, provenientes de Hanover Square y de Berkeley Street, salieron desde sus respectivos hogares para encontrarse en el camino, según lo habían acordado. Para comodidad de Charlotte

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