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piano. Se acercó a él, pero la pieza que primero saltó a su vista fue una ópera, regalo de Willoughby a ella, que contenía algunos de sus duetos favoritos y en cuya primera página él había escrito su nombre, con su propia letra. Eso no iba a ir bien. Movió la cabeza, puso la partitura a un lado y tras dejar correr los dedos sobre las teclas durante un minuto, se quejó de que los tenía débiles y volvió a cerrar el instrumento; junto con eso, sin embargo, declaró firmemente que en el futuro debía practicar mucho.

      La mañana siguiente no produjo ningún retroceso en estos felices síntomas. Al contrario, fortalecida en mente y cuerpo por el descanso, sus gestos y sus palabras parecían genuinamente animados mientras anticipaba el placer del retorno de Margaret y comentaba cómo se restituiría con ello el querido grupo familiar, y cómo sus actividades compartidas y alegre compañía eran la única felicidad que cabía esperar.

      —Cuando el tiempo se estabilice y haya recuperado las fuerzas —decía—, haremos largos paseos juntas todos los días. Iremos hasta la granja junto a la colina y veremos cómo siguen los niños; caminaremos hasta las nuevas plantaciones de sir John en Barton Cross y cerca de la abadía; iremos muy seguido a las viejas ruinas del convento e intentaremos explorar sus cimientos hasta donde nos dijeron que alguna vez llegaron. Sé que seremos felices. Sé que el verano transcurrirá alegremente. Pretendo no levantarme nunca después de las seis y desde esa hora hasta la cena repartiré cada instante entre la música y la lectura. Me he formado un plan y estoy decidida a continuar mis estudios seriamente. Ya conozco demasiado bien nuestra biblioteca para recurrir a ella por algo más que simple entretenimiento. Pero hay muchas obras que vale la pena leer en Barton Park, y otras más modernas que sé que puedo pedir prestadas al coronel Brandon. Con solo leer seis horas diarias, en un año habré logrado un grado de instrucción que ahora sé que me falta.

      Elinor la alabó por un plan nacido de un propósito tan honorable como ese, aunque sonrió al ver la misma ansiosa fantasía que la había llevado a los mayores extremos de melancólica negligencia y egoístas quejumbres, ahora ocupada en introducir excesos en un plan de tan racionales actividades y virtuoso autocontrol. Su sonrisa, sin embargo, se transformó en un lamento cuando recordó que todavía no cumplía la promesa hecha a Willoughby, y temió tener que comunicar algo que otra vez podría desbaratar la mente de Marianne y destruir, al menos por un tiempo, esta grata perspectiva de hacendosa tranquilidad. Deseosa, entonces, de postergar esa hora nefasta, resolvió esperar hasta que la salud de su hermana estuviera más fortalecida para contárselo. Pero el único destino de tal decisión era no ser cumplida.

      Marianne llevaba dos o tres días en casa antes de que el tiempo se compusiera lo suficiente para que una convaleciente como ella se aventurara a salir. Pero por fin amaneció una mañana suave y templada, capaz de dar ánimos a los deseos de la hija y a la confianza de la madre; y Marianne, apoyada en el brazo de Elinor, fue autorizada a pasear en el prado frente a la casa todo lo que quisiera, mientras no se cansara.

      Las hermanas partieron con el paso cansino que exigía la debilidad de Marianne en un ejercicio no intentado hasta entonces; y se habían alejado de la casa apenas lo suficiente para tener una visión completa de la colina, la gran colina detrás de la casa, cuando deteniéndose con la vista vuelta hacia ella, Marianne dijo con toda tranquilidad:

      —Ahí, exactamente ahí —señalando con una mano—, en ese montículo, ahí me caí; y ahí vi por primera vez a Willoughby.

      La voz se le apagó al pronunciar esa palabra, pero recuperándose pronto, añadió:

      —¡Cómo estoy contenta de descubrir que puedo contemplar ese lugar con tan poco sufrimiento! ¿Alguna vez hablaremos sobre ese tema, Elinor? —lo dijo con voz vacilante—. ¿O no será bueno? Yo sí puedo hablar de ello ahora, espero, y en la forma en que debo hacerlo.

      Elinor la invitó con gran cariño a que se desahogara.

      —En cuanto a lamentarse —dijo Marianne—, ya he dejado atrás eso, en lo que a él concierne. No pretendo hablarte de lo que han sido mis sentimientos hacia él, sino de lo que son ahora. Actualmente, si pudiera tener certeza sobre una cosa, si pudiera pensar que no siempre estuvo representando un papel, no siempre engañándome...; pero, sobre todo, si alguien pudiera darme la seguridad de que nunca fue tan malvado como en ocasiones me lo han representado mis temores, desde que supe la historia de esa desgraciada niña...

      Se detuvo. Elinor recibió con alegría sus palabras, guardándolas, mientras contestaba:

      —Si se te pudiera dar seguridad sobre eso, ¿crees que conseguirías la tranquilidad?

      —Sí. Mi paz mental depende doblemente de ello; pues no solo es espantoso sospechar tales propósitos de alguien que ha sido lo que él fue para mí, sino además, ¿cómo me hace aparecer a mí? En una situación como la mía, ¿qué cosa sino el más deshonroso indiscreto afecto pudo exponerme a...?

      —Entonces, ¿cómo explicas su conducta?

      —Querría pensar... ¡ah, cómo me gustaría poder pensar que solo era voluble... muy, muy voluble!

      Elinor no dijo más. Deliberaba internamente sobre la conveniencia de comenzar su historia enseguida o posponerla hasta que Marianne estuviera más fuerte, y siguieron caminando paso a paso durante unos minutos, calladas.

      —No le estoy deseando un gran bien —dijo finalmente Marianne con un hondo suspiro— cuando le deseo que sus pensamientos íntimos no sean más ingratos que los míos. Ya con eso sufrirá suficientemente.

      —¿Estás comparando tu conducta con la suya?

      —No. Lo comparo con la que debió ser; la comparo con la tuya.

      —Tu situación y la mía no se han parecido mucho.

      —Se han parecido más de lo que se parecieron nuestros comportamientos. No dejes, queridísima Elinor, que tu bondad defienda lo que ha de censurar tu criterio. Mi enfermedad me ha hecho pensar, me ha dado tiempo tranquilo y calma para meditar con seriedad las cosas. Mucho antes de haberme recuperado lo suficiente para hablar, perfectamente podía reflexionar. Sopesé el pasado: todo lo que vi en mi propio comportamiento, desde el comienzo de nuestra relación con él el otoño pasado, fue una serie de imprudencias contra mí misma y de falta de amabilidad hacia los demás. Vi que mis propios sentimientos habían preparado el camino para mis sufrimientos y que mi falta de fortaleza en el dolor casi me había llevado a la tumba.

      Era consciente de que yo misma había sido la causa de mi enfermedad al descuidar mi propia salud de una forma tal que incluso en ese tiempo sentía incorrecta. Si hubiera muerto, habría sido aniquilación. No supe el peligro en que me había puesto hasta que desapareció ese peligro; pero con sentimientos como aquellos a los que estas reflexiones dieron origen, me extraña haberme recuperado; me asombra que la misma intensidad de mi deseo de vivir, de tener tiempo para la expiación ante mi Dios y ante todos ustedes, no me haya matado de repente. Si hubiera muerto, ¡en qué singular angustia te habría dejado, a ti, mi cuidadora, mi amiga, mi hermana! ¡Tú, que habías visto todo el irritable egoísmo de mis últimos días; que habías conocido todos los secretos de mi corazón! ¡Cómo habría perdurado en tus recuerdos! ¡Y mi madre, también! ¡Cómo podrías haberla consolado! No puedo poner en palabras cuánto me desprecié. Cada vez que dirigía la mirada hacia el pasado, veía un deber que había descuidado o alguna falta que había dejado pasar. A todos parecía haber causado algún perjuicio. A la amabilidad de la señora Jennings, a su ininterrumpida amabilidad, había respondido con desagradecido menosprecio. Con los Middleton, con los Palmer, con los Steele, hasta con los conocidos más corrientes, había sido insolente e injusta; mi corazón había permanecido insensible a sus méritos y mi temperamento irritado ante sus mismas atenciones. A John, a Fanny (sí, incluso a ellos, aunque sea poco lo que se merecen), les había dado menos de lo que les es debido.

      Sin embargo a ti, a ti por encima de todo, por encima de nuestra madre, te había ofendido. Yo, solo yo, conocía tu corazón y sus penas; e incluso así, ¿en qué me influyó? No en hacerme más compasiva, beneficiándome a mí o a ti. Tenía tu ejemplo ante mí; pero, ¿de qué me sirvió? ¿Fui más considerada contigo y tu felicidad? ¿Imité la forma en que te contenías o suavicé

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