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bien y vivirás para ver llegar a este lugar a muchos jóvenes de esos de cuatro mil libras al año.

      —Sería inútil si viniesen esos veinte jóvenes y no fueras a visitarlos.

      —Si depende de eso, querida, en cuanto estén aquí los veinte, los visitaré a todos.

      El señor Bennet era una mezcla tan extraña entre ocurrente, sarcástico, reservado y caprichoso, que la experiencia de veintitrés años no había bastado para que su esposa entendiese su carácter. Sin embargo, el de ella era menos difícil, era una mujer de poca formación, más bien inculta y de temperamento desigual. Su meta en la vida era casar a sus hijas; su consuelo, las visitas y el chismorreo.

       Esta fiesta tiene lugar el 29 de septiembre y en Inglaterra se considera el primer día oficial del cuarto trimestre. Vencían ciertos pagos y comenzaban o terminaban los arrendamientos de propiedades.

      Capítulo II

      El señor Bennet fue uno de los primeros en presentar sus respetos al señor Bingley. Siempre tuvo el deseo de visitarlo, aunque, en última instancia, siempre le aseguraba a su esposa que no lo haría; y hasta la tarde después de su visita, su mujer no se enteró de nada. La cosa se llegó a saber por el siguiente camino: observando el señor Bennet cómo su hija se colocaba un sombrero, dijo:

      —Espero que al señor Bingley le sea de su agrado, Lizzy.

      —¿Cómo podemos averiguar qué le gusta al señor Bingley —manifestó su esposa resentida— si todavía no hemos ido a visitarlo?

      —Olvidas, mamá —dijo Elizabeth— que lo veremos en las fiestas, y que la señora Long ha prometido presentárnoslo.

      —No creo que la señora Long haga semejante cosa. Ella tiene dos sobrinas en quienes pensar; es egoísta e hipócrita y no es de fiar.

      —Ni yo tampoco me fío —dijo el señor Bennet— y me alegro de saber que no dependes de sus servicios.

      La señora Bennet no se dignó responder; pero incapaz de contenerse empezó a reprender a una de sus hijas.

      —¡Por el amor de Dios, Kitty no sigas tosiendo así! Ten compasión de mis nervios. Me los estás haciendo polvo.

      —Kitty no es nada discreta tosiendo —dijo su padre—. Siempre lo hace en momento inadecuado.

      —A mí no me divierte toser —replicó Kitty lamentándose.

      —¿Cuándo es tu próximo baile, Lizzy?

      —De mañana en quince días.

      —Sí, así es —exclamó la madre—. Y la señora Long no volverá hasta un día antes; así que le será imposible presentarnos al señor Bingley, porque todavía no le conocerá.

      —Entonces, señora Bennet, puedes adelantarte a tu amiga y presentárselo tú a ella.

      —Imposible, señor Bennet, imposible, cuando yo tampoco le conozco. ¿Por qué te burlas?

      —Celebro tu discreción. Una amistad de quince días es ciertamente muy poco. En realidad, al cabo de solo dos semanas no se puede saber muy bien qué clase de hombre es. Pero si no nos aventuramos nosotros, lo harán otros. Al fin y al cabo, la señora Long y sus sobrinas pueden aguardar a que se les presente su oportunidad; pero, sin embargo, como creerá que es un acto de delicadeza por su parte el declinar la atención, seré yo el que os lo presente.

      Las muchachas miraron a su padre con atención. La señora Bennet se limitó a decir:

      —¡Sandeces, sandeces!

      —¿Qué significa esa desorbitada protesta? —preguntó el señor Bennet—. ¿Consideras las fórmulas de presentación como necedades, con la importancia que guardan? No estoy de acuerdo contigo en eso. ¿Qué opinas tú, Mary? Que yo sé que eres una joven muy juiciosa, y que lees grandes libros y los resumes.

      Mary quiso decir algo equilibrado, pero no supo hacerlo.

      —Mientras Mary aclara sus ideas —siguió él—, volvamos al señor Bingley.

      —¡Estoy hasta las narices del señor Bingley! —chilló su esposa.

      —Siento mucho oír eso; ¿por qué no me lo contaste antes? Si lo hubiese sabido esta mañana, no habría ido a su casa. ¡Mala suerte! Pero como ya le he visitado, no podemos rechazar ahora su amistad.

      La sorpresa de las señoras fue precisamente lo que él deseaba; quizás lo de la señora Bennet sobrepasara al resto; aunque una vez acabado el alboroto que produjo la alegría, declaró que en el fondo era lo que ella siempre había figurado.

      —¡Mi querido señor Bennet, qué bueno eres! Pero sabía que al final te convencería. Estaba segura de que quieres suficientemente a tus hijas como para no descuidar este asunto. ¡Qué contenta estoy! ¡Y qué broma tan sugerente, que hayas ido esta mañana y no nos hayas dicho nada hasta ahora!

      —Ahora, Kitty, ya puedes toser cuanto quieras —dijo el señor Bennet; y salió del cuarto fatigado por el entusiasmo de su mujer.

      —¡Qué padre más magnífico tenéis, hijas! —dijo ella una vez cerrada la puerta—. No sé cómo podréis agradecerle alguna vez su cortesía, ni yo tampoco, en lo que a esto se refiere. A estas alturas, os aseguro que no es agradable hacer nuevas amistades todos los días. Pero por vosotras haríamos cualquier cosa. Lydia, cariño, aunque eres la más joven, apostaría a que el señor Bingley bailará contigo en el próximo baile.

      —Estoy tranquila —dijo Lydia con seguridad—, porque aunque soy la más joven, soy la más alta.

      El resto de la tarde se lo pasaron haciendo hipótesis sobre si el señor Bingley devolvería pronto su visita al señor Bennet, y fijaron cuándo podrían invitarle a cenar.

      Capítulo III

      Aunque la señora Bennet, con la ayuda de sus hijas, indagase sobre el tema, no conseguía sacarle a su marido ninguna descripción clara sobre el señor Bingley. Le presionaron de varias maneras: con preguntas clarísimas, suposiciones ingeniosas, y con indirectas; pero por muy sagaces que fueran, él las esquivaba todas. Y al final no tuvieron más remedio que aceptar la información de segunda mano de su vecina lady Lucas. Su impresión era muy favorable, sir William había quedado entusiasmado con él. Era joven, guapísimo, extremadamente simpático y para delicia pensaba asistir al próximo baile con un grupo de amigos. No podía haber nada mejor. El que fuese aficionado al baile era ciertamente una ventaja a la hora de enamorarse; y así se forjaron grandes esperanzas para conseguir el corazón del señor Bingley.

      —Si pudiera contemplar a una de mis hijas viviendo felizmente en Netherfield, y a las otras igual de bien casadas, ya no anhelaría más en la vida —le manifestó la señora Bennet a su marido.

      Pocos días después, el señor Bingley le devolvió la visita al señor Bennet y pasó con él diez minutos en su biblioteca. Él había abrigado la esperanza de que se le permitiese ver a las muchachas de cuya belleza había oído hablar mucho; pero no vio más que al padre. Las señoras tuvieron más suerte, porque gozaron de la ventaja de poder comprobar desde una ventana alta que el señor Bingley llevaba un abrigo azul y montaba un caballo negro.

      Acto seguido le transmitieron una invitación para que fuese a cenar. Y cuando la señora Bennet tenía ya pensados los manjares que realzarían su saber hacer de ama de casa, recibieron una respuesta que echaba todo a perder. El señor Bingley se veía precisado a desplazarse a la ciudad al día siguiente, y por lo tanto no podía aceptar el honor de su invitación. La señora Bennet se quedó bastante turbada. No podía pensar qué negocios le reclamaban en la ciudad tan poco tiempo después de su llegada a Hertfordshire; y empezó a recelar que iba a andar siempre revoloteando de un lado para otro sin establecerse de fijo y como es debido en Netherfield. Lady Lucas sosegó un poco sus temores llegando a la conclusión de que solo iría a Londres para reunir a un grupo de amigos para la fiesta. Y pronto se difundió el rumor de que Bingley iba a traer

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