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casi por completo en una hacienda de dos mil libras al año, la cual, por desgracia para sus hijas, estaba destinada, por falta de herederos varones, a un pariente lejano9; y la fortuna de la madre, aunque abundante para su posición, difícilmente podía sustituir a la de su marido. Su padre había sido abogado en Meryton y le había legado cuatro mil libras.

      La señora Bennet tenía una hermana casada con un tal señor Phillips que había sido empleado de su padre y le había sucedido en los negocios, y un hermano en Londres que tenía una privilegiada situación en el comercio.

      El pueblo de Longbourn distaba solo una milla de Meryton, espacio muy adecuado para las señoritas, que normalmente tenían la tentación de ir por allí tres o cuatro veces a la semana para visitar a su tía y, de camino, detenerse en una sombrerería que había cerca de su casa. Las más asiduas a Meryton eran las dos menores, Catherine y Lydia, que solían estar más ociosas que sus hermanas, y cuando no se les ofrecía nada mejor, decidían que un paseíto a la ciudad era necesario para pasar bien la mañana y así tener conversación para la tarde; porque, aunque las noticias no acostumbraban a proliferar en el campo, su tía siempre tenía algo que cotillear. De momento estaban bien provistas de chismes y de alegría ante la reciente llegada de un regimiento militar que iba a permanecer todo el invierno y tenía en Meryton su cuartel general.

      Ahora las visitas a la señora Phillips proporcionaban una información de primera mano. Cada día conocían algo más a lo que ya sabían sobre los nombres y las familias de los oficiales. El lugar donde pernoctaban ya no era un secreto y enseguida empezaron a conocer a los oficiales directamente.

      El señor Phillips los conocía a todos, lo que constituía para sus sobrinas una fuente de satisfacción inenarrable. No se refería a otra cosa que no fuera de oficiales. La gran fortuna del señor Bingley, de la que tanto le gustaba alardear su madre, ya no era noticia comparada con el uniforme de un alférez.

      Tras escuchar una mañana el entusiasmo con el que sus hijas se referían al tema, el señor Bennet observó con indiferencia:

      —Por todo lo que puedo sacar en claro de vuestra manera de hablar debéis de ser las muchachas más necias de todo el país. Ya había tenido mis sospechas en ocasiones, pero ahora no me equivoco.

      Catherine se quedó desconcertada y no respondió. Lydia, con absoluta indiferencia, siguió expresando su admiración por el capitán Carter, y dijo que esperaba verle aquel mismo día, pues a la mañana siguiente partía para Londres.

      —Me deja asombrada, querido —dijo la señora Bennet—, lo dispuesto que siempre estás a creer que tus hijas son necias. Si yo despreciase a alguien, sería a las hijas de los demás, no a las mías.

      —Si mis hijas son necias, lo menos que puedo hacer es reconocerlo.

      —Sí, pero ya ves, resulta que son muy despiertas.

      —Presumo que ese es el único punto en el que no coincidimos. Siempre aspiré a estar de acuerdo contigo en todo, pero en esto no estoy de acuerdo, porque nuestras dos hijas menores son tontas de capirote.

      —Mamá —dijo Lydia—, la tía dice que el coronel Forster y el capitán Carter ya no frecuentan tanto la casa de los Watson como antes. Ahora los ve mucho en la biblioteca de Clarke.

      La señora Bennet no pudo responder al ser interrumpida por la entrada de un lacayo que traía una misiva para la señorita Bennet; venía de Netherfield y el criado aguardaba respuesta. Los ojos de la señora Bennet brillaban de contento y estaba inquieta porque su hija acabase de leer.

      —Bien, Jane, ¿de quién es?, ¿de qué se trata?, ¿qué dice? Acaba de leer y dinos, date prisa, cariño.

      —Es de la señorita Bingley —reveló Jane, y entonces leyó en voz alta:

      «Mi querida amiga:

      »Si tienes piedad de nosotras, ven a cenar hoy con Louisa y conmigo, si no, estaremos en peligro de odiarnos la una a la otra lo que queda de nuestras vidas, porque dos mujeres juntas todo el día no pueden acabar sin ir a la greña. Ven tan pronto como te sea posible, después de recibir esta nota. Mi hermano y los otros señores cenarán con los oficiales.

      »Mis respetos,

      Caroline Bingley.»

      —¡Con los oficiales! —exclamó Lydia—. ¡Qué extraño que la tía no nos lo haya dicho!

      —¡Cenar fuera! —dijo la señora Bennet—. ¡Qué desgracia!

      —¿Puedo llevar el carruaje? —preguntó Jane.

      —No, querida; es mejor que vayas a caballo, porque parece que amenaza tormenta y así tendrás que quedarte a pasar la noche.

      —Sería un buen plan —dijo Elizabeth—, si estuvieras segura de que no se van a ofrecer para devolverla a casa.

      —Oh, los señores llevarán el landó del señor Bingley a Meryton y los Hurst no tienen caballos propios.

      —Preferiría ir en el carruaje.

      —Pero querida, tu padre no puede prestarte los caballos. No hay alternativa. Se necesitan en la granja. ¿No es así, señor Bennet?

      —Se necesitan más en la granja de lo que yo puedo prestarlos.

      —Si puedes prestarlos hoy —dijo Elizabeth—, los deseos de mi madre se verán satisfechos.

      Al final animó al padre para que manifestase que los caballos estaban ocupados. Y, por fin, Jane se vio en la necesidad de ir a caballo. Su madre la acompañó hasta la puerta pronosticando muy satisfecha un día horrible.

      Sus esperanzas se cumplieron; no hacía mucho que se había marchado Jane, cuando empezó a llover a cántaros. Las hermanas se quedaron intranquilas por ella, pero su madre estaba gozosa. No paró de llover en toda la tarde; era lógico que Jane no podría regresar...

      —En verdad, que di en el clavo —repetía la señora Bennet.

      Sin embargo, hasta la mañana siguiente no conoció nada del resultado de su oportuna estratagema. Apenas había acabado de desayunar cuando un criado de Netherfield trajo la siguiente nota para Elizabeth:

      «Mi querida Lizzy:

      »No me encuentro muy bien esta mañana, lo que, supongo, se debe a que ayer llegué calada hasta los huesos. Mis amables amigas no desean ni oírme hablar de volver a casa hasta que no esté recuperada. Insisten en que me vea el señor Jones; por lo tanto, no os alarméis si os enteráis de que ha venido a visitarme. No tengo nada más que dolor de garganta y dolor de cabeza.

      »Tuya siempre,

      Jane.»

      —Bien, querida —dijo el señor Bennet una vez Elizabeth hubo leído la nota en voz alta—, si Jane contrajera una enfermedad grave o falleciese sería una disculpa saber que todo fue por conseguir al señor Bingley y bajo tus órdenes.

      —¡Oh! No tengo miedo de que se muera. La gente no se muere por pequeños resfriados sin importancia. Tendrá buenos cuidados. Mientras esté allí todo irá de maravilla. Iría a verla, si pudiese disponer del coche.

      Elizabeth, que estaba ciertamente preocupada, tomó la resolución de ir a verla. Como no podía contar con el carruaje y no era una experta amazona, caminar era su única salida. Y declaró su voluntad.

      —¿Cómo puedes ser tan necia? —exclamó su madre—. ¿Cómo se te puede ocurrir tal locura? ¡Con el barro que hay! ¡Llegarías hecha una calamidad, no estarías presentable!

      —Estaría

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