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y tiene otro que vive en algún lugar cerca de Cheapside.11

      —¡Magnífico! —añadió su hermana. Y las dos se echaron a reír a carcajadas.

      —Aunque todo Cheapside estuviese lleno de tíos suyos —exclamó Bingley—, no por ello serían las Bennet menos atractivas.

      —Pero les disminuirá las posibilidades de casarse con hombres que representen algo en el mundo —respondió Darcy.

      Bingley no realizó ningún comentario a esta observación de Darcy. Pero sus hermanas asintieron encantadas, y estuvieron un rato chanceándose a costa de los plebeyos parientes de su querida amiga.

      —¿Prefieres leer a jugar? —le dijo—. Es muy raro.

      —La señorita Elizabeth Bennet —manifestó la señorita Bingley— odia las cartas. Es una gran lectora y no encuentra placer en nada más.

      —No merezco ni ese elogio ni esa censura —exclamó Elizabeth—. No soy una lectora empedernida y encuentro placer en muchas cosas.

      —Como, por ejemplo, en cuidar a su hermana —intervino Bingley—, y espero que ese placer crezca cuando la vea completamente curada.

      Elizabeth se lo agradeció de corazón y se dirigió a una mesa donde había varios libros. Él se ofreció enseguida para traer otros, todos los que hubiese en su biblioteca.

      —Desearía que mi colección fuese mayor para beneficio suyo y para mi propio prestigio; pero soy un hombre negligente, y aunque no tengo muchos libros, tengo más de los que pueda llegar a leer.

      Elizabeth le aseguró que con los que había en la habitación tenía bastante.

      —Es raro —atajó la señorita Bingley— que mi padre haya reunido una colección de libros tan pequeña. ¡Qué magnífica biblioteca tiene usted en Pemberley, señor Darcy!

      —Ha de ser buena —respondió—; es obra de muchas generaciones.

      —Y además usted la ha aumentado en gran manera; siempre está comprando libros.

      —No puedo entender que se descuide la biblioteca de una familia en los tiempos que corren.

      —¡Descuidar! Estoy segura de que usted no descuida nada que se refiera a acrecentar la belleza de esa noble estancia. Charles, cuando construyas tu casa, me conformaría con que fuese la mitad de bonita que Pemberley.

      —Ojalá pueda.

      —Pero yo te aconsejaría que adquirieses el terreno cerca de Pemberley y que lo tomases como modelo. No hay condado más bonito en Inglaterra que Derbyshire.

      —Ya lo creo que lo haría. Y adquiriría el propio Pemberley si Darcy lo vendiera.

      —Me refiero a posibilidades, Charles.

      —Sin tapujos, Caroline, preferiría adquirir Pemberley comprándolo que remendándolo.

      Elizabeth estaba demasiado pendiente de lo que ocurría para poder prestar la menor atención a su libro; no tardó en abandonarlo, se acercó a la mesa de juego y se colocó entre Bingley y su hermana mayor para observar la partida.

      —¿Ha crecido la señorita Darcy desde la primavera? —preguntó la señorita Bingley—. ¿Será ya tan alta como yo?

      —Creo que sí. Ahora será de la estatura de la señorita Elizabeth Bennet, o la pasará.

      —¡Qué ganas tengo de volver a verla! Jamás he conocido a nadie que me agrade tanto. ¡Qué figura, qué modales y qué talento para su edad! Toca el piano de una forma sublime.

      —Me sorprende —dijo Bingley— que las jóvenes tengan tanta paciencia para asimilar tanto, y lleguen a ser tan perfectas como lo son todas.

      —¡Todas las jóvenes perfectas! Mi querido Charles, ¿de qué vas?

      —Sí, todas. Todas pintan, forran biombos y hacen bolsitas de malla. No conozco a ninguna que no sepa hacer todas estas cosas, y nunca he oído hablar de una damita por primera vez sin que se me dijera que era perfecta.

      —Tu lista de lo que abarcan comúnmente esas perfecciones —dijo Darcy— tiene mucho de auténtica. El adjetivo se aplica a mujeres cuyos conocimientos no son otros que hacer bolsos de malla o forrar biombos. Pero disto mucho de darte la razón en lo que se refiere a tu aprecio de las damas en general. De todas las que he conocido, no puedo vanagloriarme de conocer más que a una media docena que sean totalmente perfectas.

      —Ni yo, es verdad —dijo la señorita Bingley.

      —Entonces —observó Elizabeth— debe ser que su concepto de la mujer perfecta es muy exigente.

      —Sí, es muy exigente.

      —¡Oh, ciertamente! —exclamó su fiel compañera—. Nadie puede estimarse realmente perfecto si no sobrepasa en mucho lo que se encuentra por regla general. Una mujer debe tener un conocimiento profundo de música, canto, dibujo, baile y lenguas modernas. Y además de todo esto, debe poseer un algo singular en su aire y manera de andar, en el timbre de su voz, en su amabilidad y modo de expresarse; pues de lo contrario solo merecería el calificativo más que a medias.

      —Debe poseer todo esto —añadió Darcy—, y a ello hay que añadir algo más implícito en el desarrollo de su inteligencia por medio de abundantes lecturas.

      —No me asombra ahora que conozca únicamente a seis mujeres perfectas. Lo que me extraña es que conozca a alguna.

      —¿Tan estricta es usted con su propio sexo que duda de que esto sea posible?

      —Yo jamás he visto una mujer con este perfil. Jamás he visto tanta capacidad, tanto gusto, tanta aplicación y tanta elegancia juntas como usted las define.

      La señora Hurst y la señorita Bingley protestaron contra la injusticia de su tácita duda, afirmando que conocían muchas mujeres que respondían a dicha descripción, cuando el señor Hurst las llamó las hizo callar quejándose con amargura de que no prestasen atención al juego. Como la conversación parecía haber finalizado, Elizabeth no tardó en abandonar el salón.

      —Elizabeth —dijo la señorita Bingley cuando la puerta se hubo cerrado tras ella— es una de esas muchachas que tratan de hacerse queridas por el sexo opuesto desacreditando al suyo propio; no diré que no dé resultado con muchos hombres, pero en mi opinión es un truco rastrero, una mala artimaña.

      —Indudablemente —respondió Darcy, a quien iba dirigida principalmente esta observación— hay bajeza en todas las artes que las damas a veces se rebajan a utilizar para cautivar a los hombres. Todo lo que tenga algo que ver con la astucia es abominable.

      La señorita Bingley no quedó lo bastante satisfecha con la contestación como para seguir con el tema. Elizabeth se reunió de nuevo con ellos solo para decirles que su hermana se había agravado y que no podía dejarla. Bingley decidió enviar a alguien a buscar rápidamente al doctor Jones; mientras que sus hermanas, convencidas de que la asistencia médica en el campo no era útil, propusieron enviar a alguien a la capital para que viniere uno de los más afamados doctores. Elizabeth no quiso ni oír hablar de esto último, pero no se opuso a que se hiciese lo que deseaba el hermano. De forma que se acordó mandar a buscar al doctor Jones casi después del alba de la mañana siguiente si Jane no se encontraba mejor. Bingley estaba bastante preocupado y sus hermanas

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