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lo desea y se lo pide sin ofrecer ningún argumento.

      —El ceder pronto y sin resistencia a la persuasión de un amigo, no tiene ningún mérito para usted.

      —El ceder sin convicción habla poco en favor de la inteligencia de ambos.

      —Me da la sensación, señor Darcy, de que usted nunca permite que le influyan el afecto o la amistad. El respeto o la estima por el que pide puede hacernos ceder a la petición sin aguardar ninguna razón o argumento. No estoy hablando del caso particular que ha supuesto sobre el señor Bingley. Además, deberíamos, quizá, esperar a que se diese la circunstancia para discutir entonces su comportamiento. Pero en general y en casos normales entre amigos, cuando uno quiere que el otro cambie alguna decisión, ¿vería usted mal que esa persona complaciese ese deseo sin aguardar las razones del otro?

      —¿No sería recomendable, antes de proseguir con el tema, dejar claro con más precisión qué importancia tiene la demanda y qué intimidad existe entre los amigos?

      —Ciertamente —dijo Bingley—, fijémonos en todos los detalles sin dejar a un lado el comparar estatura y tamaño; porque eso, señorita Bennet, puede tener mayor peso en la discusión de lo que parece. Le aseguro que si Darcy no fuera tan alto comparado conmigo, no le tendría ni la mitad de consideración que le tengo. Confieso que no conozco nada más apabullante que Darcy en determinadas ocasiones y en determinados lugares, sobre todo en su casa y en las tardes de domingo cuando está ocioso.

      El señor Darcy sonrió; pero Elizabeth se dio cuenta de que se había ofendido mucho y contuvo la risa. La señorita Bingley se molestó un tanto por la ofensa que le había hecho a Darcy y censuró a su hermano por decir tales sandeces.

      —Conozco tu sistema, Bingley —dijo su amigo—. No te agradan las discusiones y quieres poner punto final a esta.

      —Probablemente. Las discusiones se parecen demasiado a las peleas. Si tú y la señorita Bennet posponéis la vuestra para cuando yo no esté en la habitación, estaré muy agradecido; además, así podréis decir todo lo que os venga en gana de mí.

      —Por mi parte —dijo Elizabeth—, no hay objeción en hacer lo que desea, y es mejor que el señor Darcy finalice la carta.

      Darcy siguió su consejo y terminó la carta. Concluida la tarea, se dirigió a la señorita Bingley y a Elizabeth para que les deleitasen con algo de música. La señorita Bingley se apresuró al piano, pero antes de sentarse invitó cortésmente a Elizabeth a tocar en primer lugar; esta, con igual amabilidad y con toda sinceridad rechazó la invitación; entonces, la señorita Bingley se sentó e inició el concierto.

      La señora Hurst cantó con su hermana, y, mientras se empleaban en este cometido, Elizabeth no podía evitar percibir, cada vez que volvía las páginas de unos libros de música que había sobre el piano, de la frecuencia con la que los ojos de Darcy se fijaban en ella. Le era difícil pensar que fuese objeto de admiración ante un hombre de tal rango; e incluso sería más extraño que la mirase porque ella le desagradara. Por fin, solo pudo pensar que llamaba su atención porque había algo en ella peor y más censurable, según su concepto de la virtud, que en el resto de los asistentes. Esta suposición no la disgustaba. Le agradaba tan poco, que la opinión que tuviese sobre ella, la tenía sin cuidado.

      Después de tocar algunas canciones italianas, la señorita Bingley varió un poco el repertorio con un aire escocés más alegre; y al momento el señor Darcy se acercó a Elizabeth y le dijo:

      Ella sonrió y no respondió. Él, algo sorprendido por su silencio, repitió la pregunta.

      —¡Oh! —dijo ella—, ya había oído la pregunta. Estaba meditando la contestación. Sé que usted querría que respondiese que sí, y así habría tenido el gusto de criticar mis aficiones; pero a mí me encanta echar por tierra esa clase de artimañas y defraudar a la gente que está concibiendo un desaire. Por lo tanto, he decidido decirle que no deseo bailar en absoluto. Y, ahora, desaíreme si osa hacerlo.

      —No me atrevo, con sinceridad.

      Ella, que creyó haberle ofendido, se quedó sorprendida de su galantería. Pero había tal mezcla de dulzura y malicia en los modales de Elizabeth, que era difícil que pudiese ofender a nadie; y Darcy nunca había estado tan enfrascado con una mujer como lo estaba con ella. Creía realmente que si no fuera por la inferioridad de su familia, se vería en apuros.

      La señorita Bingley vio o sospechó lo suficiente para ponerse celosa, y su ansiedad porque se restableciese su querida amiga Jane aumentó con el deseo de librarse de Elizabeth.

      Intentaba provocar a Darcy para que se desencantase de la joven, hablándole de su supuesto matrimonio con ella y de la felicidad que ese enlace le traería.

      —Aguardo —le dijo al día siguiente mientras paseaban por el jardín— que cuando ese deseado evento tenga lugar, hará usted a su suegra unas cuantas advertencias para que modere su lengua; y si puede lograrlo, evite que las hijas menores corran detrás de los oficiales. Y, si me permite hablar de un tema tan delicado, procure refrenar ese algo, rayando en el orgullo y en la impertinencia, que su dama ostenta.

      —¿Tiene algo más que proponerme para mi felicidad doméstica?

      —¡Oh, sí! Deje que los retratos de sus tíos, los Phillips, sean colgados en la galería de Pemberley. Póngalos al lado del tío abuelo suyo, el juez. Son de la misma profesión, aunque de distinta clase social. En cuanto al retrato de su Elizabeth, no debe permitir que se lo hagan, porque ¿qué pintor podría hacer justicia a sus hermosos ojos?

      —Ciertamente, no sería nada fácil conseguir su expresión, pero el color, la forma y sus bonitas pestañas podrían ser logrados.

      En ese instante, por otro sendero del jardín, salieron a su encuentro la señora Hurst y Elizabeth.

      —No sabía que estabais paseando —dijo la señorita Bingley un poco azorada al pensar que pudiesen haberles oído.

      —Os habéis portado muy mal con nosotras —contestó la señora Hurst— al no comunicarnos que ibais a salir.

      Y, tomando el brazo libre del señor Darcy, dejó que Elizabeth pasease sola. En el camino solo cabían tres. El señor Darcy se dio cuenta de tal descortesía y dijo en el acto:

      —Este paseo no es lo bastante ancho para los cuatro, salgamos a la avenida.

      Pero Elizabeth, que no tenía la menor intención de seguir con ellos, respondió muy sonriente:

      —No, no; quédense donde están. Forman un grupo encantador, está mucho mejor así. Una cuarta persona lo echaría a rodar. Adiós.

      Se fue alegremente, contenta al pensar, mientras caminaba, que dentro de uno o dos días más estaría en su casa. Jane se encontraba ya tan repuesta, que aquella misma tarde tenía la intención de salir un par de horas de su cuarto.

       Juego de cartas, para dos personas, de 32 naipes.

       Es uno de los vigorosos bailes nacionales escoceses.

      Capítulo XI

      Cuando las señoras se levantaron de la mesa después de la cena, Elizabeth subió a ver a su hermana y al darse cuenta que estaba bien abrigada la acompañó al salón, donde sus amigas le dieron la bienvenida con grandes demostraciones de afecto. Elizabeth nunca las había visto tan cordiales como en la hora que transcurrió hasta la llegada de los caballeros. Hablaron de todo. Describieron la fiesta con todo detalle, contaron anécdotas con mucho desparpajo y se burlaron de sus conocidos con gracia.

      Pero en cuanto entraron los caballeros, Jane dejó de ser el primer objeto de atención. Los ojos de la señorita Bingley se volvieron de golpe hacia Darcy y no había dado cuatro pasos cuando ya tenía algo que comunicarle. Él se dirigió directamente a la señorita

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