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o si son el resultado de un estudio meditado?

      —Normalmente me salen en el instante preciso, y aunque a veces me paro en meditar y preparar estos pequeños y elegantes cumplidos para poder adaptarlos en las circunstancias que se me presenten, siempre procuro ofrecerles un tono lo menos rebuscado posible.

      Las suposiciones del señor Bennet se habían confirmado. Su primo era tan disparatado como él creía. Le escuchaba con intenso placer, conservando, sin embargo, la más perfecta educación; y, a no ser por alguna mirada que le lanzaba de vez en cuando a Elizabeth, no necesitaba que nadie más fuese partícipe de su gozo.

      —¿Sabes, mamá, que el tío Phillips habla de despedir a Richard? Y si lo hace, lo contratará el coronel Forster. Me lo reveló la tía el sábado. Iré mañana a Meryton para enterarme de más y para preguntar cuándo regresa de la ciudad el señor Denny.

      Las dos hermanas mayores le suplicaron a Lydia que se callase, pero Collins, muy enfadado, dejó el libro y exclamó:

      —Con frecuencia he observado lo poco que les interesan a las jóvenes los libros de temas profundos, a pesar de que fueron escritos por su bien. Confieso que me sorprende, pues no puede haber nada tan provechoso para ellas como la instrucción. Pero no quiero seguir molestando a mi primita.

      Se dirigió al señor Bennet y le propuso una partida de backgammon. El señor Bennet aceptó el envite y encontró que obraba muy cuerdamente al dejar que las muchachas se divirtiesen con sus frivolidades. La señora Bennet y sus hijas se deshicieron en excusas por la interrupción de Lydia y le prometieron que ya no volvería a ocurrir si quería seguir leyendo. Pero Collins les aseguró que no estaba molesto con su prima y que jamás podría interpretar lo que había hecho como un agravio; y, sentándose en otra mesa con el señor Bennet, se preparó para jugar al backgammon.

       Carruaje abierto tirado por un par de caballos.

       Tales bibliotecas estaban de moda en el siglo XVIII y a menudo servían de lugares de encuentro para la gente ociosa. Eran costeadas por las cuotas que pagaban sus socios. En aquel tiempo los libros eran muy caros y no existían bibliotecas públicas. Las bibliotecas circulantes eran el único recurso que tenía la gente de medios limitados para acceder a libros nuevos.

      Capítulo XV

      El señor Collins era un hombre de cortas luces, y a las deficiencias de su naturaleza no las había ayudado nada ni su educación ni su vida social. Pasó la mayor parte de su vida bajo la autoridad de un padre zafio y avaro; y aunque fue a la universidad, solo permaneció en ella los cursos estrictamente necesarios y no adquirió ningún conocimiento auténticamente útil. La sujeción con que le había educado su padre, le había impreso, en principio, gran humildad a su carácter, pero ahora se veía contrarrestada por una soberbia conseguida gracias a su corta inteligencia, a su vida retirada y a los sentimientos inherentes a un repentino e inesperado bienestar. Una afortunada casualidad le había colocado bajo el patronato de lady Catherine de Bourgh, cuando quedó vacante la rectoría de Hunsford, y su respeto al alto linaje de la señora y la devoción que le inspiraba por ser su patrona, unidos a una gran estima de sí mismo, a su autoridad de clérigo y a sus derechos de rector, le habían convertido en una mezcla de orgullo y servilismo, de vanidad y humildad.

      Puesto que ahora ya tenía una buena casa y unos ingresos más que suficientes, Collins estaba pensando en casarse. En su reconciliación con la familia de Longbourn, buscaba la posibilidad de realizar sus planes, pues tenía pensado escoger a una de las hijas, en el caso de que resultasen tan atractivas y agradables como se decía. Este era su plan de rectificación, o reparación, por heredar las propiedades del padre, objetivo que le parecía magnífico, ya que era legítimo, muy apropiado, a la par que muy generoso y desinteresado por su parte.

      Su plan no varió ni un ápice al verlas. El rostro bellísimo de Jane le confirmó sus propósitos y ratificó todas sus restrictivas nociones sobre la preferencia que debe darse a las hijas mayores; y así, durante la primera velada, se decidió definitivamente por ella. Sin embargo, a la mañana siguiente tuvo que hacer una rectificación; pues antes del desayuno, mantuvo una conversación de un cuarto de hora con la señora Bennet. Empezaron hablando de su casa parroquial, lo que le llevó, lógicamente, a confesar sus esperanzas de que pudiera encontrar en Longbourn a la que había de ser señora de la misma. Entre complacientes sonrisas y generales ánimos, la señora Bennet le realizó una advertencia sobre Jane: “En cuanto a las hijas menores, no era ella quien debía objetarlo; no podía contestar ni sí, ni no, aunque no sabía que nadie les hubiese hecho proposiciones; pero en lo referente a Jane, debía avisarle, aunque, al fin y al cabo, era cosa que solo a ella le atañía, de que quizás no tardaría en comprometerse”.

      Collins solo tenía que sustituir a Jane por Elizabeth; y, espoleado por la señora Bennet, realizó pronto el cambio. Elizabeth, que seguía a Jane en edad y en belleza, fue la nueva candidata.

      La señora Bennet se dio por satisfecha, y confiaba en que pronto tendría dos hijas casadas. El hombre de quien el día antes no deseaba ni oír hablar, se convirtió súbitamente en el objeto de su más alto aprecio.

      El proyecto de Lydia de desplazarse a Meryton continuaba. Todas las hermanas, menos Mary, accedieron a acompañarla. El señor Collins iba a hacerlo a petición del señor Bennet, que tenía ganas de sacarse de encima a su pariente y tener la biblioteca solo para él; pues allí le había seguido el señor Collins después del desayuno y allí continuaría, aparentemente distraído con uno de los mayores folios de la colección, aunque, en realidad, hablando sin parar al señor Bennet de su casa y de su jardín de Hunsford. Tales cosas le desquiciaban enormemente. La biblioteca era para él el lugar donde sabía que podía disfrutar de su tiempo libre con sosiego. Estaba dispuesto, como le dijo a Elizabeth, a soportar la estupidez y el engreimiento en cualquier otra habitación de la casa, pero en la biblioteca quería tranquilidad por encima de todo. Así es que utilizó toda su cortesía en invitar a Collins a acompañar a sus hijas en su paseo; y Collins, a quien le gustaba mucho más pasear que leer, vio el cielo abierto. Cerró el libro y se fue.

      Y entre grandilocuentes y huecas frases, por su parte, y corteses asentimientos, por la de sus primas, pasó el tiempo hasta llegar a Meryton. A partir de entonces, las hermanas menores ya no le hicieron caso. No tenían ojos más que para buscar oficiales por las calles. Y a no ser un sombrero verdaderamente elegante o una muselina realmente innovadora, nada podía distraerlas.

      Pero la atención femenil fue pronto acaparada por un joven al que no habían visto antes, que tenía aspecto de ser todo un caballero, y que paseaba con un oficial por el lado opuesto de la calle. El oficial era el señor Denny en persona, cuyo regreso de Londres había venido Lydia a investigar, y que se inclinó para saludarlas al pasar. Todas se quedaron asombradas con la prestancia del forastero y se preguntaban quién podría ser. Kitty y Lydia, decididas a averiguar, cruzaron la calle con el pretexto de que querían comprar algo en la tienda de enfrente, alcanzando la acera con tanta suerte que, en ese preciso momento, los dos caballeros, de vuelta, llegaban exactamente al mismo sitio. El señor Denny se dirigió directamente a ellas y les pidió que le permitiesen presentarles a su amigo, el señor Wickham, que había venido de Londres con él el día anterior, y había tenido la deferencia de aceptar un destino en el Cuerpo. Esto ya era el colmo, pues pertenecer al regimiento era lo único que le faltaba para completar su atractivo. Su aspecto decía mucho

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