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no finalizase ahí el tema, añadió:

      —Creo que ese señor posee grandes propiedades en Derbyshire.

      —Sí —repuso Wickham—, su hacienda es meritoria, le proporciona diez mil libras anuales. Nadie mejor que yo podría darle a usted informes fidedignos sobre el señor Darcy, pues he estado especialmente relacionado con su familia desde mi niñez.

      Elizabeth no pudo esconder su sorpresa.

      —Le extrañará lo que digo, señorita Bennet, después de haber visto, como vio usted quizá, la frialdad de nuestro encuentro de ayer. ¿Conoce usted mucho al señor Darcy?

      —Más de lo que desearía —contestó Elizabeth con amabilidad—. He pasado cuatro días en la misma casa que él y me parece muy descortés.

      —Yo no tengo derecho a decir si es o no es descortés —continuó el señor Wickham—. No soy el más indicado para ello. Le he conocido durante demasiado tiempo y demasiado bien para ser un juez ponderado. Me sería imposible resultar imparcial. Pero creo que la opinión que tiene de él sorprendería a cualquiera y puede que no la expresaría tan rotundamente en ninguna otra parte. Aquí está usted entre los suyos.

      —Le doy mi palabra de que lo que digo aquí lo diría en cualquier otra casa de la vecindad, menos en Netherfield. Darcy ha menospreciado a todo el mundo con su orgullo. No encontrará a nadie que hable mejor de él.

      —No puedo esconder que lo siento —dijo Wickham después de un breve silencio—. No siento que él ni nadie sean estimados solo por sus méritos, pero con Darcy no suele ocurrir así. La gente se ciega con su fortuna y con su importancia o le temen por sus distinguidos y soberbios modales, y le ven solo como él quiere que le vean.

      —Pues yo, a pesar de lo poco que le conozco, le tengo por una persona pérfida.

      Wickham se limitó a mover la cabeza. Después añadió:

      —Me pregunto si tendría la intención de quedarse en este condado mucho tiempo.

      —No tengo ni idea; pero no oí nada de que se fuera mientras estuvo en Netherfield. Espero que la presencia de Darcy no variará sus planes de continuar en la guarnición del condado.

      —Claro que no. No seré yo el que me vaya por culpa del señor Darcy, y siempre me entristece verle, pero no tengo más que una causa para eludirle y puedo pregonarla delante de todo el mundo: un lamentable pesar por su mal trato y por su carácter. Su padre, señorita Bennet, el último señor Darcy, fue el mejor de los hombres y mi mejor amigo; no puedo hablar con Darcy sin que se me parta el alma con mil felices recuerdos. Su conducta conmigo ha sido inmoral; pero confieso sinceramente que se lo perdonaría todo menos que haya frustrado las esperanzas de su padre y haya deshonrado su recuerdo.

      Elizabeth encontraba que el interés iba creciendo y escuchaba con sus cinco sentidos, pero la naturaleza delicada del tema le impidió hacer más preguntas.

      Wickham empezó a hablar de asuntos más generales: Meryton, la vecindad, la sociedad; y parecía sumamente contento con lo que ya sabía, hablando sobre todo de lo último con gentil pero comprensible cortesía.

      —El principal acicate para mi ingreso en la guarnición del condado —continuó Wickham— fue la esperanza de estar en constante contacto con la sociedad, y gente de la buena sociedad. Sabía que era un Cuerpo muy famoso y agradable, y mi amigo Denny me tentó, además, ponderándome su actual residencia y las grandes atenciones y excelentes amistades que ha encontrado en Meryton. Confieso que siento un poco de necesidad de vida social. Soy un hombre desengañado y mi estado de ánimo no soportaría la soledad. Necesito ocupación y compañía. No era mi deseo incorporarme a la vida militar, pero las circunstancias actuales me obligaron elegirla. La Iglesia debió haber sido mi profesión; para ella me educaron y hoy estaría en posesión de un valioso rectorado si no hubiese sido por el caballero a quien estaba refiriéndome hace un instante.

      —¿De veras?

      —Sí; el último señor Darcy dejó estipulado que se me presentase para ocupar el mejor beneficio eclesiástico de sus dominios. Era mi padrino y me quería con locura. Jamás podré hacer justicia a su bondad. Deseaba dejarme bien situado, y creyó haberlo hecho; pero cuando el puesto quedó vacante, fue concedido a otro.

      —¡Dios mío! —exclamó Elizabeth—. ¿Pero cómo pudo pasar una cosa así? ¿Cómo pudieron contradecir su testamento? ¿Por qué no recurrió usted a la justicia?

      —Había tanta imprecación en los términos del legado, que la ley no me hubiese dado ninguna esperanza. Un hombre de honor no habría puesto en tela de juicio la intención de dichos términos; pero Darcy optó por ponerlo en duda o tomarlo como una recomendación meramente condicional y afirmó que yo había perdido todos mis derechos por mis excentricidades y mala cabeza; total que o por uno o por otro, la verdad es que la rectoría quedó vacante hace dos años, justo cuando yo ya tenía edad para ocuparla, y se la concedieron a otro; y no es menos cierto que yo no puedo culparme de haber hecho nada para merecer perderla. Tengo un temperamento ardiente, soy indiscreto y acaso haya manifestado mi opinión sobre Darcy algunas veces, y hasta a él mismo, con excesiva sinceridad. No recuerdo ninguna otra cosa de la que se me pueda echar en cara. Pero la verdad es que somos muy diferentes y que él me odia.

      —¡Es vergonzoso! Merece ser deshonrado en público.

      —Un día u otro le llegará la hora, pero no seré yo quien lo haga. Mientras no pueda olvidar a su padre, nunca podré desafiarle ni denunciarlo.

      Elizabeth le honró por tales sentimientos y le pareció más atractivo que nunca mientras los confesaba.

      —Pero —continuó después de una pausa—, ¿cuál puede ser la causa? ¿Qué puede haberle inducido a obrar con esa vileza?

      —Una profunda y enérgica antipatía hacia mí que no puedo atribuir hasta cierto punto más que a los celos. Si el último señor Darcy no me hubiese querido tanto, su hijo me habría soportado mejor. Pero el extraordinario afecto que su padre sentía por mí le encolerizaba, según creo, desde su más tierna infancia. No tenía carácter para resistir aquella especie de rivalidad en que nos encontrábamos, ni la preferencia que frecuentemente me otorgaba su padre.

      —Recuerdo que un día, en Netherfield, se envanecía de lo implacable de sus sentimientos y de tener un carácter que no perdona. Su modo de comportarse es horrible.

      —No debo profundizar en este tema —repuso Wickham—; me resulta imposible ser justo con él.

      Elizabeth reflexionó de nuevo y al cabo de unos instantes exclamó:

      —¡Tratar de esa forma al ahijado, al amigo, al mimado de su padre!

      Podía haber añadido: “A un joven, además, como usted, que solo su rostro destella sobradas garantías de su generosidad”. Pero se limitó a decir:

      —A un hombre que fue con toda seguridad el compañero de su niñez y con el que, según creo que usted ha explicado, le unían estrechos vínculos.

      —Nacimos en la misma parroquia, dentro de la misma finca; la mayor parte de nuestra juventud la pasamos juntos, viviendo en la misma casa, compartiendo juegos y siendo objeto de los mismos cuidados paternales. Mi padre empezó con la profesión en la que parece que su tío, el señor Philips, ha alcanzado tanta fama; pero lo abandonó todo para servir al señor Darcy y consagró todo su tiempo a administrar la propiedad de Pemberley. El señor Darcy lo valoraba mucho y era su hombre de confianza y su más íntimo amigo. El propio señor Darcy reconocía con frecuencia que le debía mucho a la activa dedicación de mi padre, y cuando, poco antes de que muriese, el señor Darcy le prometió voluntariamente encargarse de mí, estoy convencido de que lo hizo por pagarle a mi padre una deuda de gratitud a la vez que por el cariño que me profesaba.

      —¡Qué extraño! —exclamó Elizabeth—. ¡Qué espanto! Me sorprende que el propio orgullo del señor Darcy no le haya impulsado a ser justo con usted. Porque, aunque solo fuese por esa razón, es demasiado orgulloso para no ser honrado; y falta de honradez es como debo mencionar a lo

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