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ausente ocasionalmente el domingo, siempre que hubiese algún otro sacerdote dispuesto para cumplir con las obligaciones de ese día. Le envío afectuosos saludos para su esposa e hijas, su amigo que le desea toda felicidad,

      William Collins.»

      —Por lo tanto, a las cuatro es posible que aparezca este caballero conciliador —manifestó el señor Bennet al tiempo que doblaba la carta—. Parece ser un joven educado y atento; no dudo de que su amistad nos será estimable, sobre todo si lady Catherine es tan condescendiente como para dejarlo venir a visitarnos.

      —Ya ves, parece que tiene sentido eso que dice sobre nuestras hijas. Si está dispuesto a reparar, no seré yo la que lo desaliente.

      —Aunque es difícil —observó Jane— adivinar qué entiende él por esa enmienda que cree que nos merecemos, debemos dar pábulo a sus deseos.

      A Elizabeth le causó mucha impresión aquella extraordinaria deferencia hacia lady Catherine y aquella sana intención de bautizar, casar y enterrar a sus feligreses siempre que fuese necesario.

      —Debe ser un poco excéntrico —dijo—. No puedo imaginármelo. Su estilo es algo ampuloso. ¿Y qué querrá decir con eso de disculparse por ser el heredero de Longbourn? Supongo que no trataría de evitarlo, si pudiese. Papá, ¿será un hombre taimado?

      —No, querida, no lo creo. Abrigo grandes esperanzas de que sea lo contrario. Existe en su carta una mezcla de servilismo y presunción que lo afirma. Estoy en ascuas por verle.

      —Por lo que respecta a la redacción —dijo Mary—, su carta no parece tener faltas. Eso de la rama de olivo no es muy original, pero, así y todo, se expresa con corrección.

      A Catherine y a Lydia, ni la carta ni su autor les interesaban un ápice. Era del todo imposible que su primo se presentase con casaca escarlata, y hacía ya unas cuantas semanas que no sentían atracción por ningún hombre vestido de otro color. En lo que a la madre respecta, la carta del señor Collins había extinguido su ira, y estaba preparada para recibirle con tal sosiego que dejaría perplejos a su marido y a sus hijas.

      El señor Collins llegó puntualmente a la hora anunciada y fue acogido con gran deferencia por toda la familia. El señor Bennet habló poco, pero las señoras estaban muy dispuestas a hablar, y el señor Collins no parecía necesitar que le animasen ni ser aficionado al silencio. Era un hombre de veinticinco años de edad, alto, de mirada inquisidora, con un aire grave y hierático y modales pomposos. A poco de haberse sentado, felicitó a la señora Bennet por tener unas hijas tan agraciadas; dijo que había oído hablar mucho de su belleza, pero que la fama se había quedado corta en comparación con la realidad; y añadió que no dudaba que a todas las vería casadas a su debido tiempo. La galantería no fue muy del agrado de todas las oyentes; pero la señora Bennet, que no se andaba con rodeos, contestó enseguida:

      —Es usted muy amable y deseo de todo corazón que sea como usted desea, pues de otro modo quedarían las pobres bastante sin socorro, en vista de la extraña forma en que está la situación.

      —¿Se refiere usted, quizá, a la herencia de esta propiedad?

      —¡Ah! En efecto, señor. No me negará usted que es una situación muy grave para mis hijas. No le culpo; ya sabe que en este mundo estas cosas son solo cuestión de fortuna. Nadie tiene idea de qué va a pasar con las propiedades una vez que tengan que ser heredadas.

      —Siento mucho el infortunio de sus bellas hijas; pero voy a ser precavido, no quiero adelantarme y parecer imprudente. Lo que sí puedo asegurar a estas jóvenes, es que he venido dispuesto a admirarlas. En principio, no diré más, pero quizá, cuando nos conozcamos mejor...

      Le interrumpieron para invitarle a pasar al comedor; y las muchachas intercambiaron sonrisas. No solo ellas fueron objeto de admiración del señor Collins: examinó y elogió el vestíbulo, el comedor y todo el mobiliario; y las alabanzas que de todo hacía, habrían alcanzado el corazón de la señora Bennet, si no fuese porque se afligía pensando que Collins veía todo aquello como su futura propiedad. También ensalzó la cena y suplicó se le dijera a cuál de sus hermosas primas correspondía el mérito de haberla preparado. Pero aquí, la señora Bennet le atajó sin rodeos diciéndole que sus medios le permitían disponer de una buena cocinera y que sus hijas no tenían nada que hacer en la cocina. Él se disculpó por haberla ofendido y ella, en tono muy cortés, le dijo que no estaba nada molesta. Pero Collins siguió excusándose casi durante un cuarto de hora.

      Capítulo XIV

      El señor Bennet casi no habló durante la cena; pero cuando ya se habían retirado los criados, creyó que había llegado el momento adecuado para conversar con su huésped. Escogió un tema que creía sería de su agrado para abrir fuego, y le confesó que había tenido mucha suerte con su patrona. La atención de lady Catherine de Bourgh a sus deseos y su preocupación por su felicidad eran inusuales. El señor Bennet no pudo haber escogido nada mejor. El señor Collins realizó el elogio de lady Catherine con gran oratoria. El tema elevó la solemnidad usual de sus maneras, y, con mucha prosopopeya, afirmó que nunca había encontrado un comportamiento como el suyo en una persona de su alcurnia ni tal amabilidad y generosidad. Se había dignado dar su aprobación a los dos sermones que ya había tenido el honor de pronunciar en su presencia; le había invitado a comer dos veces en Rosings, y el mismo sábado anterior mandó a buscarle para que completase su partida de cuatrillo durante la velada. Sabía de muchas personas que tenían a lady Catherine por orgullosa, pero él no había visto nunca en ella más que aprecio. Siempre le habló como lo haría a cualquier otro caballero; no se oponía a que frecuentase a las personas de la vecindad, ni a que abandonase por una o dos semanas la parroquia a fin de ir a ver a sus parientes. Siempre tuvo a bien recomendarle que se casara cuanto antes con tal de que eligiese con tino, y le había ido a visitar a su humilde casa, donde aprobó todos los cambios que él había realizado, llegando hasta sugerirle alguno ella misma, como, por ejemplo, poner algunas repisas en los armarios de las habitaciones superiores.

      —Todo eso está muy bien y es muy amable por su parte —comentó la señora Bennet—. Debe ser una mujer muy agradable. Es una lástima que las grandes damas en general no se parezcan mucho a ella. ¿Vive cerca de usted?

      —Rosings Park, residencia de Su Señoría, está únicamente separado por un camino de la finca en la que se levanta mi humilde casa.

      —Creo que mencionó usted que era viuda. ¿Tiene familia?

      —No tiene más que una hija, la heredera de Rosings y de otras propiedades enormes.

      —¡Ay! —suspiró la señora Bennet moviendo la cabeza—. Está en situación más privilegiada que muchas otras jóvenes. ¿Qué clase de muchacha es? ¿Es hermosa?

      —¿Ha sido ya presentada en sociedad? No recuerdo haber oído su nombre entre las damas de la corte.

      —El precario estado de su salud no le ha permitido, por desgracia, ir a la capital, y por ello, como le dije un día a lady Catherine, ha privado a la corte británica de su joya más brillante. Su Señoría pareció muy lisonjeada con esta apreciación; y ya pueden ustedes comprender que me es grato en hacerles, siempre que tengo oportunidad, estos pequeños y delicados cumplidos que suelen ser agradables a las damas. Más de una vez le he hecho observar a lady Catherine que su encantadora hija parecía haber nacido para duquesa y que el más elevado rango, en vez de darle importancia, quedaría ensalzado por ella. Esta clase de adornos verbales son los que gustan a Su Señoría y me considero especialmente ligado a tener con ella tales deferencias.

      —Juzga

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