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de una pequeña pausa empezó a reiterar su agradecimiento al señor Bingley por su amabilidad con Jane y se disculpó por las molestias que también pudiera estar causando Lizzy. El señor Bingley fue amable en su respuesta, y obligó a su hermana menor a ser cortés y a decir lo que la ocasión requería. Ella desempeñó su papel, aunque con poco desparpajo, pero la señora Bennet, quedó satisfecha y poco después pidió su carruaje. Al oír esto, la más joven de sus hijas se adelantó para decir algo. Las dos muchachitas habían estado cuchicheando durante toda la visita, y el resultado de ello fue que la más joven tenía que recordarle al señor Bingley que cuando vino al campo por primera vez había prometido ofrecer un baile en Netherfield.

      Lydia era fuerte, muy desarrollada para tener quince años, tenía buena figura y un carácter muy vivo. Era la favorita de su madre que por la estimación que la guardaba la había presentado en sociedad a una edad muy temprana. Era muy arrebatada y se daba mucha importancia, lo que había crecido con las atenciones que recibía de los oficiales, a lo que las cenas de su tía y sus modales sencillos contribuían. Por lo tanto, era la más idónea para dirigirse a Bingley y recordarle su promesa; añadiendo que sería una vergüenza ante el mundo si no lo cumplía. Su respuesta a este súbito ataque fue encantadora a los oídos de la señora Bennet.

      —Le aseguro que estoy dispuesto a mantener mi promesa, en cuanto su hermana esté repuesta; usted misma, si le place, podrá señalar la fecha del baile: No querrá estar bailando mientras su hermana está en cama.

      Lydia se dio por satisfecha:

      —¡Oh! sí, será mucho más adecuado aguardar a que Jane esté bien; y para entonces lo más seguro es que el capitán Carter estará de nuevo en Meryton. Y cuando usted haya dado su baile —agregó—, insistiré para que den también uno ellos. Le diré al coronel Forster que sería lamentable que no lo hiciese.

      Finalmente la señora Bennet y sus hijas se marcharon, y Elizabeth volvió al instante con Jane, dejando que las dos damas y el señor Darcy hiciesen sus comentarios acerca de su conducta y el de su familia. Sin embargo, Darcy no pudo compartir con los demás la censura hacia Elizabeth, a pesar del genio de la señorita Bingley al hacer chistes sobre ojos hermosos.

      Capítulo X

      Elizabeth se dedicó a una labor de aguja, y tenía suficiente distracción con atender a lo que pasaba entre Darcy y su compañía. Los constantes elogios de esta a la caligrafía de Darcy, a la simetría de sus renglones o a la extensión de la carta, así como la total indiferencia con que eran recibidos, constituían un curioso diálogo que estaba totalmente de acuerdo con la opinión que Elizabeth guardaba de cada uno de ellos.

      —¡Cómo se alegrará la señorita Darcy cuando reciba esta carta!

      Él no respondió.

      —Escribe usted más deprisa que nadie.

      —Se equivoca. Escribo muy lentamente.

      —¡Cuántas cartas tendrá ocasión de escribir al cabo del año! Incluidas cartas de negocios. ¡Cómo las odio!

      —Tiene suerte, pues, que sea yo y no usted, el que tenga que escribirlas.

      —Le encarezco que le diga a su hermana que me complacería mucho verla.

      —Ya se lo he dicho una vez, por petición suya.

      —Me temo que su pluma no le va bien. Déjeme que se la afile, lo hago extraordinariamente bien.

      —Gracias, pero yo siempre afilo mi propia pluma.

      —¿Cómo puede conseguir una escritura tan uniforme?

      Darcy no hizo ningún comentario.

      —Por favor, dígale a su hermana que me alegro de saber que ha hecho muchos progresos con el arpa; y le ruego que también le diga que me gusta muchísimo el diseño de mesa que hizo, y que creo que es infinitamente mejor al de la señorita Grantley.

      —¿Me permite que aplace su entusiasmo para otra carta? En la presente ya no tengo espacio para más alabanzas.

      —¡Oh!, no tiene importancia. La veré en enero. Pero, ¿siempre le escribe cartas tan largas y dulces, señor Darcy?

      —Generalmente son largas; pero si son dulces o no, no soy yo quien debe juzgarlo.

      —Para mí es como una norma, cuando una persona escribe cartas tan largas con tanta desenvoltura no puede escribir groserías.

      —Ese cumplido no vale para Darcy, Caroline —interrumpió su hermano—, porque no escribe con facilidad. Analiza demasiado las palabras. Siempre busca palabras complicadas de más de cuatro sílabas, ¿no es así, Darcy?

      —Mi estilo es totalmente diferente al tuyo.

      —¡Oh! —exclamó la señorita Bingley—. Charles escribe sin ningún aliño. Se come la mitad de las palabras y emborrona el resto.

      —Las ideas me vienen tan deprisa que no tengo tiempo de expresarlas; de forma que, a veces, mis cartas no comunican ninguna idea al que las recibe.

      —Su humildad, señor Bingley —intervino Elizabeth—, tiene que desarmar todos los peros.

      —Nada es más engañoso —dijo Darcy— que la apariencia de humildad. En general no es otra cosa que falta de opinión, y a veces es una forma indirecta de ensalzarse.

      —¿Y cuál de esos dos calificativos aplicas a mi reciente acto de humildad?

      —Una forma indirecta de ensalzarse; porque tú, en realidad, estás orgulloso de tus defectos como escritor, puesto que los atribuyes a tu rapidez de pensamientos y a una dejadez en la ejecución, cosa que crees, si no muy estimable, al menos muy interesante. Siempre se estima mucho el poder de hacer cualquier cosa deprisa, y no se presta atención a la imperfección con la que se hace. Cuando esta mañana le dijiste a la señora Bennet que si alguna vez te decidías a dejar Netherfield, te irías en cinco minutos, fue una especie de elogio, de cumplido hacia ti mismo; y, sin embargo, ¿qué tiene de elogiable marcharse súbitamente dejando, sin duda, problemas sin resolver, lo que no puede ser positivo para ti ni para nadie?

      —¡No! —exclamó Bingley—. Me parece demasiado recordar por la noche las tonterías que se dicen por la mañana. Y te doy mi palabra, estaba convencido de que lo que decía de mí mismo era cierto, y lo sigo estando ahora. Por lo menos, no adopté sin necesidad un carácter precipitado para vanagloriarme delante de las damas.

      —Sí, creo que estabas convencido; pero soy yo el que no lo está de que te fueses tan rápidamente. Tu forma de actuar dependería de las circunstancias, como la de cualquier persona. Y si, montado ya en el caballo, un amigo te dijese: “Bingley, quédate hasta la próxima semana”, probablemente lo harías, probablemente no te marcharías, y sería suficiente una palabra más para que te quedaras un mes más.

      —Con esto solo ha probado —dijo Elizabeth— que Bingley no hizo justicia a su carácter. Lo ha favorecido usted más ahora de lo que él lo había hecho.

      —Estoy extraordinariamente agradecido —dijo Bingley— por convertir lo que manifiesta mi amigo en un cumplido. Pero me temo que usted no lo interpreta de la forma que mi amigo deseaba; porque él tendría mejor opinión de mí si, en esa tesitura, yo me negase en redondo y partiese tan rápido como pudiera.

      —¿Consideraría entonces el señor Darcy justificada la imprudencia de su primera intención con el empecinamiento de mantenerla?

      —No soy yo, sino Darcy, el que debe ofrecer explicaciones.

      —Quieres

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