Скачать книгу

de ningún modo. No me importa caminar. No hay distancias cuando existe un motivo. Son solo tres millas. Estaré de vuelta a la hora de cenar.

      —Admiro la actividad de tu benevolencia —observó Mary—; pero todo impulso del sentimiento debe estar dirigido por el cerebro, y en mi opinión, el esfuerzo debe ser proporcional a lo que se intenta.

      —Iremos contigo hasta Meryton —dijeron Catherine y Lydia.

      Elizabeth aceptó su compañía y las tres jóvenes marcharon juntas.

      —Si nos damos prisa —dijo Lydia mientras caminaba—, tal vez podamos ver al capitán Carter antes de que se marche.

      En Meryton se separaron; las dos menores se encaminaron a casa de la esposa de uno de los oficiales y Elizabeth continuó su ruta sola. Cruzó campo tras campo a paso ligero, saltó cercas y sorteó charcos con angustia hasta que por fin se encontró ante la casa, con los tobillos chorreando, las medias sucias y el rostro acalorado por el ejercicio.

      La introdujeron en el comedor donde estaban todos reunidos menos Jane, y donde su presencia causó gran sorpresa. La señora Hurst y la señorita Bingley no daban crédito a que hubiese caminado tres millas sola, tan temprano y con un tiempo tan desapacible. Elizabeth quedó convencida de que la despreciaron por ello. Sin embargo, la recibieron con mucha cortesía, pero en la actitud del hermano había algo más que deferencia: había buen talante y amabilidad. El señor Darcy habló poco y el señor Hurst menos. El primero fluctuaba entre la admiración por la luminosidad que el ejercicio le había dado a su rostro y la duda de si la ocasión justificaba el que hubiese venido sola desde tan lejos. El segundo solo pensaba en su desayuno.

      Las preguntas que Elizabeth hizo acerca de su hermana no fueron contestadas como ella deseaba. La señorita Bennet había dormido mal, y, aunque se había levantado, tenía mucha fiebre y no estaba en condiciones de salir de su habitación. Elizabeth se alegró de que la llevasen a verla enseguida; y Jane, que se había contenido de expresar en su nota cómo deseaba esa visita, por miedo a ser inconveniente o a alarmarlos, estuvo contentísima al verla entrar. Aunque no tenía ánimo para mucha conversación. Cuando la señorita Bingley las dejó solas, no pudo formular más que gratitud por la maravillosa amabilidad con que la trataban en aquella casa. Elizabeth la escuchó en silencio.

      Cuando acabó el desayuno, las hermanas Bingley se reunieron con ellas; y a Elizabeth empezaron a parecerle simpáticas al comprobar el afecto y el interés que mostraban por Jane. Vino el médico y examinó a la paciente, declarando, como era de pensar, que había cogido un fuerte resfriado y que debían hacer todo lo posible por cuidarla. Le recomendó que se metiese otra vez en la cama y le recetó algunas medicinas. Siguieron las instrucciones del médico al pie de la letra, ya que la fiebre había crecido y el dolor de cabeza era más fuerte. Elizabeth no abandonó la habitación ni un solo momento y las otras señoras tampoco se ausentaban por mucho rato. Los señores estaban fuera porque lo cierto es que nada tenían que hacer allí.

      Cuando dieron las tres, Elizabeth comprendió que debía irse, y, aunque muy en contra de su voluntad, así lo dio a conocer.

      La señorita Bingley le ofreció el carruaje; Elizabeth solo estaba aguardando que insistiese un poco más para aceptarlo, cuando Jane comunicó su deseo de marcharse con ella; por lo que la señorita Bingley se vio obligada a convertir el ofrecimiento del landó en una invitación para que permaneciese en Netherfield. Elizabeth aceptó muy agradecida, y enviaron un criado a Longbourn para hacer saber a la familia que se quedaba y para que le mandaran ropa.

       Para evitar que la propiedad pasase a otras familias, solo ciertas personas (normalmente, como aquí, varones) podían heredar dicha propiedad. Si a las hijas se les permitía heredar, la propiedad pasaría a las familias de sus maridos o a parientes más lejanos que ellas mismas podían nombrar a su voluntad en caso de permanecer solteras. Pero si el propietario había establecido que los herederos fuesen varones, y no tenía hijos, como en el caso del señor Bennet, las hijas resultaban perjudicadas, puesto que la propiedad pasaba a manos del heredero varón más próximo, que en esta circunstancia resultaba ser un pariente lejano, el señor Collins.

       Hasta que las guerras del siglo XX demostraron que el color rojo convertía a los soldados británicos en un blanco fácil para el enemigo, las casacas rojas formaban parte del uniforme de muchos regimientos. En tiempos de paz el colorido de estas casacas hacía que los hombres resultasen particularmente atractivos para las chicas.

      Capítulo VIII

      A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media llamaron a Elizabeth para que bajara a cenar. Esta no pudo contestar favorablemente a las atentas preguntas que le formularon y en las cuales tuvo la satisfacción de comprobar el interés especial del señor Bingley. Jane no había mejorado nada; al oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces cuánto lo lamentaban, lo horrible que resultaba tener un mal resfriado y lo que a ellas les molestaba estar enfermas. Después ya no se ocuparon más del asunto. Y su indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió a despertar en Elizabeth el rechazo que en principio había sentido por ellas.

      Lo cierto es que, era a Bingley al único del grupo que ella veía con simpatía. Su preocupación por Jane era palpable, y las atenciones que tenía con Elizabeth eran lo que evitaba que se sintiese como una entrometida, que era como los demás la valoraban. Solo él parecía darse cuenta de su presencia. La señorita Bingley estaba pasmada con el señor Darcy; su hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst, que estaba sentado al lado de Elizabeth, era un hombre perezoso que no vivía más que para comer, beber y jugar a las cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada de qué hablar con ella. Cuando acabó la cena, Elizabeth volvió sin descanso junto a Jane. Nada más salir del comedor, la señorita Bingley empezó a criticarla. Sus modales eran, en efecto, grosero, una mezcla de orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni gusto, ni belleza. La señora Hurst pensaba lo mismo y añadió:

      —En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una magnífica caminante. Nunca olvidaré cómo apareció esta mañana. Sin duda parecía medio salvaje.

      —Ciertamente, Louisa. Cuando la vi, casi no pude frenarme. ¡Qué falta de juicio venir hasta aquí! ¿Qué necesidad había de que corriese por los campos solo porque su hermana tiene un resfriado? ¡Cómo presentaba los cabellos, tan despeinados, tan desaliñados!

      —Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro. Y el abrigo que se había puesto para taparlas, desde luego, no le servía para nada.

      —Tu retrato puede que sea muy exacto, Louisa —dijo Bingley—, pero todo eso a mí me pasó inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un aspecto magnífico al entrar en el salón esta mañana. Casi no percibí que llevaba las faldas sucias.

      —Estoy segura de que usted sí que se fijó, señor Darcy —dijo la señorita Bingley—; y creo que no le agradaría que su hermana ofreciese parecido espectáculo.

      —Desde luego.

      —¡Caminar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, con el barro hasta los tobillos y sola, completamente sola! ¿Qué querría demostrar? Para mí, eso demuestra una execrable independencia y orgullo, y una indiferencia por el decoro propio de la gente del campo.

      —Lo que demuestra es un estimable cariño por su hermana —dijo Bingley.

      —Creo, señor Darcy —observó la señorita Bingley en un susurro—, que esta aventura habrá afectado bastante la admiración que sentía usted por sus hermosos ojos.

      —De ningún modo —respondió Darcy—; con el ejercicio se le pusieron todavía más brillantes.

      A esta intervención siguió un breve silencio, y la señora Hurst volvió.

      —Le tengo gran afecto a Jane Bennet, es en verdad una muchacha encantadora, y desearía con todo mi corazón

Скачать книгу