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1930, obtuvo 6.371.000 votos y 107 escaños, convirtiéndose así en la fuerza parlamentaria más importante después de los socialdemócratas. Este avance espectacular se explica por varios factores.

      Como ya hemos visto, el Plan Dawes de 1924 había contribuido a atajar la hiperinflación y proporcionado al país el estímulo económico que tanto necesitaba. Sin embargo, a finales de la década, las reparaciones de guerra seguían estrangulando la economía, y hubo un nuevo intento de resolver el problema, esta vez por parte del abogado estadounidense Owen D. Young. El Plan Young, aprobado en junio de 1929, reducía la cuantía total de las indemnizaciones a treinta y siete mil millones, y ampliaba el plazo de pago a cincuenta y nueve años; una solución que la comunidad internacional, en general, consideró favorable para Alemania, pero que indignó a la derecha nacionalista, que siempre había rechazado la idea de que su país hubiese sido el culpable de la guerra. El magnate de los medios de comunicación Alfred Hugenberg organizó una campaña en contra del plan, poniendo sus numerosos periódicos a disposición de Hitler. El sector más radical y hostil al capitalismo del NSDAP –encabezado por el hermano menor de Gregor Strasser, Otto– se mostró contrariado por esta alianza, de la que Hitler iba a sacar un gran provecho político y personal. Los militantes más combativos del partido consiguieron llegar a un público más amplio, y adquirieron un aire de respetabilidad del que habían carecido hasta entonces.

      En medio de esta campaña de la derecha se produjeron dos acontecimientos que resultarían decisivos para el futuro del NSDAP y para el de Alemania. El 3 de octubre murió de un infarto, a los cincuenta y un años, el ministro de Asuntos Exteriores, Gustav Stresemann, que había dirigido la diplomacia alemana con moderación y buen criterio durante la mayor parte de la década de 1920. No quedaba en el país ningún estadista de estatura mundial, lo que no habría tenido demasiada importancia, quizá, de no haber sido por la crisis que estalló tres semanas más tarde.

      El 24 de octubre se desató el pánico en la bolsa de Nueva York, cuando la venta masiva de acciones hizo desplomarse su valor, llevando a la ruina a bancos, empresas y particulares. Las consecuencias fueron gravísimas en todo el mundo, y especialmente en Alemania, cuya precaria economía dependía de los créditos concedidos por Estados Unidos. La amenaza de quiebra llevó a las entidades prestamistas a reclamar el reembolso anticipado del dinero, lo que precipitó al país en el caos. La hiperinflación de 1923 había depauperado a las clases no propietarias al acabar con sus ahorros; ahora se repetía el proceso, desencadenado esta vez por el desempleo.

      Esta situación era la más propicia para la captación de adeptos por parte del NSDAP. Era la tercera catástrofe que Alemania sufría en once años –primero su derrota en la guerra, luego la inflación, y ahora la depresión–, lo que prestaba verosimilitud al discurso nacionalsocialista, que daba por fracasada la democracia de Weimar. A raíz de ello, aumentó de forma espectacular el número de afiliados al partido y a sus diversas organizaciones. A la gente corriente, por lo demás, ya no le daba miedo unirse al movimiento, ya que Hitler había optado por la vía de la legalidad después del putsch.

      El programa de los nacionalsocialistas no tenía, en realidad, nada de original. El anticapitalismo lo compartían comunistas y socialdemócratas, y el nacionalismo era típico de los partidos de derechas. Ni siquiera tenían el monopolio del antisemitismo. Con todo, el NSDAP ofrecía una imagen de dinamismo y vitalidad que se echaba en falta en los demás partidos. Además afirmaba representar a la “generación del frente” –los hombres que habrían llevado a Alemania a la victoria en la guerra de no haber sido por la traición de judíos, comunistas y demás “criminales de noviembre”–, y prometía dejar atrás los fracasos del régimen de Weimar y recuperar los valores que habían hecho grande a Alemania.

      Mientras la depresión económica impulsaba a los desempleados y, en general, a las personas de escasos recursos a unirse al nacionalsocialismo, este consiguió, con sus técnicas de propaganda, ganar adeptos en ciertos grupos sociales –iglesias, asociaciones empresariales y deportivas– hasta entonces inaccesibles, lo que benefició especialmente a las SS. Guardia pretoriana del joven movimiento, la organización dirigida por Himmler estaba alejada de la violencia y la corrupción de la SA –esa muchedumbre anárquica– y parecía una élite respetable y disciplinada. Esta imagen no tardaría en seducir a los alemanes instruidos de clase media que ahora ingresaban en el partido.

      La campaña del NSDAP para las elecciones de 1930 fue la primera que organizó Joseph Goebbels (según las directrices de Hitler). Nacido en 1897 en Rheydt, en la región del Ruhr, Goebbels pertenecía a una familia católica de clase media baja. En la Primera Guerra Mundial había sido rechazado por el ejército debido a una deformidad del pie derecho, consecuencia de una enfermedad que había sufrido en su infancia. Excluido del servicio militar, estudió literatura y filosofía en las universidades de Bonn, Friburgo, Wurzburgo y Heidelberg, y en 1921 se doctoró con una tesis sobre literatura romántica del siglo XIX. La ocupación francesa del Ruhr le impulsó a afiliarse al NSDAP en 1924. Pronto se ganó fama de orador perspicaz y carismático, y, aunque en un primer momento se alineó con la facción “socialista” del partido, encabezada por Strasser, Hitler supo ver su talento a mediados de la década de 1920, y pronto le convirtió en uno de sus principales aliados.

      En 1930, los activistas movilizados por Goebbels inundaron el país de propaganda y practicaron sistemáticamente la agitación y la violencia callejeras, obligando a los periódicos que los habían ignorado dos años antes a hablar de ellos en sus primeras páginas. Los resultados electorales fueron asombrosos. El porcentaje de votos del NSDAP aumentó del 2,6 al 18,3%. “El NSDAP ya no era solo un partido de clase media –señala Ian Kershaw–. “El movimiento de Hitler podía afirmar, con razón, haber obtenido el apoyo de todos los sectores sociales, aunque en distintas proporciones. Ningún otro partido de la República de Weimar podía decir lo mismo”.8 Esto es hasta cierto punto inexacto, ya que los nacionalsocialistas no contaron nunca con el respaldo masivo de la clase obrera; aunque incluso en este sector lograron un avance notable en las elecciones de 1930.

      No obstante, el NSDAP se había visto sacudido por las crisis internas. La primera la desencadenó Otto Strasser, hermano menor de Gregor, al poner en duda que el partido tuviese otro proyecto político que la conquista del poder. Defensor de una modalidad de nacionalsocialismo fundada no solo en postulados nacionalistas y antisemitas, sino también en un anticapitalismo radical, no tardó en reunir un círculo de adeptos que se dedicaría a difundir su ideario a través de su editorial berlinesa, Kampfverlag. Les irritaba la relación cada vez más estrecha del NSDAP con la burguesía dirigente y la industria pesada, y en los primeros meses de 1930 fueron publicando panfletos cada vez más críticos con esta tendencia del partido. La deslealtad de Strasser y sus seguidores indignó a Hitler, y en especial a Goebbels –entonces jefe regional del NSDAP en Berlín–, que coincidía sin reservas con él en que el objetivo prioritario era alcanzar el poder, condición indispensable para poner en marcha la revolución nacionalsocialista.

      El conflicto llegó a su apogeo en los meses de abril y mayo de 1930. Hitler convocó varias reuniones de la cúpula del partido para denunciar las actividades de Kampfverlag, y finalmente, el 21 de mayo, se entrevistó con Strasser. Existe división de opiniones sobre si se trataba de expulsarlo del movimiento o de obligarle a acatar la línea oficial. Lo más probable es que Hitler pretendiera simplemente sondearle para saber si era posible un acuerdo o si, por el contrario, hacía falta tomar medidas enérgicas. La reunión, en cualquier caso, no fue bien. Strasser sostuvo con vehemencia que “la idea” era más importante que los líderes: estos eran transitorios y falibles; aquella, en cambio, era eterna. El argumento, como cabría esperar, le pareció una estupidez a Hitler: “Para nosotros, el líder es la idea, y todos los militantes del partido deben obedecer al líder”.9 Idéntico desprecio le inspiró la tesis de Strasser según la cual la colaboración del NSDAP con la derecha burguesa y su respeto de la legalidad entorpecerían la “revolución social” que ambos propugnaban. Aquello, según Hitler, “era puro marxismo”.10

      Pese a lo áspero del encuentro, Hitler vaciló –cosa habitual en él– en tomar represalias contra Strasser y sus seguidores. Tanto dudó que el grupo disidente anunció a principios de julio que abandonaba el partido para crear su propia organización, de tendencia

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