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incorporé para dirigirme al traidor. Esperaba que Egor me entendiera.

      —De acuerdo, habla. —El aludido echó una mirada hacia su jefe y negó con la cabeza.

      —Yo no engañé a Miki, ha sido él. Lo escuché hablar por teléfono, decía que no habría problema, que yo no me enteraría, que confiaba plenamente en él.

      —Eso no es posible, mi hijo te quería. Obviamente, has escuchado mal.

      —No, que no te ciegue el amor. Escuché cómo quedaban en verse, le decía que todo saldría bien, que se aseguraría de deshacerse de mí sin que me diese cuenta.

      —No digas mentiras, Babette. Quieres exonerar tu culpa atribuyéndosela a él.

      —Pronto te darás cuenta, cuando lo veas con otra. —Ni Pashenka ni Andrei, quien por desgracia conducía el coche, nos prestaban atención. El primero parecía incómodo ante la escena, el segundo aburrido de tanta llorera.

      Egor parecía entender el doble sentido de mis frases, era bueno. Pronto llegaríamos adonde nos darían una paliza.

      —Lo llamaré para decirle que quieres verlo.

      —No, no lo llames o no me recibirá. Mejor que sea una sorpresa.

      —¿Quieres volverme loco?

      —Sabes que, si lo llamas, no querrá verme.

      —Será como tú digas. No hagas que me arrepienta de esto.

      —Señor Korsakov, deberíamos llevarla a casa —dijo la asquerosa voz del traidor.

      —La señorita Lévesque viene con nosotros —zanjó su jefe.

      —De acuerdo.

      Tanto Egor como yo estábamos tensos, nerviosos e intranquilos. No sabíamos el lugar al que nos conducían, pero yo sí sabía para qué. Querían acabar con él. Matar al líder de las Tres K.

      Pasados unos diez minutos, entramos en el garaje de un hotel. Era grande y estaba atestado de coches aparcados. Coches caros y lujosos, propios de su clase.

      ¿Qué mejor sitio para sufrir un atraco? Filtrar las cámaras durante un rato no sería complicado, y menos con un buen fajo de billetes en mano.

      Antes de salir del vehículo me aseguré de que mi revólver seguía enganchado a mi espalda y los cuchillos bajo mi manga. No había tenido tiempo de coger más. Al escuchar la grabación, salí como alma que lleva el diablo con lo que más a mano tenía.

      Había sido un golpe de suerte que estuviese escuchando. Dusan y Vasyl se aseguraban de que los matones estarían donde se les había ordenado, que era justo ahí, en ese garaje.

      Salimos del coche, ¿qué más podíamos hacer? Caminamos unos diez pasos hasta que un auto negro con los cristales tintados se detuvo a nuestro lado. Antes de que Egor pudiera echar mano de su arma, cuatro hombres salieron del vehículo. Los cuatro armados, aunque sin apuntarnos, claramente sabían que tenían ventaja.

      —¿Qué significa esto? —Egor fingió un perfecto tono de sorpresa—. ¿Qué queréis?

      —Esto significa que estás acabado —respondió el hombre que estaba más cerca.

      —Levanta las manos —ordenó otro de ellos. El hombre de Egor intentó sacar el arma, pero se ganó un golpe en la cara y una pistola apuntándole a la cabeza—. Y tú no hagas ninguna estupidez. —Egor intervino al ver que su fiel hombre se resistía.

      —Déjalo, Pashenka, o te ganarás otro golpe.

      —Hazle caso a tu jefe, Pashenka. ¿Y esa mulata qué coño hace aquí? —preguntó otro de ellos.

      —No te quejes, podremos divertirnos con ella —respondió Andrei sonriendo.

      —¿Andrei? —preguntó Egor con sorpresa.

      —Egor —dijo con altanería.

      —¿Qué significa esto? Trabajas para mí hace años.

      —Finjo trabajar para usted. No me pregunte el porqué, te lo explicaré —recalcó el «te» para exagerar la falta de respeto hacia él—. Dinero y poder. Simplemente. En la mafia no pueden limitarse los negocios. Sobre todo, los que dan tanto dinero.

      —Soltadnos, por favor —interrumpí.

      —Cállate de una puta vez —me ordenó Andrei.

      —No me hagáis daño —lloriqueé—. No hemos hecho nada. Díselo, Egor.

      —Si haces lo que te decimos, no te ocurrirá nada, muñeca —dijo otro de los hombres.

      —Dejadla marcharse. Me queréis a mí, no a ella —pidió Egor. No se dejaba amedrentar, su tono era alto y claro, y su postura erguida y orgullosa.

      —Egor, no permitas que me hagan daño —supliqué acercándome a mi exsuegro—, tengo mucho miedo. ¿Qué quieren de nosotros? ¿Por qué llevan armas? —Andrei comenzó a reírse.

      —Qué inocente, pobre. Has vivido engañada todo este tiempo —respondió otro de ellos, el que más lejos estaba.

      —¿Qué quieres decir? —pregunté atemorizada.

      —Ven, yo te enseñaré para qué sirve. —Andrei señaló la pistola en alto y se acercó con paso decidido.

      —No, por favor, no se acerque. Egor, haz algo. ¡Van a matarnos! —grité aterrada. A ninguno le gustaban los chillidos de las mujeres, por lo general, se ponían nerviosos con tanto drama.

      Andrei se acercó y me cogió por los pelos. Chillé y Egor quiso intervenir:

      —No la toques. —Otro se acercó a él y lo apuntó.

      Había llegado el momento.

      —Por favor, me haces daño, suéltame. —Mientras se centraban en mí, saqué el arma y el cuchillo.

      —Exquisita —dijo el traidor oliendo mi cabello—. Yo te ayudaré a olvidar a Mikhail.

      Bien cierto era que cuando más cerca tenías el peligro, menos lo veías.

      Con rapidez, disparé al hombre que estaba apuntando a Egor y clavé el cuchillo en la yugular de mi opresor. El jefe Korsakov no perdió el tiempo: sacó la pistola y disparó a otro de los hombres. Yo corrí hacia el que tenía preso a Pashenka, pero otro me interceptó y me asestó un buen bofetón provocando que el labio comenzase a sangrarme. No le pareció suficiente, ya que me propinó otro puñetazo en la cara, pero me moví con rapidez para que me hinchara un pómulo y no un ojo.

      —Suéltala —ordenó Egor apuntándolo con el arma al ver que me tenía bajo el brazo, apretando lo suficiente para que notase la falta de oxígeno. Ya solo quedaban dos, uno con Pashenka y otro conmigo.

      —Deja el arma en el suelo o la mato —contraatacó el hombre apretando más fuerte.

      —Haz lo que te dice —ordenó él otro apuntando a Pashenka—, o los tres moriréis.

      —Los tres moriremos igual —protestó Egor—. ¿Por qué no hacerlo los dos a la vez?

      —¿Los dos? —preguntaron al unísono los captores. Sin darle tiempo a reaccionar, Egor disparó al hombre que apuntaba a Pashenka; mi opresor hizo lo mismo, pero yo lo moví para desviar la trayectoria de la bala, que iba directa hacia Egor. El muy imbécil se había olvidado de sujetarme los brazos, su error había sido confiar en que estaría presa del pánico al sentir que me ahogaba y no planeando tal movimiento. Antes de que pudiese volver a disparar o intentase estrangularme de verdad, saqué mi segundo y último cuchillo, estiré los brazos hacia atrás hasta tocarlo, me impulsé con las piernas y me colgué como un mono de su cuello. De un solo movimiento se lo clavé en la yugular. Listo. Carne fresca para las ratas.

      —¿Qué coño ha pasado aquí? —preguntó desconcertado Pashenka con los ojos fuera de las órbitas.

      —Traición.

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