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un tornado, cuatro hombres aparecieron en el despacho, asustados por el ruido.

      —¡Señor! —gritó uno de ellos al ver salir la sangre de su brazo. Intentó correr hacia él, pero yo fui más rápido. Disparé otra vez, rompiendo un jarrón que había en el suelo entre su jefe y él.

      —Quieto, si no quieres que te vuele la cabeza.

      Los cuatro se detuvieron en seco, miraron a su jefe en busca de una orden.

      —Haced lo que os dice, no os mováis.

      —Pero, señor… —protestó uno de ellos.

      —Diles que se larguen, que no ha pasado nada. —Apretó los dientes con fuerza y rabia—. Cuanto antes se marchen, antes acabaremos.

      —Ya habéis escuchado, esperad fuera.

      —Tienes diez minutos para darme los documentos, o la próxima bala irá a tu cabeza. La segunda la encajaré en el corazón de tu esposa y la tercera en la cabeza de tu hija. —Los juegos se habían acabado. Mikhail estaba de vuelta.

      —¡Maldita sea! Necesito un médico —lloriqueó todavía agarrándose el brazo.

      —No es más que un rasguño. Dame lo que te he pedido y nos iremos.

      —De acuerdo. —Se levantó con una mueca de dolor—. Los tengo en el despacho.

      —Te acompañamos —dijo mi tío levantándose también del sofá.

      Caminamos hasta allí, que no estaba muy alejado de la sala. Mäkinen comenzó a remover los cajones hasta que sacó una carpeta de color negro. Nos la dio. Mi tío la cogió y la abrió. Tras asentir en mi dirección, pregunté:

      —¿Hay algo más? ¿Más recibos de pago? ¿Del hospital? ¿Del médico que ha sido sobornado?

      —No, ahí está todo. Recibos del hospital, del banco… todo.

      —¿Ha hecho alguna copia? ¿Ellos se quedaron con alguna copia? —Por lo que veía, era menos que poco.

      —Yo no tengo más, Mikhail. Solo tengo los recibos del hospital y los resguardos del banco donde quedó constancia de mi transferencia, pero no hay un contrato de compra o algún documento donde conste que me vendieron un hígado.

      —Sería más fácil —dije de forma irónica—. Es una pena.

      —¿Copias? —insistió Liov.

      —No. ¿Cómo va a haber copias de algo de lo que no quieres que haya constancia? Fue una venta ilegal en la cual yo pagué y ellos se esfumaron. Tras la operación, me prohibieron cualquier tipo de comunicación con ellos. Y, de todas formas, ¿para qué iba a querer saber más de esa gente una vez que mi niña se había curado?

      —¿Y cómo es que tiene los recibos del hospital al tratarse de algo ilegal? —insistí.

      —Es un hospital privado. Si preguntas un poco, sabrás tiene fama de hacerse el loco en estos asuntos.

      —¿Qué quieres decir? —preguntó mi tío.

      —Que por una buena cantidad de dinero no preguntan cómo o dónde has conseguido el órgano para tu pariente.

      —Explícate mejor —le ordené.

      —Cuando mi hija enfermó, me dijeron que la pondrían en lista de espera para el trasplante. Sabía que no tenía tiempo, otros médicos me lo habían dicho. Había escuchado los rumores, por lo tanto, insistí. Exigí hablar con el director y le pregunté si estaría dispuesto a operarla si yo le conseguía el hígado. Acordamos la cantidad, y el resto ya lo sabes.

      —¿Quién era el médico? ¿No hay constancia de ese «acuerdo»? —preguntó mi tío de nuevo.

      —Por supuesto que no. Todo se llevó a cabo como si fuese una operación legal, alteraron los documentos para que lo pareciese, y yo no protesté cuando no me dieron copia.

      —Entiendo —observé—. ¿Has dicho qué quien llevó a cabo la operación fue el director del hospital no?

      —Sí. —Asintió—. Si lo visitáis, no me nombréis, por favor.

      No lo haríamos. Allí no hablarían y por el momento no podíamos torturarlos sin llamar la atención. Lo que menos quería era que se corriera la voz de que anduvimos preguntando por los sucios negocios de nuestros socios.

      —Si necesitamos algo más, vendremos a buscarlo —le dije.

      —No lo dudo —respondió sin dejar de presionar la herida.

      —Bien. Eso es todo —me despedí.

      —Ha sido un placer. —Mi tío le tendió la mano antes de abandonar la casa.

      —¿Por qué coño siempre haces eso? —le regañé.

      —¿Hacer el qué? —preguntó sin entender.

      —Tu cortesía es asquerosa.

      No me contestó. Palabras sueltas en el aire. Nos montamos en el coche, conducía yo de nuevo. Mi tío no se había ofrecido, su asquerosa cortesía no me alcanzaba a mí. Ja, ja, ja.

      —Esto… —susurró mirando al móvil—. Algo ha ocurrido. —No apartaba la vista del puto aparato. Mala señal.

      —¿Qué ha pasado?

      —No lo sé, pero tengo diez llamadas perdidas de Dabria y algunas más de Aleksei.

      No fui capaz de hablar. El miedo a que algo malo le pasara empujó al odio que quería abrirse paso produciendo un cortocircuito.

      —¿Qué ha ocurrido? —Liov sostenía el teléfono pegado a la oreja con una mano, mientras con la otra me hacía señas para que arrancase—. ¿Cuándo? —No lograba escuchar lo que decían al otro lado de la línea—. ¿Quién está a cargo? ¿Habéis mandado a alguien? De acuerdo. —Colgó y, tras un suspiró, soltó:

      —Han intentado matar a tu padre.

      —¿Cómo? —Apreté el volante con fuerza.

      —¿Dónde está? ¿Qué le han hecho?

      —Parece que está bien. Dabria está con él. Se enteró de lo que tramaban y…

      —¿Y ha ido a buscarlo? ¿A ayudar a mi padre?

      —Sí, Miki. Por muy raro que te parezca, ella informó a Aleksei y corrió en su ayuda.

      —¿Dónde están ahora? ¿Le ha pasado algo? ¿Mi padre está bien? —Lo bombardeaba a preguntas. Los nervios se apropiaron de mi control, quería llegar para ensartarles las cabezas en una pica a quienes había osado levantar una mano contra mi padre.

      —No lo sabemos, aún no tienen noticias. Lo único que sabemos es que los Kostka y los Kovalenko enviaron a unos matones y que Dabria ha ido en su ayuda.

      —Una poli al rescate de un mafioso, ¿qué podría salir peor?

      DABRIA

      Estoy diciéndote que tengo que ver a tu hijo. —Lloriqueé bajo la mirada de desconcierto de mi exsuegro que estaba completamente descolocado con tanto teatro.

      —Bájate del coche, Babette —me ordenó serio.

      —No, por favor, no. —Me lancé a sus brazos teniendo mucho cuidado de quedar cerca de su oreja para poder susurrarle—: Es una trampa.

      —Suéltame. —No hizo ningún esfuerzo por librarse de mi agarre, al contrario, me apretó el brazo un par de veces para alentarme a hablar. Por fin había captado el mensaje.

      —Necesito que me creas, no es lo que parece —dije en alto, para continuar en susurros—, no digas nada en alto, sígueme la corriente.

      —Cálmate

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