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Nacionales. Cabe puntualizar, que en este proceso de construcción de identidad nacional el positivismo científico cumplió un papel importante, ya que fue adoptado por las elites políticas e intelectuales como la herramienta fundamental para conseguir el desarrollo de la sociedad. Ciencia y política establecieron una estrecha alianza que tuvo como horizonte a la modernidad como meta, la que ayudaría a superar el oscurantismo y el retraso que dejó la época colonial en Chile. Bernardo Subercaseaux (1997b)90 señala que este hecho fue una característica muchos de los países de la región, donde “[…] lo ideológico estuvo dado por un afán modernizador de cuño ilustrado positivista; en lo económico, por la incorporación estructural al mercado capitalista mundial; en lo social, por la inmigración masiva y la presencia de nuevos actores; y en lo político, por la instauración de regímenes teóricamente liberales pero en la práctica fuertemente restrictivos” (p.99).

      El positivismo en Chile y específicamente Augusto Comte como su patrono, llegaron a tener una serie de fieles que siguieron sus principios, fundando una verdadera religión. Dentro de ellos se encontraban los hermanos Juan Enrique y Luis Lagarriegue, quienes fueron los principales cultores y difusores del pensamiento Comtiano en el país. Presentaban al positivismo como la “Religión de la Humanidad: el amor por el principio y orden por base; el progreso por fin”. Esta búsqueda incesante por el orden social, guió la organización del Estado, emanando exigencias políticas que debían ser satisfechas. Es lo que Massimo Pavarini91 define como el temor ante el desorden social amenazando el orden contenido. De hecho, el Programa de la Sociedad Positivista en su punto número 11 postulaba: “Que se adopte civilmente la divisa Orden y Progreso inscribiéndola en la Bandera Nacional”, ideales que ya estaban en la bandera de Brasil.

      De esta manera, en Chile desde finales del siglo XIX se observó a una considerable profesionalización de los discursos sobre lo social. La generación de 1842, compuesta, entre otros, por los liberales Francisco Bilbao y José Victorino Lastarria, acompañados por personajes tan importantes como Andrés Bello y el argentino Domingo Faustino Sarmiento, protagonizaron un movimiento literario con distintas expresiones culturales que lograba “[…] plantear lo social como problemático, patológico, como algo que hay que diagnosticar y para lo cual diseñar remedios. Generación que debe mucho a la impronta de los exiliados argentinos y al espíritu de regeneración de Echeverría, en parte socialista utópica y en parte protopositivista, o positivista avant-la lettre, que se plantea, como en el caso de Sarmiento, a partir de las antinomias, siendo la principal de ellas la de civilización y barbarie” (Jocelyn-Holt, 1997, pp.174-175)92 93.

      La conexión de la obra de Sarmiento y la realidad chilena permite reconocer los valores e imaginarios que circulaban en Chile desde mediados del siglo XIX y que se fortificaron más tarde, en especial atención en el último tercio de este siglo que terminaba94. La sociedad burguesa y los círculos intelectuales se movilizaban a partir de una jerarquía de valores y significados que les permitió interpretar la realidad. Tanto en el caso chileno como en el argentino, se planteaba una lectura dicotómica de la realidad, que contaba con la fuerte presencia de un pesimismo y determinismo hacia los grupos más desposeídos. La clase dirigente buscaba en la ciencia respuestas relacionadas con la consecución del orden social, lo que generaba propuestas consistentes para intervenir la realidad. Se experimentó una verdadera biologización del discurso político, se hablaba de la degeneración de la raza chilena y se planteaba la necesidad imperiosa de huir de esa ruina. Con ello, los conceptos de decadencia y degeneración forman parte regular de la retórica pública. Ya lo declara Thomas F. Glick (1996)95, cuando dice que la década de 1880 estuvo marcada por la recepción de las ideas darwinianas en la región96, más específicamente el darwinismo social –de cuño Spenceriano y Lamarckiano–, como marco interpretativo de los conflictos del país. Se enfatizaba la idea de la necesidad de la competencia de los más aptos, donde muchos de los vicios sociales eran producto de la existencia una herencia degenerada que se manifestaba en los individuos97. Estas máximas fueron debatidas por un importante número de abogados, médicos y pensadores sociales apegados al positivismo, quienes asimilaron esta perspectiva evolucionista y las incorporaron a sus desarrollos científicos.

      Es la hora de la formación de proyectos políticos para la construcción de la nación a partir del control de la población98. En esta época se comenzó a establecer un imaginario colectivo de las clases bajas y populares que fue caldo de cultivo para la posterior recepción del psicoanálisis en Chile, el que estaba basado en una mirada orgánica de la sociedad y específicamente veía a la ciudad como un gran ser vivo. Así el “[…] prestigio del que gozaban las ciencias biológicas, el evolucionismo spenceriano, las ampliamente compartidas creencias racialistas y el organicismo del pensamiento positivista explican la preferencia por las metáforas biológicas para describir y explicar la sociedad. Éstas se encargaron de tematizar abiertamente al nuevo actor, las masas, a las que consideraban distintas al individuo imaginado por la acción de la racionalidad y las luces. De hecho, eran vistas como puro cuerpo y emoción, impulsivas e irracionales, sensibles sólo a los estímulos burdos y sanguinarios y desconocedoras de sus verdaderos intereses. Política y psicológicamente eran considerados niños: inestables, emocionales y bestiales” (Lvevich & Bohoslavsky 2009, p.5). El costado irracional que las elites le adjudicaron a los sectores populares, fue un punto clave desde donde se engarzaron las ideas freudianas en Chile. Su validación social y científica residió en su supuesta capacidad para explicar y manejar el costado irracional de todo individuo. En resumen, se podría llegar de decir, que el clima social que existió en Chile en esa época facilitó la recepción del darwinismo social99, la eugenesia y, más tarde, el psicoanálisis. Isabel Torres (2010) muestra la radiografía de este tipo de construcción social de parte de las elites nacionales: el temor frente a la degeneración y los vicios de finales del siglo XIX, dio paso al miedo ante la revolución, los disturbios, la sublevación maximalista o bolchevique, a principio del siglo XX100.

      Estos antecedentes ayudan, claramente, a entender mejor la intervención que el Estado como organizador de la Higiene Pública, donde el Intendente de Santiago Benjamín Vicuña Mackenna, durante los años 1872 y 1875, fue uno de sus máximos representantes. Vicuña Mackenna, un liberal que admiraba profundamente la cultura europea, representa los códigos autorreferentes de la elite, quienes conceptualizaron al menos dos tipos de intervención sobre la masa popular: la represión en alianza con los poderes gubernamentales y políticos –cosa que paso en los intentos de protestas y reivindicaciones populares– o la exclusión y el rechazo en la ciudad –que se tradujo en la construcción de un verdadero cordón sanitario en Santiago. La ciudad era vista como el espacio a conquistar por los principios de la Higiene Pública, pero en beneficio de los mismos miembros de la parte dorada de ella. Era una acción autoreferencial más que filantrópica. Como lo señalan Leyton & Huertas (2012) desde finales del siglo XIX, y con mayor fuerza y vigor a comienzos del siglo XX, se produjeron en Santiago un número importante de reformas urbanas con objetivos modernizadores, las que reflejaban una especie de cruzada civilizatoria para la transformación urbana de Santiago101. Se tomaron como pilares el positivismo francés y el ejemplo parisino de Haussmann, implantando de paso claras representaciones sociales que tuvieron consecuencias en la convivencia nacional. Se distinguieron dos claros y excluyentes sectores sociales: el Santiago de las elites, construido como el “París de Sudamérica” y el arrabal, esa especie de “aduar africano” -en palabras de Vicuña Mackenna- donde habitaba la muchedumbre enferma. El Camino de Cintura era el llamado a separar la ciudad propia, llena de actividad e intercambio de todo tipo, de los suburbios que, infectados de pobreza, corrupción y enfermedades, sintetizaba los males de los que la elite quería huir. El Intendente describe a estos sectores de la ciudad diciendo:

      “Conocido es el orijen de esa ciudad completamente bárbara, injertada en la culta capital de Chile i que tiene casi la misma área de lo que puede decirse forma el Santiago propio, la ciudad ilustrada, opulenta, cristiana. Edificada sobre un terreno eriazo legado desde hace medio siglo por el fundador de una de nuestras

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