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mismo modo, Lastarria en su Manuscrito del Diablo expresaba que los ricos son dueños de la tierra y los demás son vistos como: “[…] plebe, gente inmunda, vil, que debe servir” (p. 311).

      Este “afán por el orden” será un articulador importante en la historia de la nación y conjugando elementos simbólicos que definieron la relación que las elites locales tuvieron con las clases populares durante el siglo XIX y principios del siglo XX. Esto formó parte de la estructuración de lo que Salazar & Pinto (2010) denominan como el Proyecto de orden y unidad nacional109, el que ha recorrido la historia del país desde su Independencia. Este proyecto que ha ido mutando según las épocas, gobiernos y coaliciones políticas de todo tipo, tenía un espíritu totalizante donde generalmente las elites gobernantes –quienes suponen que son los elegidos y adecuados para detentar el poder– construyeron objetivos de carácter nacional tratando de guiar unitariamente al resto del país, definiendo lo que debía ser o no la nación. Eso sí “[…] sino se consigue que el conjunto de la nación se pliegue a estos objetivo nacionales diseñados y dirigidos por una minoría gobernante, se llega a la conclusión de que la estabilidad y los “destinos” del país están en jaque; la crisis de una clase o del proyecto de dicha clase es la crisis de un país en su conjunto” (p.17).

      Lo anterior define un elemento valioso para entender la marcada crisis que se fue expresando en el país a partir de la década de 1880, en virtud de la denuncia de los problemas sociales que aquejaban a buena parte de Chile. Este periodo se caracterizó por el acelerado crecimiento y modernización capitalista, lo que trajo un fuerte crecimiento económico, más un difícil proceso de complejización y diferenciación social. Hay que recordar que la Guerra del Pacífico (1879-1883) –o mejor llamada Guerra del Salitre en virtud de sus reales causas– ayudó a que Chile se apropiara de los centros salitreros del norte del país, los que antiguamente pertenecían a territorios peruano y boliviano, especializando con ello la actividad económica e impulsando una importante migración interna, que los incipientes conos urbanos tuvieron que absorber con mucha dificultad110. Como consecuencia, la guerra trajo el enriquecimiento de las clases altas del valle central, relacionadas con latifundios, el mundo bancario y las escasas industrias existentes en esa época, generando así una oligarquía que concentraba el poder económico y político del país.

      Durante la década de 1880 el mundo se encontraba en plena revolución industrial y Chile se preparaba para su inclusión en los mercados capitalistas internacionales. La extracción y exportación del salitre fue el principal motor económico del país, generando una prosperidad que se concentraba principalmente en las clases altas de la sociedad. La centralización del poder económico y político en Chile confluyó en un único grupo social: la oligarquía, que en este tiempo se renovó, asimilando a banqueros, comerciantes y propietarios de latifundios donde los inquilinos se vinieron a desempeñar como trabajadores. Los epicentros laborales del país estaban ubicados en la zona central y el norte.

      El ejemplo de lo que ocurrió en el norte del país, convencía cada vez más a la clase dirigente de que ella era la única capaz de dirigir a Chile hacia el camino del éxito, acercándose al sueño de ser un país desarrollado. Desde que Chile se independizó definitivamente de España a comienzos del siglo XIX, hasta la Guerra Civil de 1891, su historia como Estado Nacional - en palabras del historiador Cristian Gazmuri (2012)- , permite configurar un balance al menos positivo. A pesar de haber sido una de las colonias menos importantes y más pobres de la Corona Española, Chile logró durante ese periodo un bienestar económico –muy mal distribuido claro está111– gracias al auge de la plata, del trigo, del cobre y finalmente el salitre, el que será la principal fuente de riqueza del país durante finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Esta estabilidad económica estuvo acompañada, según este autor, de una seguridad institucional, donde los gobernantes se caracterizaron por ser probos, sobrios y con un firme sentido público.

      Una cuestión diferente se vivió en la llamada República Parlamentaria (1891-1925) periodo caracterizado por la incubación de un malestar social alimentado por las profundas desigualdades socioeconómicas y facilitadas por una serie de gobiernos de clase, donde la oligarquía buscó su beneficio a través del ejercicio del poder político, perdiendo, según varios críticos de la época, su calidad “moral” ante el pueblo. El poder del Presidente de la Reública era reducido112, ya que tras las reformas a la Constitución de 1833, el control de las acciones políticas se concentraba en el Congreso Nacional. El parlamento tenía atribuciones para derribar los gabinetes presidenciales gracias al recurso de la interpelación, retardar las leyes periódicas demorando el presupuesto de la nación y dilatando también infinitamente las discusiones ante los proyectos de ley. La utilización abusiva de estos mecanismos hizo que la tarea legislativa fuera lenta y extra contemporánea, produciendo también una constante rotativa ministerial113 que significó un freno para las políticas de gobierno. El desprestigio de la política se combinó con denuncias de cohecho, intervención electoral y cacicazgo político como vicios que impregnaban las acciones de los honorables. La participación en el mundo político era muy pequeña, ya que sólo podía votar cerca del 5% de la población del país, lo que hablaba de la escasa representatividad ya que los elegidos eran parte de una oligarquía homogénea, emparentada normalmente a través de lazos familiares. Así por ejemplo, los presidentes Federico Errázuriz Echaurren (1896-1901) y Pedro Montt (1906-1910) eran hijos de presidentes que gobernaron durante el siglo XIX. Germán Riesco (1901-1906) era cuñado de Errázuriz Echaurren. Lo anterior, también se reproducía a nivel parlamentario o ministerial y los ejemplos se multiplicaban de manera exponencial. Aún así, este periodo se caracterizó por la regularidad política: todos los gobiernos del periodo se sucedieron utilizando mecanismos constitucionales, a pesar de que las elecciones estuvieran llenas de los vicios.

      Retrato del Matrimonio Fernández- Milicevic (1924). Archivo Fotográfico Museo Histórico Nacional

      En esta época muchas de las decisiones importantes para el país no se discutieron ni en el Congreso ni en la Moneda, sino en lugares como el Club de la Unión, el de Septiembre, el Club Hípico o en las Logias Masónicas114. Lo mismo pasaba con los círculos ligados a la Iglesia Católica, que era por esos años, la religión oficial del país. Existía un vínculo indisoluble entre el Estado y la Iglesia que desde el tiempo de la Colonia marcaba las posibilidades del país para hacerse cargo de muchos de los problemas sociales que aquejaban a la población.

      Los partidos políticos en esta época tuvieron escasas diferencias ideológicas, en gran parte, por lo reducido de su espectro. Fue más tarde cuando el radio político incluyó a otros sectores, como las capas medias y las clases populares, especialmente obreros y trabajadores, diversificando el panorama. El eje central y articulador del mundo político era la cuestión laico-religiosa, dando forma al Partido Conservador, el que representaba a la derecha clerical, el Partido Radical, por la izquierda laica, y finalmente el Partido Demócrata. En el centro se ubicaba el Partido Liberal, con varias fracciones y el Partido Nacional, de inspiración liberal. Los dos grandes bloques políticos se constituían cuando el Partido Liberal participaba de la Alianza Liberal junto a los radicales o de la Coalición en compañía de los conservadores.

      Las ocho presidencias y tres vicepresidencias correspondientes a este periodo, a saber Jorge Montt Álvarez(1891-1896), Federico Errázuriz Echaurren (1896-1901), Aníbal Zañartu (Vicepresidente 1901), Germán Riesco Errázuriz (1901-1906), Pedro Montt (1906-1910), Elías Fernández Albano (Vicepresidente, 1910), Emiliano Figueroa Larraín (Vicepresidente, 1910), Ramón Barros Luco (1910-1915) y Juan Luis Sanfuentes Andoneagui (1915-1920), transcurrieron sin mayores sobresaltos, las ganancias de la explotación del salitre se mantuvieron estables –siendo la principal fuente de financiamiento estatal– enfocándose principalmente a la inversión en obras públicas: muelles, malecones, edificios estatales y administrativos, caminos y líneas férreas.

      Antes del estallido

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