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el terreno a piso, se ha edificado en toda su área un inmenso aduar africano en que el rancho inmundo ha reemplazado a la ventilada tienda de los bárbaros, i de allí ha resultado que esa parte de la población, el más considerable de nuestros barrios, situado a barbolento de la ciudad, sea solo una inmensa cloaca de infección i de vicio, de crimen i de peste, un verdadero ‘potrero de la muerte’, como se le ha llamado con propiedad” (Vicuña Mackenna, 1872, pp. 24-25).

      Este punto me parece muy interesante porque, como lo desarrollaré más adelante, la irrupción del psicoanálisis como discurso social de amplio espectro, sirvió para invertir en esta situación al menos desde un ángulo teórico, impactando fuertemente la visión de ser humano en la sociedad chilena: la cloaca no está solamente afuera, sino que dentro del mismo sujeto. Hasta acá, por lo menos, la ciudad era vista como el espacio donde se plasmaban los valores de la modernidad, generando una construcción social utópica de lo que se quería lograr, acompañada por claras coordenadas simbólicas que ordenaban a los invidiuos en la sociedad chilena. El orden y el progreso debían guiar la construcción de la capital, generando acciones concretas para llegar a conquistar la construcción de una ciudad burguesa, limpia, ordenada y cristiana (Leyton & Huertas, 2012). La defensa de la sociedad de los vicios y la degeneración, estuvieron en la agenda del mundo médico y político en lo que quedaba del siglo y fuertemente en las primeras décadas del venidero.

      La instalación de la idea de la defensa de la sociedad fue un elemento duradero a través de la época, condimentada también con elementos de tintes claramente racistas y segregacionistas. Ya lo confirma María Angélica Illanes (2010)102 al considerar que si se habla de la sociedad de la época, hay que calificarla como una “sociedad desgarrada” donde se contrastaba el lujo y la abundancia con la miseria y el abandono en los que se encontraba buena parte de la población chilena. Problemas como la mortalidad infantil, la fiebre palúdica, tétrica, catarros, pulmonar y el tifus se contaban dentro de las causas más comunes de sufrimiento de los chilenos y chilenas. Un ejemplo de la visión que el mundo político tenía sobre estos problemas, la encontramos en Illanes cuando cita al Diputado por Valparaíso Juan E. Mackenna, quien presidió la Junta de Beneficencia, y que en 1888 declaraba ante la Cámara de Diputados lo siguiente:

      “Honorable Cámara: Las condiciones generales de alimentación y de insalubridad en que vive la mayoría de los habitantes de nuestro país, no pueden ser más deplorables. Me refiero a las condiciones de alimentación del pueblo en general, a la carestía de todos los artículos de primera y más indispensable necesidad y las consecuencias necesarias e inevitables que ella produce. Sabe la Cámara que con frecuencia se desarrollan epidemias que diezman a nuestra población, llevándose miles de brazos de valor inestimables para el progreso y la riqueza del país, siendo siempre como origen principal las mismas causas a que hemos apuntado” (Mackenna en Illanes, 2010, p. 28).

      Por último, tal como lo comenta Sergio Grez en el prólogo del estupendo estudio del historiador argentino Luis Alberto Romero titulado “¿Qué hacer con los pobres?103 (2007), en esa época se conjugan una serie de miradas que las elites dirigentes tenían acerca del mundo popular: una paternalista con otra horrorizada que veía a los pobres como seres desmoralizados, llenos de vicios y corruptos. La respuesta tradicional, consistente en obras de caridad, no estaba a la altura del tremendo desafío que planteaba la “cuestión social”. En esta línea, la clase dirigente buscó una solución en la moralización y la “regeneración del pueblo104. La mirada moralizante se proponía educar, instruir, inculcar hábitos, reglas prácticas y una ética de mejoramiento individual. ¿Un posible terreno para comenzar a hablar después de dominio personal de las pulsiones? Yo creo que sí.

      Como lo refiere Norbert Elias, si el habitus nacional es un producto de la historia del devenir de la nación, me interesa rastrear si los elementos vistos hasta aquí fueron producto exclusivo de la coyuntura de una época –el Centenario– o están impregnados de manera más íntima con la identidad nacional, constituyéndose como rasgos definitorios de ser chilenos y chienas. Así, tal como lo plantea Sergio Grez (1995)105 es casi un consenso historiográfico afirmar que los debates sobre la “cuestión social”, entendida como –y en esto se basa en James O. Morris–, las […] consecuencias sociales, laborales e ideológicas de la industrialización naciente: una nueva forma de trabajo dependiente del sistema de salarios, la aparición de problemas cada vez más complejos pertinentes a la vivienda obrera, atención médica y salubridad; la constitución de organizaciones destinadas a defender los intereses de la nueva ‘clase trabajadora’: huelgas, y demostraciones callejeras, tal vez choques armados entre los trabajadores y la policía o los militares y cierta popularidad de las ideas extremistas, con una consiguiente influencia sobre los dirigentes de los trabajadores” (Morris en Grez, 1995, p. 9), surgieron en Chile a partir la década de 1880, periodo que coincidía con el primer proceso industrializador del país, el que venía sucediendo a partir de la década de 1860. Luego, el proceso de maduración y auge de estas coyunturas, el que se producirá en a finales del siglo XIX y, sobretodo, a comienzos del siglo XX en Chile, generó una fuerte sensación de una profunda crisis social, política y económica.

      Sin embargo, no se puede decir que este tipo de problemas aparecieron sólo en esta época, sino que ya venían discutiéndose en el corazón de la elites locales mucho antes de esta fecha. Se podría reconocer que su existencia data de la época de la llamada Patria Vieja (1810-1811), coincidiendo así con el proceso independentista106. Un ejemplo son los escritos del educador y patriota Manuel de Salas quien describe la existencia de problemas relacionados con las condiciones de vida, salarios, emigración de peones al extranjero, la migración campo-ciudad, mendicidad, inquilinaje, mantención del orden social y la relación entre diferentes clases social, entre otros107. Estas dificultades constituían “[…] verdaderas lacras, cuyo origen era atribuido a defectos estructurales de la comunidad nacional, a la propagación de las disolventes o a factores coyunturalmente negativos, como el comportamiento de ciertas clases de grupos” (Grez, 1995, p. 10), entregando, a mi modo de ver, elementos definitorios para la formación del habitus nacional.

      Los principales afectados eran los integrantes del estrato más humilde y vulnerable de la sociedad: labradores, artesanos, mineros y jornaleros, los que denunciaban con su sufrimiento la deuda que la tradicional y conservadora sociedad colonial había contraído con ellos. Sin embargo, como se verá, las “estrategias” de la época se basaron en los métodos propios de la conquista: azote, cepo y trabajos forzados, los que aseguraban el tan ansiado orden social. Como grupo social, las clases populares eran calificadas de degradadas y no había otra forma de relacionarse con ellos más que utilizando el premio y el castigo. Así por ejemplo, el famoso “Organizador de la República” el Ministro Diego Portales Palazuelos en una carta a su amigo Fernando Urízar, el 1 abril de 1831 comentaba: “[…] veo que tiene usted la prudencia y la firmeza, y que entiende el modo más útil de conducir al bien a los pueblos y a los hombres. Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados, son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por inveteradas que sean sus malas costumbres” (Portales en Grez, 1995, p.13). La visión de Portales era una especie de retrato hablado construido por las elites gobernantes sobre el bajo pueblo y su respectivo malestar. En la época, no existía ningún tipo de reflexión más acabada de los problemas de la nación, ni menos alguna responsabilización de parte de la clase gobernante. Si bien el país, según Portales, tenía cierta estabilidad, era gracias al llamado “peso de la noche”, el que lleva a la masa al reposo diario en vez de la exaltación y la revuelta. Por lo tanto, el país vivía en un cuasi orden, ya que la barbarie estaba siempre presente, lo que justificaba la su cruzada civilizadora del Estado, único garante de la paz social.

      Como reacción los ya mencionados liberales Francisco Bilbao (1844) y José Victorino Lastarria108 (1849) denunciaron los privilegios que tenían las capas superiores, vociferando que su existencia era producto del vínculo con la España feudal y el catolicismo, perpetuando una sociedad de sometimiento y abusos. Para Bilbao –quien fuera excomulgado en 1844

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