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      —Haré lo que pueda.

      —Remitid las cartas aquí a casa de madame Duisberg. No pondrá ningún reparo en ello. Y hacedlo en clave, como en otras ocasiones.

      —De acuerdo. Os hablaré de perfumes y telas como si fuera dirigida a la propia Annette Duisberg. Pero no os endulzaré la situación que vea. Os la retrataré tal y como sea. El resto dependerá de vos.

      —Sea pues. ¿Cuándo partís? —La sonrisa del joven príncipe inquietó a Arthur en gran medida. ¿Qué demonios pretendía hacer? ¿Volver a desolar el país con una nueva guerra? Se preguntó, furioso y desconcertado por aquella petición a pesar de ser uno de sus más leales seguidores.

      —En unos días. Tengo que cerrar algunos asuntos aquí primero. Luego partiremos hacia el puerto de Le Havre con rumbo a las islas. Tardaremos en llegar a las Tierras Altas.

      —Bien. Solo os pido discreción en vuestra tarea.

      —No os preocupéis. Os enviaré los informes cuando sea oportuno. Si me disculpáis.

      —Esperaré vuestras cartas.

      Arthur se alejó del príncipe y de lord George con una sensación algo amarga. No creía que fuera necesario un nuevo levantamiento de los clanes.

      —¿Se ha vuelto loco? ¿Pretende que recabes información para organizar una nueva rebelión? ¿Con qué medios? El país quedó devastado por culpa suya.

      —Lo sé. Y opino al igual que tú, que es una completa locura.

      —Ten cuidado. No te prestes a su juego y piensa en tu cuello. La Escarapela Blanca desapareció en Culloden. No vuelvas a jugar a los espías —Ferguson lo sujetó del brazo y lo miró con intensidad para dejarle claro que no hablaba en broma—. Una cosa es ser un doctor en Inverness, y otra muy diferente ser un espía para la causa perdida de los Estuardo.

      —Tranquilo. Ya verás como no hay necesidad de ser alarmista. Me instalaré como doctor y a lo sumo atenderé a la gente de la capital y de la región. Pienso llevar una vida monótona y hasta cierto punto aburrida para no llamar la atención.

      Ferguson inspiró hondo.

      —¿Aburrida?

      —Lo más que puede suceder es que asistamos a veladas en casa de gente importante. Que los Campbell nos inviten a Cawdor. Ya ha escuchado a lord George, la jefa del clan se casó con un McGregor.

      —Pero eso no significa que tengas que bajar la guardia sobre quienes somos.

      —Y no lo haremos porque sabemos a lo que nos atenemos. Y ahora, dejemos este asunto hasta que lleguemos a Inverness, y disfrutemos de la velada.

      —Tu querida Annette está algo disgustada por tu repentina marcha…

      —Soy consciente de ello. No he sido ajeno sus atenciones cada vez que coincidimos en un evento social. Pero no me interesa como mujer. He tomado una decisión y no voy a cambiarla.

      Ferguson sacudió la cabeza sin terminar de verlo claro. Si ya consideraba una locura regresar a Escocia, ahora había que añadirle la petición del príncipe Estuardo. ¡Qué espiara para él! Esperaba que Arthur se centrara en su oficio de médico y que tal vez, conociera una mujer que le hiciera olvidarse de la Escarapela Blanca. Claro que con el panorama que acababa de pintarle sobre llevar una vida monótona y aburrida, no sabía dónde diablos iba a conocer a una mujer que le hiciera perder la cabeza. ¿Cómo no se acudiera a su consulta o la visitara él…? Resopló sacudiendo la cabeza mientras contemplaba a Arthur charlar con otros invitados.

      2

      Semanas después

      Inverness.

      Arthur y Ferguson tomaron el barco desde el puerto francés de Le Havre hasta el sur de Inglaterra cruzando el Paso de Calais, como lo llamaban los franceses, o el Canal de la Mancha como solía referirse ellos a la distancia que separaba el continente de las islas. Llegaron a Inverness tras cruzar toda Escocia en coches de postas en ocasiones; y en otras a caballo. Se habían ido alojando en posadas y granjas que encontraban en su camino. Hasta que por fin habían logrado llegar a la región de Moray, en el norte. Y una vez allí a su capital, Inverness.

      —Lo primero sería buscar una casa en la que establecernos —comentó Ferguson mirando a todas partes y mostrando su desagrado por lo que veía—. Fíjate, la bandera británica ondea con orgullo. Y la gente parece que va dejando el kilt a un lado y se ha puesto pantalones como los ingleses.

      —Bueno, a ese respecto nosotros venimos de Francia donde hemos ido vestidos a la moda. No creo que nos resulte complicado adaptarnos. No podemos llevar el kilt, ya sabes que es una de las prohibiciones que entrará en vigor dentro de unos días. De manera que, contente.

      —Lo sé. Soy consciente de que debo refrenar mi rabia, pero…

      —Lo mejor sería ir a visitar a la autoridad local. Es la que nos puede aconsejar.

      —Imagino que será un inglés —comentó Arthur con cierto desánimo.

      —No tiene por qué serlo. Pero si pretendemos establecernos aquí tendremos que llevarnos bien con las autoridades y con la gente. Ten en cuenta que vamos a encontrarnos con seguidores del rey Jorge.

      —Soy consciente.

      Se dirigieron al edificio que representaba la máxima autoridad en Inverness. A la entrada un hombre los detuvo impidiéndoles el paso.

      —¿Qué quieren?

      —Verá, acabamos de llegar de la capital y estamos buscando una casa para establecernos aquí en la ciudad. Disculpe, soy el doctor Arthur Munro y este mi ayudante Ferguson Munro. Como le comentaba, desearíamos establecernos aquí en Inverness.

      —¿Sois médico? —le hombre entrecerró los ojos y lo recorrió de pies a cabeza, no sin cierto toque de desconfianza.

      —Eso he dicho, señor. Y este es mi ayudante. El doctor Ferguson.

      —Tanto gusto, señor —dijo este con un leve movimiento de cabeza.

      Durante unos segundos el hombre le sostuvo la mirada y escrutó el rostro de Arthur como si estuviera buscando algún rasgo en concreto. Este se mantuvo sereno en todo momento.

      —Esperad un momento aquí.

      —Sí, por supuesto.

      Vieron alejarse al hombre y desaparecer detrás de una puerta a la que llamó antes de entrar.

      —¿Qué opinas? —le preguntó Ferguson.

      —Por el momento nos conviene estar tranquilos y no mostrarnos ansiosos por establecernos. Podríamos cometer un error fatal. Escucha, diremos que venimos de la capital. No haremos referencia alguna al tiempo que hemos pasado en Francia por lo que esto significaría —le recordó bajando la voz no fuera a ser que el hombre volviera y los escuchara.

      —Entiendo. Podrían asociarnos al príncipe.

      La puerta se abrió y el hombre que los había recibido regresó acompañado de otro caballero vestido de manera elegante. Alto, estirado y con una mirada interrogadora en todo momento. Tenía el pelo oscuro y unas prominentes patillas que le surcaban casi todo el rostro.

      —Estos son los dos caballeros de los que le hablé, señor.

      Este frunció el ceño y asintió balanceándose con las manos a la espalda.

      —Soy la máxima autoridad en Inverness por la gracia de su majestad el rey Jorge. Me llamo Trevelyan, caballeros. Mi secretario dice que es usted es médico. Y que ha venido buscando establecerse en esta región de las Tierras Altas.

      —Sí señor. Soy Arthur Munro.

      —Y el caballero que os acompaña es…

      —Mi ayudante. El señor Ferguson Munro.

      —Bien. Si son tan amables de pasar a mi despacho.

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