Скачать книгу

a ser que alguna muchacha me vea solo y venga a hacerme compañía.

      Arthur contempló a su amigo con suspicacia y no pudo evitar reírse.

      —Temes al compromiso…

      —Eso mismo puedo decir de ti. Llevamos tiempo en París y no has encontrado una esposa. Claro que si estabas pensando regresar a Escocia… Es lógico.

      —Por eso mismo. Porque no tengo intención de permanecer aquí toda la vida.

      —Entonces ¿piensas hacerlo cuando lleguemos a Inverness?

      —Solo pienso en volver a mi patria y en establecerme como doctor. Nada más. No sería justo por mi parte arrastrar a una mujer a compartir su vida conmigo, ¿no crees? Un jacobita al que pueden denunciar ante las autoridades británicas.

      —Muy loable por tu parte. Anda, vamos a saludar a madame Duisberg.

      Annette Duisberg era una hermosa viuda que no ocultaba su atracción por Arthur. Pero él siempre parecía más interesado en los asuntos de la política, que en los del corazón. Por más insinuaciones que le había hecho en las diversas veladas, fiestas y bailes de máscaras en las que habían coincidido, él se resistía. Y de qué manera…

      —Monsieur Arthur, ya creía que no volvería a veros.

      —¿Por qué? Todavía no me he marchado de París.

      —Pero, ¿esperáis hacerlo?

      El toque sutil y de decepción impregnó su pregunta final.

      —Deseo regresar al hogar. Sí.

      —Es una verdadera lástima escucharos decirlo. ¿No os agrada la vida en Paris?

      Arthur se limitó a sonreír.

      —Por supuesto me agrada. La ciudad y sus habitantes me han acogido muy bien, pero añoro mi tierra. Llevo un año lejos de esta.

      —Claro. Os entiendo.

      —Si me disculpáis, iré a saludar al príncipe Carlos —le dio un besamanos y la dejó en compañía de Ferguson.

      —¿No hay nada que podáis hacer para convencerlo de que desista de su idea? —le preguntó la viuda a Ferguson cuando este permaneció a su lado.

      —Lo siento, mi señora. Pero desde que me lo comunicó no ha cambiado de idea. He intentado hacerle ver la realidad a la que nos vamos a enfrentar al volver a Escocia, pero…

      Annette sonrió con melancolía al ver al amigo de Arthur encogerse de hombros y resoplar dando todo por perdido.

      —En fin…

      —¿Teníais algún interés especial en él, mi señora?

      —Poco importa a estas alturas. Si es su deseo regresar al hogar… Id y disfrutad de la última velada en París, Monsieur Ferguson.

      Este asintió con educación y buscó a Arthur. Sin duda que el interés de Annette no iba a ser correspondido por su amigo, que en ese momento charlaba con el príncipe Estuardo y varios de sus allegados más conocidos. Llegó en el momento oportuno; cuando lord George Murray, mano derecha del Joven Pretendiente, se mostraba atónito ante la afirmación de Arthur.

      —¿En serio estáis pensando regresar a Escocia? Os advierto que la situación no es nada halagüeña para los jacobitas.

      —Soy consciente señor. Pero llevo mucho tiempo lejos del hogar, y siento que debo volver.

      —Deberéis tener en cuenta que la situación ha cambiado desde que la abandonamos.

      —Soy consciente de ello. Pero algún día tendría que ser.

      —¿Y qué pensáis hacer? Me refiero a qué vais a dedicaros. ¿Aprovecharéis vuestros conocimientos en medicina y cirugía? —El Joven Pretendiente intervino en la conversación deseando saber más.

      —Sin duda. Me estableceré en Inverness.

      —Tierras del clan Campbell… —murmuró lord George elevando sus cejas en señal de sorpresa por la elección.

      —Lo sé, señor. Pero no me arriesgo a regresar a las tierras de Appin.

      —Entiendo. Alguien resentido por lo sucedido podría reconoceros e incluso delataros como un simpatizante de la causa.

      —Por eso mismo.

      —No creo que los Campbell representen un problema —señaló George Murray.

      —Yo tampoco, una vez que Londres ha metido a todos los clanes en el mismo saco. Las proclamas del parlamento británico se aplicarán a toda la nación sin mirar el color del tartán —ironizó Carlos Estuardo—. Si me hubieran seguido cuando estuvimos en Glennfinnan, a estas alturas estaría sentado en el palacio de Whitehall en Londres. Pero muchos prefirieron defender a un rey extranjero, que a uno legítimo.

      —No podemos hacer nada por revertir esa situación, señor —apuntó Arthur.

      —Ya, ya.

      —Para vuestro interés, sabed que la jefa del clan Campbell se casó con un seguidor de la causa al que le salvó la vida —apuntó lord George.

      —Desconocía esa historia.

      —Según cuentan Brenna Campbell, dueña y señora del castillo de Cawdor y de las tierras de Moray, contrajo matrimonio con un McGregor. Por eso creo que no tendréis demasiados problemas en la región a la que vais —apuntó George Murray.

      —Curiosa historia. Una Campbell y un McGregor —comentó Carlos Estuardo.

      —No obstante, tened cuidado. Supongo que nadie fuera de Cawdor ni de los dominios del clan Campbell conoce la verdadera identidad del esposo de Brenna. Procurad no fiaros de nadie.

      —Así lo haré.

      —Quería aprovechar vuestra estancia en las Tierras Altas para pediros un último favor —comentó el joven príncipe llevándose a parte a Arthur, como si lo que pretendía confesarle fuera solo de su interés.

      —Decidme, señor.

      —Me gustaría que fueseis mis ojos y mis oídos como lo fuisteis cuando tomamos Edimburgo y estuvimos en el palacio de Holyrood. Gracias a vos, logramos tomar la ciudad. Y posteriormente derrotar a los casacas rojas en Prestonpans.

      —Solo hacía mi trabajo.

      —Bien, pues volved a hacerlo. Toda Escocia está bajo la autoridad inglesa, pero me gustaría conocer si hay una mínima posibilidad de volver.

      —¿Qué decís, señor? ¿Estáis insinuando que podría producirse un nuevo intento de conquistar el trono de Londres? —Lord George Murray no salía de su asombro al escuchar aquellas palabras.

      —¿Por qué no? Si la situación nos es favorable.

      —Pero el país está devastado y sometido al parlamento británico —afirmó Arthur sin poder creer que el príncipe estuviera hablando en serio.

      —Todos los clanes podrían serme leales, a la vista del trato que les ha dispensado Londres —afirmó Carlos Estuardo seguro de sus palabras.

      Arthur apretó los labios y abrió los ojos ante aquella afirmación. No lo veía tan claro como parecía tenerlo el joven príncipe.

      —Es una quimera, señor. Pero…

      —La Escarapela Blanca —murmuró Carlos Estuardo—. Ese sois vos. Deslizaros por los salones de los oficiales ingleses. Asistid a veladas allí donde creáis que podéis recabar información importante. Ejercer de médico es una tapadera perfecta. La gente acudirá a vuestra consulta u os llamará para que los visitéis en sus residencias. Estad atento a lo que se comente. Y enviadme recado. Si veo que la situación es favorable a mis intereses, regresaré a Escocia.

      Arthur meditó aquella propuesta. No es que fuera algo peligroso, pero tal vez inútil. Hablar con la gente sobre la situación

Скачать книгу