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ventajas de tal derogación enfrentó el juicio firme de quienes asociaban préstamo y abuso. En eso Gay no estaba solo, y de ahí arrancaron debates de largo alcance sobre la creación de un banco nacional. Este artículo, publicado en el periódico misceláneo El Correo Mercantil, es una buena muestra de los términos en que los promotores del liberalismo económico entendían su cruzada contra los vestigios del viejo orden. Resultan interesantes las referencias a Aristóteles y la escolástica como postales de una tradición que sería superada por la instalación de una moderna comprensión del dinero y su papel en la economía.

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      Interés del dinero

      Sesiones de los Cuerpos Legislativos de la República de Chile, Sesión 11, en 25 de junio de 1832 (Santiago: Imprenta Cervantes, 1898), tomo xix, pp. 341-34314

      Se entiende por interés del dinero todo lo que exige el prestamista además de la suma prestada, como una indemnización por el tiempo en que ha estado privado de su dinero. Como el dinero es una cosa que por sí misma no puede servir a la satisfacción de las necesidades de la vida, se ha pretendido ser una injusticia pedir interés por un empréstito; pero es preciso observar que, teniendo el dinero un valor de convención, y pudiendo servir para comprar todos los objetos necesarios a la vida, la persona que presta alguna cantidad se priva realmente de todas las cosas que hubiera podido adquirir y de todos los beneficios que hubiera podido sacar con ella. Esto es claro y palpable; pero aquel gran filósofo pagano que por tantos siglos ha ejercido un imperio despótico en el mundo cristiano, a pesar del trabajo que se tomó para aclarar la cuestión de la generación, no pudo nunca llegar a descubrir en ninguna de las muchas piezas de moneda que entraron en su bolsillo algún órgano particular que la hiciese propia para engendrar o producir otra moneda, y se aventuró por fin a sentar como resultado de sus observaciones que el dinero no pare dinero, pecunia non parit pecuniam; sin que se ofreciese a su talento y penetración que, aunque una moneda fuese tan incapaz de engendrar otra moneda como de engendrar un morueco o una oveja, podía un hombre, sin embargo, con una moneda prestada comprar un morueco o dos ovejas que al cabo del año le produjesen naturalmente dos o tres corderos, de manera que vendiendo este hombre al fin de dicho término su morueco y sus dos ovejas para volver la moneda al prestamista, y dándole además uno de los corderos por el uso de la suma, debía encontrarse todavía con dos corderos, o a lo menos con uno o más de riqueza que si no hubiera hecho semejante contrato.

      Vinieron después los teólogos escolásticos, que encaprichados con las máximas de Aristóteles, creyeron hallarlas confirmadas en el Evangelio, suponiendo que Jesucristo no quiere se hagan préstamos a intereses por la esterilidad aristotélica del dinero; y los jurisconsultos, en fin, no dudando que los intérpretes de la religión habrían estudiado atentamente la letra y el espíritu de la Biblia, adoptaron ciegamente sus decisiones y las introdujeron en la legislación. Bien se ha visto después que no marchábamos sino por un camino falso; bien se ha visto que no hay cosa más productiva que el dinero, pues con él se amontonan las riquezas; bien se ha llegado a comprender con perfección el sentido de los textos que se han sacado de los sagrados libros, pero una opinión errónea formada sobre bases respetables se arraiga tanto en el fondo de nuestro espíritu, que ya no cede fácilmente ni aun a la luz de la convicción: cuesta mucho trabajo combatir las preocupaciones envejecidas, y las teorías no penetran sino con lentitud en el campo de la práctica. Mas, si todavía no se halla establecida la libertad absoluta que deben tener los individuos para estipular las condiciones que más les acomoden en sus transacciones pecuniarias; si todavía el comercio del dinero no es tan libre como lo debe ser todo comercio para que haya concurrencia, de que resulta la baratura, no se deja de observar con satisfacción que los principios luminosos de la economía política van triunfando por fin de las ideas falsas que han reinado en esta parte, y que el rigor de las antiguas leyes que proscribían el interés ha ido cayendo poco a poco en desuso, porque precisamente producían un efecto contrario al que se esperaba en su establecimiento.

      Nuestras leyes antiguas prohibían absolutamente toda especie de intereses por el uso del dinero, a no ser con enajenación de capital como en los censos, imponiendo penas gravísimas a los que se dedicaban a este género de comercio, como si el dinero no fuese una cosa que puede venderse o alquilarse como cualquiera otra. Pero los enemigos más encarnizados del interés en los préstamos, no pudiendo desconocer por fin su absoluta necesidad, procuraron eludir el rigor de sus propios principios con distinciones y efugios escolásticos de lucro cesante y daño emergente, y permitieron al prestamista la percepción del interés siempre que sufriese alguna pérdida o se privase de alguna ganancia justa por desprenderse de su dinero. No pareciéndoles todavía suficientes las dos distinciones de lucro cesante y daño emergente, porque no abrazaban todos los casos en que creían ya ser lícito el interés, estiraron un poco la del lucro, añadiendo a la del lucro cesante para el prestamista, la del lucro naciente para el tomador, y decidieron que aunque el prestamista no hubiese de sufrir pérdidas, ni perjuicios, ni privaciones de ganancias, pudiese no obstante, llevar un interés o premio siempre que el tomador o mutuatario fuese alguna de aquellas personas o corporaciones que emplean sus fondos en algún ramo de industria o de comercio; como si el precio que el panadero saca del pan que vende no fuese igualmente legítimo, ya sea que el comprador se lo coma, o sea que lo deje perder.

      Ya no había, pues, más que un caso en que quedase en pie la prohibición, y era cuando un pródigo o un indigente viniese a pedirnos prestado nuestro dinero para sus disipaciones o necesidades, no habiendo por nuestra parte daño emergente ni lucro cesante, así como por la suya se supone no haber lucro naciente. Mas el gobierno mismo forzó este último atrincheramiento de los anti-usurarios, mediante la creación de fondos públicos en que ofreció un interés razonable a toda clase de súbditos y extranjeros que le prestasen.

      Así es cómo, por fin, ha desaparecido enteramente la ley prohibitiva, y puede ya decirse que no tiene contradicción legal el interés en los empréstitos. Pero ¿se ha hecho alguna declaración que fije el máximum del interés que uno puede llevarse por prestar su dinero? Con respecto a las transacciones civiles no se ha dado hasta ahora una regla general; pues no parece deba reputarse tal el decreto de 10 de julio de 1764 en que se declaran legítimos los contratos celebrados entre la diputación de los cinco gremios mayores de Madrid y diferentes personas de todas clases que ponían sus caudales en la caja común de aquella, la cual se obligaba a volver el capital dentro del tiempo que estipulaban, y a satisfacerles en el ínterin el interés de un tres o dos y medio por ciento al año. Bien han querido algunos deducir de este decreto que quedaba autorizado como tasa legal el interés del tres por ciento; mas en esta real orden no se trata verdaderamente sino de aprobar unos contratos con interés, sin expresarse directa ni indirectamente que el de un tres sea el mayor a que se pueda llegar; y como por otra parte ha pagado el gobierno el 18 o el 24 y en el comercio se ha hecho ya legal el del 18, no faltan quienes crean que otro tanto pueden exigir los particulares que no sean mercaderes ni negociantes. En las transacciones o préstamos comerciales se ha fijado últimamente, por regla general, el interés de un 18 por ciento al año sobre la capitalidad de la deuda, de modo que los comerciantes no podrán exceder esta cuota; pero los descuentos de las letras de cambio, pagarés a la orden y demás valores de comercio endosables, no están sujetos a la tasa del uno y medio, sino que las partes pueden contratarlos con entera libertad a precios convencionales.

      Si nos atenemos al orden natural de las cosas, el dinero debe mirarse como una mercancía que el propietario tiene derecho de vender o alquilar; y por consiguiente, la ley no debería fijar la tasa del interés, la cual debe determinarse del mismo modo que el precio de todas las cosas comerciales, por la libre convención de los contrayentes y por la relación que haya entre las ofertas y las demandas. Si no hay mercancía en que el gobierno más ilustrado pueda pesar todas las circunstancias que deben influir sobre la fijación del precio, y establecer uno que no sea desventajoso al vendedor o al comprador, es todavía mucho más difícil fijar la tasa del dinero, por cuanto depende de circunstancias y consideraciones más delicadas y variables, cuales son la del tiempo en que se hace el préstamo, la de la época en que se haya estipulado el reembolso, y sobre todo, la del riesgo o de la opinión del riesgo que el capital ha de correr. Esta opinión varía a cada momento, pues una alarma repentina, algunas quiebras y las voces de guerra, pueden causar

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