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que ocupa casi enteramente las sociedades modernas, hace mirar con una especie de indiferencia y de desprecio muy saludable, tratándose de combates de opinión, las querellas ociosas de los filósofos acerca de cosas que no están al alcance de nuestros sentidos. Sin embargo, el disgusto que provocan el desacato y la audacia de los que la ofenden en público, sin miramiento alguno al respeto que le prestan en compañía de los más de los hombres los mejores y los más prudentes de entre ellos, merece algún castigo.

      Con relación a la inmoralidad, mucho es el daño que pueden causar a las costumbres los que intentan favorecerla por medio de impresos. En todos los países del mundo las leyes han tomado a este respecto medidas muy severas. Dígase por honor de la civilización actual, no hay especie de abusos de imprenta que tenga menos partidarios. El ateo, el demagogo más atrevido no deja de tener un interés en que no se corrompa el corazón de sus mujeres e hijas. El mismo libertino, si no ha perdido toda la sensibilidad, quisiera ser el solo de su género. Un clamor que no pueda ser ni más fuerte ni más general, condena y persigue los abusos de imprenta dirigidos a la corrupción de las costumbres. Por esto mismo no deben temerse mucho sus efectos. En cuanto a la aplicación de la pena que la ley les inflige, no presenta dificultad alguna, por ser evidente el grado de perversidad que los ha promovido, y no tener pretexto alguno de error o de opinión sobre que apoyarse.

      No sucede lo mismo de los impresos que la ley caracteriza de sediciosos. Entre los abusos de la libertad de imprenta, este es el más peligroso, y por consiguiente el que debe ocupar más a los legisladores de las sociedades modernas, en las que el orden es la primera necesidad de los pueblos, y las revoluciones violentas y subversivas los males que más deben temer. La sed del poder timando por pretexto el más noble sentimiento, e invocando uno de los nombres más sagrados en el corazón del hombre intenta reproducir hoy a cada rato los estragos que en tiempo de ignorancia fueron la consecuencia horrorosa de una religión de humanidad y de paz. La ambición y la sedicia han manchado a nombre de la libertad con la sangre de millones de víctimas los altares del patriotismo. La libertad de imprenta ha sido uno de sus principales instrumentos.

      Sin embargo, alguna vez estos excesos han podido en cierto modo ser justificados por la opinión que los ha provocado, y por el objeto que se ha tenido en mira. Las luces se han acumulado y las costumbres se han mudado entre algunos pueblos con una asombrosa rapidez, antes que el tiempo mudase gradualmente su sistema social. Este fue el caso de la Francia en fin de siglo pasado. Fue casi inevitable mudar repentinamente su constitución política por la fuerza irresistible de sus mismas luces y de sus mismas costumbres. A un ejemplo tan terrible no han faltado imitadores. ¡Cuán pocos han podido justificarse como la Francia!

      Asentando que en el caso de que acabamos de hablar el uso de la imprenta para excitar al pueblo a subvertir de un modo violento el orden político ha podido en cierto modo ser justificado, no ha sido nuestra intención aprobarlo. ¿Quién quisiera haber contribuido a los efectos espantosos de la Revolución Francesa? Estamos ciertos que si los escritores que la provocaron hubiesen podido prever todas sus consecuencias, hubieran temblado a la sola idea de conseguirla. Mas la antorcha de una reciente y terrible experiencia no había aclarado todavía a los hombres de las modernas repúblicas. ¿Qué verdadero patriota, instruido después con los hechos, no ha preferido siempre la obra del tiempo de la reflexión y de la ley a los horrores inevitables de un ciego y ruinoso entusiasmo?

      Pero en nuestros mismos tiempos tenemos el sentimiento de observar, aun en el seno de los pueblos que se hallan incontestablemente más adelantados en la carrera de la civilización y de la libertad, como la Francia, un impulso hacia las revoluciones al que no dejan de contribuir escritores de sumo mérito. Este hecho nos parece muy fácil de explicar. Los principios de la política de los pueblos no han sido todavía adoptados en Francia en toda su extensión. Su gobierno que encierra aun grandes concesiones al antiguo orden de cosas, y al influjo extranjero, se halla en oposición con los principios de la verdadera libertad. A más de esto parece que la particular civilización de la Francia le sirva de garantía contra las resultas funestas de las revoluciones. Su gobierno cumple sin duda un deber sagrado en alejarlas; mas los escritores y el pueblo que los aplaude y secunda, pueden tener una apariencia de razón.

      Mas, ¿de qué modo pudieran aplicarse estas reflexiones a los pueblos constituidos sobre los principios de la libertad más ilimitada? De qué modo pudieren justificarse entre ellos los escritores que atentasen al orden político, y quisiesen subvertir por la violencia la máquina de un estado que solo las leyes deben mejorar y perfeccionar con el auxilio de la experiencia y del tiempo.

      Artículo 3° (conclusión), 18 de diciembre de 1835

      Considerando atentamente la organización de las repúblicas americanas, parece casi imposible que pueda desarrollarse en ellas el germen de las revoluciones. ¿Quién pudiera concebir la idea de inmutar de un modo violento una constitución tan libre y popular como la de que ellas gozan? ¿Qué pueblo, hallándose en plena posesión de todas sus garantías, podrá permitir que se las arranque de una vez la intriga o la fuerza abierta del despotismo? Un orden de cosas creado por la voluntad de todos, arreglado a los principios de la política más pura y liberal, apoyado y favorecido por todas las circunstancias físicas y comerciales de un vasto continente, ¿qué enemigos pudiera tener capaces de lisonjearse con la menor esperanza de alterarlo y destruirlo? Todo esto es incontestable; y sin embargo, no hay país en el mundo que más adolezca de la más terrible de las plagas que pueden afligir la sociedad, el espíritu de la revolución, que la América del Sud. ¿Cuál puede ser la causa de un fenómeno tan extraño?

      En todas las sociedades existen dos clases. Los agricultores, manufactureros, comerciantes e industriales de todo género forman la más numerosa. Los hombres que viven del trabajo ajeno, prometiendo emplearse en asegurar sus productos al dueño que debe poseerlos, constituyen la otra. Los primeros son todos, más o menos, ciudadanos útiles, y no tiene interés en engañar a los demás hombres, ni en estorbar el orden establecido. Entre los otros hay hombres virtuosos y ciudadanos dignos de la mayor consideración; mas, entre ellos se hallan también enemigos de todo orden, cuando en él no encuentran los medios de satisfacerse.

      Los escritores que pertenecen a esta clase de hombres, y procuran excitarlos y ponerlos en movimiento, ya abiertamente ya con disfraz, con el objeto de mudar el orden político, son los que la ley considera como sediciosos. Mas, ¡Dios no quiera que se confundan en este número a los autores de una oposición tan juiciosa y fundada como enérgica y animosa, dirigida a ilustrar a los gobiernos y a obligarlos por medio de la publicidad a corregir su marcha, si es que no conduce al bien del Estado, a mejorar y perfeccionar la administración, a no descuidar medio alguno de pública felicidad! Mientras los primeros no son más, por reproducir la pintura que hace de ellos uno de los escritores más liberales de este siglo, que unos ambiciosos ligados contra ministros a los cuales se hallan impacientes de suceder, o miserables intrigantes que mendigan los empleos por amenazas y piden las gracias a mano armada, estos últimos constituyéndose en órgano de la opinión, en defensores de la ley, en jueces imparciales y libres de un gobierno desviado, adquieren un derecho a la más viva gratitud de la patria. Nada más fácil que distinguir esta oposición justa, imparcial y decente, que es el ánimo de todo gobierno representativo, de los ataques violentos y personales de una facción enemiga del orden, animada por la discordia y el furor, que no sabe hablar más lenguaje que el del odio, que no se ocupa sino de intereses individuales y miras de partido, y que de todo se muestra capaz menos de contribuir al bien general de la nación, y a disminuir los males que la afligen o a prevenir los que la amenazan. Aunque esta oposición espuria y degenerada se revista de los mismos colores que adornan a la otra, y se atreva a pronunciar también, profanándolas, las voces sagradas de patriotismo y de libertad, nadie puede desconocerla, no encontrando en ella el desinterés, la imparcialidad y la nobleza, que son la calidad característica de todo acto verdaderamente patriótico. El hombre corrompido se descubre bajo la divisa del ciudadano. Las pasiones privadas se traslucen en cada palabra. El bien de todos exige que se quite la máscara a esta falsa, interesada y peligrosa oposición; esta es la tarea de la misma libertad de imprenta destinada a corregir sus abusos; la justicia exige que se castigue un engaño hecho a la nación, esta es la obra de la ley.

      Mas, ¿de qué modo será posible demostrar el cuerpo del delito en los abusos de imprenta? No pudiendo estos consistir

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