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que pensaban o producían los demás pueblos capaz de despertarlo. La tiranía de aquel genio extraordinario que llena él solo la mitad de su siglo, cayó con los odios y antipatías nacionales, las que procuró siempre alimentar y fomentar con perjuicio de todos los pueblos. A medida que los ingleses, los franceses, los alemanes, los italianos y demás habitantes de la Europa han ido conociendo siempre más, que uno solo es el interés político, uno solo el interés industrial de todos los pueblos de la Tierra, el estandarte de la libertad se ha desplegado en nuevos puntos de aquel dichoso continente, y ha extendido su benéfico influjo sobre nuevas regiones de las demás partes del mundo. Aquel inmenso e incalculable beneficio, que importará con el tiempo la perfección del género humano, se debe a la libre circulación de las ideas de los pueblos.

      En las repúblicas constituidas bajo el sistema representativo, la libertad de imprenta es de una necesidad tan absoluta, que destruirla sería lo mismo que abolir aquel sistema. No habiendo libertad de imprenta, las asambleas legislativas no son más que consejos privados a los que la opinión pública no puede imprimir movimiento alguno; y no ejercen otro influjo que el que el Ministerio quiere darles. El solo temor de ver publicado un proyecto contrario al bien público; la certeza de que una opinión anti-liberal será el asunto de las críticas y de los ataques de los escritores liberales, es un freno que a veces basta solo para contener en sus avances contra la libertad a los más atrevidos oradores, y hacer abortar los planes más diestros e ingeniosos de los enemigos secretos de la prosperidad y del honor nacional. La libertad de imprenta en el cuerpo de los diputados de la nación es el dios tutelar de la patria, el terror de los malos, la seguridad y la garantía de los buenos, el alma de todos sus trabajos. Sin ella el país que en apariencia es el más libre y el que goza de la mejor constitución, no es más que el juguete de un congreso o la propiedad de un déspota. La nación que no puede asistir a las sesiones de sus representantes por medio de la libertad de imprenta, es una nación esclava.

      Con relación a los gobiernos de los pueblos libres, la libertad de imprenta es su mejor garantía y su brújula más segura. Diremos más: sin ella, no pueden llenar el grande objeto, que les es confiado, de la ejecución de las leyes. ¿Qué confianza podrá merecer un gobierno donde no hay libertad de censurar sus actos? ¿Qué influjo podrá tener en la opinión pública, si no es permitido pedirle cuenta de su administración, y asistir al examen de esta cuenta? Solo la libertad de imprenta puede mantener viva la amistad necesaria entre el gobierno y la nación. Solo por ella el gobierno puede conocer las variaciones del espíritu público, las necesidades verdaderas del país y el modo de satisfacerlas. En fin los gobiernos descubren por ella las intenciones perversas de los enemigos del orden público y evitan a tiempo los escollos que se les presentan en una administración borrascosa. Un estado en que se goza de la libertad de imprenta puede compararse a un navío guiado por pilotos hábiles que no se dejan nunca sorprender por la tempestad. Si no hay libertad de imprenta, el naufragio es seguro.

      Mas, ¿de qué no abusan los hombres? ¿Qué males no se han causado al género humano bajo el pretexto de la religión y de la libertad? Y sin embargo, ¿qué bienes más preciosos habíamos podido recibir de la Providencia? La libertad de imprenta ha sido también un manantial de mil males. Hasta el día de hoy los legisladores más sabios se han ocupado en preverlos y remediarlos. Después de haber aclarado su índole y las diferencias que presentan en los varios gobiernos, expondremos en otro artículo los recursos que ha creado la ley para aquel objeto, entre las naciones más antiguas en el goce de los derechos políticos: y nos proponemos demostrar que mucho menos tenemos que temer en Chile de los abusos de la libertad de imprenta, de lo que tienen fundamento para temerlos los reguladores de los destinos de los principales pueblos de Europa. Tendremos en el conocimiento de esta verdad una razón más para felicitarnos de nuestro estado.

      Artículo 2°, 11 de diciembre de 1835

      La ley asegura a cada ciudadano el goce del ejercicio de todas sus facultades físicas y morales. Para lograr este fin, era preciso prohibir que el interés o el capricho de uno estorbase el libre uso de las facultades de los otros. El de la libertad de imprenta no difiere en cosa alguna del de las demás libertades individuales o políticas de un solo miembro de la sociedad o del conjunto de todos. Muévase enhorabuena, hable, escriba, imprima quien quiera; pero que los movimientos, los discursos, los escritos, los impresos de un ciudadano no sean causa de que se altere la tranquilidad, o se disminuya el número de los bienes que hacen felices a otros ciudadanos como él, que tienen por esto mismo un derecho incontestable al libre uso de todos los medios de felicidad que están a sus alcances. He aquí toda la teoría de los delitos y de las penas. La libertad es incompatible con el delito. Cada delito es un golpe que se le dirige. Acabaría con ser la víctima de estos golpes, si el escudo de la ley no le sirviese de defensa.

      Cada hombre en sociedad es responsable ante la ley de las resultas de sus acciones. El hombre que ataca la vida, la propiedad o la reputación de otro hombre, a más de perjudicar a un solo individuo, hiere a todo el cuerpo de ciudadanos, lo perjudica promoviendo el desorden, lo corrompe con el ejemplo del mal que es siempre contagioso, y es causa de infinitos daños, mientras en apariencia no ha sido autor más que de uno solo. Si al hecho contrario a la ley se añade evidentemente la intención de infringirla, el grado de la culpa será mayor, el delito es una declaración de guerra a todo el género humano, el delincuente debe ser considerado como un verdadero enemigo de la sociedad a que pertenece.

      Hemos demostrado en el artículo anterior las ventajas y los bienes de cada clase que emanan de la libertad de imprenta. ¡Ojalá los daños que suelen producir sus abusos no fuesen a veces [ilegible] y tan sin remedio que no se tuviese razón suficiente para quejarse de la necesidad de admitirla!

      La ley no puede conceder más que la libertad de hacer el bien. Cada uno puede publicar sus pensamientos por la prensa, sea porque son útiles a sí mismo sin dañar a los otros, sea porque son útiles a toda la sociedad. A más de esto, cada uno puede elevar su voz contra el enemigo declarado y activo de la religión, contra el que atente al orden político, contra el magistrado injusto, contra el calumniador y contra todo ciudadano perjudicial a la república. Mas el desaforado que se ha hecho reo de estos delitos abusando de la libertad de imprenta, y ha puesto a los buenos y hábiles escritores en la necesidad de hacer servir la misma libertad, sea para rechazar los ataques dirigidos al culto y al orden social, sea para reparar el menoscabo que ha padecido por ella la fortuna o el honor de los particulares, ¿será menos delincuente que el profano que osase quebrar a los ojos del público los vasos destinados al sacrificio de la hostia sagrada, o el demagogo que convocase al populacho para excitarlo a un motín, o el que incendiase el campo ajeno, o el que ofendiese de algún modo la persona de un hombre tranquilo e inocente? Los delitos no mudan de naturaleza por mudar de medios de ejecución. El arte de graduarlos y distinguirlos consiste solo en avaluar el daño causado por ellos y descubrir el grado de perversidad que les ha dado origen. La aplicación de las penas debidas a los delitos de este género debe seguir la misma escala que la de los demás delitos y de las demás penas que sirven para repararlos y castigarlos. Si fuese posible dar la muerte con un folleto como se da con una espada, hubiera un caso en que la pena capital no sería desproporcionado a un delito de imprenta.

      Para proceder con orden en la clasificación de los abusos de la libertad de imprenta y en el examen de los medios de repararlos, seguiremos la enumeración que hace de ellos la ley. Las notas que según ella los hacen dignos de pena, son la blasfemia, la inmoralidad, la sedición y la injuria. Veamos, pues, cuál es el daño que puede resultar a la sociedad de cada uno de estos abusos, y cuáles son los medios más aparentes para repararlos.

      Hubo un tiempo en que fueron grandes los temores que inspiraban los ataques a la religión. Mas la experiencia ha demostrado que aunque se haya visto por ellos alterarse en algo o destruirse la creencia de uno u otro ciudadano, las masas poco o nada se han resentido de su acción. A pesar de los esfuerzos de los Bayles, Espinosas, Mirabeaus, Dupuis y muchos otros, la religión, circuida y batida por tantos y tan valientes enemigos, ha quedado como un escollo en medio del océano, que la furia de las olas no ha podido dislocar. El tiempo que todo lo destruye, ¿destruirá también en el corazón del hombre la necesidad de los sentimientos y de las esperanzas, que debemos a la más pura y consoladora de todas las religiones? Nos parece que no; y así somos de parecer que los ataques a la religión deberían despreciarse del todo

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