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aquí la noción de término medio (o la crítica a los extremos como vicios) y la sitúan como ancla de esta versión moderada del liberalismo.

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      Igualdad social

      La Clave, Santiago, 5 de abril de 1828, Núm. 66, pp. 258-259

      Como la naturaleza dio a los humanos las mismas facultades y todos los hombres se dirigen a un solo fin, todos están obligados a coadyuvar a mantener la igualdad de sus goces y a participar también con el mismo equilibrio en la repartición de los sufrimientos. La verdadera balanza, o por mejor decir, la balanza exacta para asegurarnos esta identidad, es lo que aún no se ha encontrado; y por mucho que los hombres se hayan afanado y se afanen, solo veremos sistemas sociales más o menos aproximados a la perfección. Aun no se sabe si la dificultad consiste en la escasez de nuestro entendimiento, o si este se paraliza a fuerza de vicios o pasiones de la especie humana de cualquier modo, el resultado de no poder gozar lo perfecto, avergüenza a la humanidad, y en este bochorno indispensable, debemos darnos por muy contentos y satisfechos si logramos al fin la dicha de vivir bajo un sistema moderado y que garantice nuestros derechos. No es de sabios ni filósofos el aspirar a imposibles, a menos que el objeto del hombre no se dirigiese a buscar el tormento sin límites de la imaginación. Hay además otro consuelo para los que aspiren a más dichas, y es que aun no se ha resuelto el problema de si sería feliz una nación que llegase a alcanzar el máximum de la perfectibilidad, porque cuando el hombre no tenga qué apetecer, quién sabe si sus sentidos se embotarían o si la exorbitancia de la dicha acabaría por envilecerlo; lo mismo que al poderoso particular le sucede muy a menudo entregándose a todos los vicios. Nosotros por nuestra parte, pensamos que todos los extremos son viciosos, y lo demasiado en cada cosa perjudicial al todo.

      La falta del máximum de la perfección social, es el origen de que se confunda de varios modos la igualdad entre todos los hombres, que debe sancionar la ley; esta no puede prescindir por más que se empeñen ciertos escritores, de las diferencias físicas y morales con que la naturaleza nos ha distinguido a unos de otros; de ningún modo puede entenderse sino ante la ley; pero esta ley, no es solo para castigar de un mismo modo todos los delitos iguales que cometa un fuerte o un débil, un pobre o un rico, un impedido y un ágil; esta igualdad legal debe entenderse también, y es una consecuencia de la sabiduría de los castigos expresados, para que los hombres se respeten entre sí aun en los casos que lleguen a los tribunales por cualquiera de los accidentes con que puede eludirse.

      ¡A cuántos que por solo rutina proclaman la igualdad absoluta, y que quieren aparecer liberales por excelencia, no se les ve varias veces insultar al débil o al pobre solo porque están seguros de que no tienen medios, o no son capaces de costear los gastos ni sostener las demandas ante un tribunal! ¡A cuántos hombres que o contando con el favor del que manda, o de la opinión pública, que tal vez han sorprendido, no se les ve insultar al desvalido, o cuando menos no sostenerlo contra la injusticia, ni socorrerlo en la desgracia! Sin embargo, ellos pregonan más que nadie la igualdad, ellos hablan de lo que debe un hombre a otro en sociedad, ellos hablan de las leyes de la naturaleza, y estos falsos liberales, el día que se crean insultados, ¿qué decimos? El día que sueñan que se les mira solo con indiferencia, gritan, rajan y son capaces de llamar en su auxilio todas las leyes humanas y aun las divinas. Y pobre el juez o el ministro que sin infringir la ley, se incline según los principios de legislación, en favor del acusado: porque entonces se le llama inepto, débil, parcial, venal, etc., etc. Tal es el hombre.

      Si hablamos de los vicios de que adolece el corazón humano cuando está en posesión de dominar al débil, no debemos ocultar tampoco las de este contra el poderoso. Regularmente la clase media y la más ínfima se identifican en ciertos principios. Los pueblos que tuvieron la desgracia de vivir bajo el régimen de las jerarquías, abrigan una multitud que más bien por ignorancia que por crimen, entienden que la igualdad consiste en imitar y alternar con los que son poderosos: los de la clase media piensan que pueden darse el tono y boato de un duque, y los de la clase ínfima creen que pueden vivir y gozar todas las comodidades de la clase media; a querer llevar a efecto de un modo forzado esta igualdad, se encuentran tropiezos a cada instante, e inconvenientes invencibles que están en la esencia misma de las cosas. De ahí proviene el que estos mismos hombres, que de buena fe son liberales y patriotas, pero viciados como, poco más o menos debe estarlo todo hombre que desde que nació no ha gozado de las instituciones republicanas; de ahí proviene, pues, el que no hallen efectiva la igualdad según ellos la comprenden, aunque en efecto ella existe legalmente. El modo de enmendar estos errores es por ahora el buscar un término medio entre los dos extremos, y que la clase media no afrente la humildad de la ínfima, ni se ridiculice queriendo competir con los más poderosos.

      Si nos atenemos a lo que muchas veces miramos y a lo que todos observan en el mundo, es preciso convenir en que todo es miseria en la especie humana. Mas esta miseria puede y debe corregirse por medio de la educación. Ningún sistema es más a propósito para ello que el republicano. Sea el objeto de nuestros sabios el enmendar los efectos de la mala educación que se nos daba, gravando profundamente en el corazón de los jóvenes los verdaderos principios de fraternidad, adóptense leyes que establezcan un justo equilibrio en las fortunas, para que estas se multipliquen, nadie sea superior a la ley, no se permita a nadie usurpar la reputación de otro, tenga cada cual lo que merezca por sus virtudes y servicios compadézcase al desgraciado y mírese con horror al calumniado y al que insulte la miseria; y hágase en fin que no se reduzca a palabras el principio de: “no desees a otro lo que no quieres para ti”. Entonces llegará un día que educados los hombres bajo esta moral sublime (siempre repetida y observada por pocos) serán felices conociendo lo que se deben a sí, y lo que deben a la sociedad.

      EL PODER CONTRA LA LIBERTAD

      Nicolás Pradel fue un actor de peso en el campo de los periódicos y las imprentas durante las primeras décadas de vida republicana. Hizo fama en el Congreso como encendido portavoz de las tendencias radicales del liberalismo, defendiendo con énfasis la causa federal. Cuando esta tesis perdió empuje, se alineó entre los opositores al liberalismo triunfante, extremando sus posturas. El Espectador Chileno fue uno de los espacios desde los cuales Pradel y los suyos avanzaron la tesis de que ese liberalismo había degenerado hacia formas despóticas y ponía en riesgo todo el proceso emancipatorio. En ese encuadre, la Guerra Civil de 1829-1830 no solo aparece como escena de polarización entre liberales y conservadores, sino también como un momento de feroz crítica entre las tendencias liberales tras su turbulenta experiencia en el poder.

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      Prospecto

      El Espectador Chileno, Santiago, 21 de agosto de 1829, Núm. 1

      ¡Qué influencia tan poderosa tiene la libertad sobre el hombre civil! ¡A cuántos sacrificios no se expone por adquirirla, y con cuánta facilidad suele perderla tal vez cuando cree más inalterable su seguridad! Esto mismo sucede a veces, por desgracia, en los pueblos; y las más ocasiones se les ve reposar tranquilos sobre el volcán que se apronta para hacer su explosión y desolarlos. Nada de esto puede ser asombroso ni extraño si se advierte que la libertad solo tiene por sostén la virtud, mientras que su inmediato contrario, el poder, tiene bajo su influencia todos los alicientes que son menester para sojuzgar al hombre de bien hasta avasallar su razón: empleos, honores, rentas, y por otra parte amenazas, destierros, proscripciones, he aquí los móviles de que siempre se sirve el poder contra la libertad. A vista de estos inconvenientes, es un milagro que ella exista y se propague en algunas repúblicas de América, cuando sus envejecidas preocupaciones y hábitos coloniales las determinan a una marcha lenta y peligrosa en la consecución de sus miras. Hay momentos preciosos que no deben dejar de aprovecharse, y estos son quizá de los que no ha querido hacerse caso, puesto que nuestra patria, como las demás del mundo nuevo, aún sufren las tentativas y asechanzas de una dinastía, que por instantes escorza el proyecto de esclavizarlas.

      En distintos momentos y con datos calificativos que avivan este triste recelo, el espectador en concurrencia de patriotas respetables, se ha puesto a imaginar: ¡qué sería de nuestra amada patria, si por desgracia llegase a

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