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la posesión de las facultades intelectuales es prueba de que el hombre es un ente social y que estas facultades han sido conferidas para el bien de los miembros de la sociedad, y como no es comparable con nuestra naturaleza que los hombres pueden existir en sociedad sin la estricta observancia de algún orden, entonces sería preciso para llenar este fin establecer leyes, reglamentos y ordenanzas. Pero, se dirá, todo esto son otros tantos infringimientos a la libertad. Nosotros decimos que no son, ni más ni menos, unas restricciones a la voluntad, tanto a la sociedad sin sacrificar una parte de su voluntad, sin embargo, de que entra voluntariamente en ella, la libertad natural cesa de ser agente libre de la voluntad, y es reconocida como agente de la sociedad con el título de Libertad civil.

      Todavía es preciso notar que por el sacrificio que hacemos de la voluntad natural, aumenta la libertad civil, porque esta nos asegura el derecho que tenemos de elegir nuestros miembros a las dignidades de Ejecutivo e igualmente Legislativo; por consiguiente nosotros mismos decretamos las leyes que nos rigen por medio de nuestros representantes, entonces la libertad civil nos asegura todas estas ventajas, y aún más, nos da la facultad de acusar legalmente a cualquiera persona de la sociedad general que se atreva a infringir nuestros sagrados derechos.

      Esta es nuestra definición de la libertad, la cual es bien atrevida, tanto que varias de sus hipótesis con sus consecuencias son contradictorias a las opiniones de unos celebres autores, como son: Liebnetz [sic], Collins, Mabranche [sic], Priesley [sic], Paley, etc. Nuestra doctrina es, que el hombre no puede hacer sacrificios de su libertad porque esta no es más que un agente; pero sí de su voluntad porque esta es un poder. Ni aún esto (hablando moralmente) es sacrificio, porque recibe mayores ventajas del hecho. Es en igual caso lo que acuerdan dos contratistas: uno da tanto metal y el otro en retorno tanto trigo. Estos convienen esperando ventajas recíprocas, luego no existe el sacrificio.

      UN MANANTIAL DE MIL MALES

      La libertad de imprenta, como se ha visto en otros documentos, fue uno de los temas donde se expresó con mayor nitidez la tensión insoluble entre liberalismo y poder. Así como no caben dudas de su reconocimiento como ideal irrenunciable, también son nítidos los esfuerzos por subordinarla de forma legítima a los principios del orden. Se dibuja así la escena del gran conflicto para los temas de la libertad en este período: fijar los límites de la acción del poder frente a derechos que por su novedad deben ser protegidos, pero también estimulados favoreciendo su pleno ejercicio. Este artículo en tres partes, publicado en El Araucano a mediados de la década de 1830, sintetiza la posición gubernamental sobre la materia, y en él se advierte la tensión ya descrita. De la contemplación elogiosa y su representación como instrumento de emancipación universal, el redactor transita a la ingrata tarea de advertir sus riesgos, especificando la forma en que el ejercicio irresponsable de esta libertad configura un tipo especial de delito que no se puede prevenir o reparar por el simple efecto de la ley. Se escucha aquí la voz de una autoridad que acude a esas formas superiores de convivencia que se deben invocar cuando se construye un nuevo orden sobre cenizas aún ardientes.

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      De la libertad de imprenta y de sus abusos

      El Araucano, Santiago, 27 de noviembre y 11 y 18 de diciembre de 1835, Núms. 273, 275 y 276

      Artículo 1°, 27 de noviembre de 1835

      Fortuna muy grande y muy rara es

      la de un pueblo que puede pensar lo que quiere,

      y manifestar lo que piensa con toda libertad.

      Tácito

      La libertad de imprenta es la garantía más importante de los derechos políticos. Se pudiera muy bien llamar la garantía de las garantías. No es posible concebir libertad política, donde falta el derecho de publicar sus opiniones, para defenderla y sostenerla. La libertad es un sagrario, a cuyo rededor velan incesantemente todos los ciudadanos, para dar el grito de alarma al menor amago de peligro. La seguridad de una fortaleza, por grandes que sean sus medios de defensa, depende de las alertas de sus guardias avanzadas. Si no hay quién señale los pasos del enemigo, la sorpresa es inevitable.

      El derecho de publicar sus pensamientos es inherente a todo hombre libre. Entre los antiguos, se ejercía en las plazas públicas por medio del lenguaje: en las sociedades modernas, los ciudadanos hacen uso de todos los recursos que suministra la imprenta, para manifestar al pueblo las ideas que creen útiles a su patria. Por este último medio, una nación entera puede recorrer en pocos días el discurso de un orador, que no sería fácil a un solo hombre recitar en muchos años a todos los individuos esparcidos por los varios puntos de un Estado.

      Las ventajas de la imprenta libre son todas las que el hombre debe a la dádiva más preciosa del ingenio y del arte, a la invención más fecunda en todo género de bienes, a la imprenta misma, en una palabra, que parece haber sido tan esencial a la perfección del género humano. Cesando la libertad de expresar sus pensamientos, aquellas ventajas, cesan también, y se mudan en males e inconvenientes de la mayor gravedad. Los malvados abusan de todo. Los medios más eficaces de pública felicidad se vuelven en sus manos instrumentos de opresión y tiranía. Es preciso que los buenos puedan ejercer sus facultades con la mayor libertad, para poder entablar una lucha con los enemigos del bien público, que sea capaz de confundir sus planes, y estorbarles en sus empresas. El resultado de esta lucha ha sido siempre el triunfo de la verdad, y las mejoras de la sociedad.

      Los tiranos de los siglos pasados, presintiendo las ventajas que debían emanar de la libertad de imprenta, le juraron siempre el odio más implacable, y la combatieron con todos los medios que tuvieron a su alcance.15 Por el lado opuesto, los filósofos y los verdaderos filántropos no cesaron nunca de favorecerla, y defenderla de los ataques que le han sido dirigidos por los enemigos de la libertad. Mas, en fin, el género humano ha caminado; y de un extremo del mundo al otro no se oye más que una voz: La libertad de imprenta es el mayor de los bienes políticos, y pertenece a todos los pueblos.

      Es verdad que hay todavía regiones donde este bien no existe. Entre los pueblos que las habitan es un delito hablar de libertad de imprenta. Sin embargo, en estos mismos parajes tan desgraciados ella vive en el deseo de los infinitos liberales, que aguardan en el silencio una ocasión favorable para dar vida a la patria. No está lejos, no, el momento dichoso en que los habitantes de la España, del Austria, de la Italia y otras naciones de Europa todavía esclavas, recibirán de las manos de la libertad el derecho de pensar como hombres, y expresarse como ciudadanos.

      La libertad de imprenta no solo consiste en la libre comunicación de los pensamientos entre los miembros de un cuerpo político por medio de obras impresas, sino que no puede en modo alguno concebirse completa sin la libre circulación de las producciones literarias y científicas entre los varios pueblos de la Tierra, que todos tienen el mismo derecho a gozar de los frutos de la general civilización del género humano, y están igualmente interesados en promover la libertad y los progresos sociales de cada uno.

      Para probar la alta importancia que deben dar los pueblos a este derecho de libre y general comunicación de ideas, basta indicar los obstáculos que le han puesto siempre los gobiernos absolutos. En Austria no puede penetrar nada de lo que se imprime en los países extranjeros, sin atravesar una línea interminable de censores, que declaran contrabando todo lo que se halla escrito en un sentido algo liberal. En Prusia se teme más aquella libre circulación de ideas entre pueblo y pueblo, que la misma libertad de imprenta ejercitada en su interior; y los periódicos y las obras que son la expresión de la opinión pública de los demás pueblos, no tienen tampoco permiso de atravesar aquel reino. Lo mismo puede decirse de muchos estados de Italia, y particularmente del reino de Nápoles. Un elector de Hesse-Cassel, imaginó una comisión de censores, encargados de examinar las obras publicadas entre los pueblos más libres, para rechazar de las fronteras de sus estados todos los escritos, cuyos autores hubiesen tenido el atrevimiento de examinar los actos del gobierno. Napoleón, en fin, que ha sido el mayor de los hombres y de los déspotas al mismo tiempo, estableció una censura más rigurosa todavía para las obras extranjeras que para las que se publicaban en Francia; y fue inventor de un sistema de decepción periodística, adoptado en seguida, aunque con muy

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