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de todos los sectores, junto con una mayor gobernabilidad asociada a la complejización de la gestión por medio de la lenta ampliación de los niveles de cogestión con la incorporación directa e indirecta de nuevos actores en la gestión (egresados, obreros, administrativos, colegios profesionales) y, finalmente, una regionalización a través del establecimiento de sedes o subsedes en el interior de sus respectivos países, también con algún nivel de incidencia de los sectores sociales oriundos de esas regiones en la gestión de estas unidades descentralizadas. Este fue el eje de las reformas que recorrieron casi todas las universidades públicas de la región durante una parte importante del siglo XX: facilitar y promover la expansión de la cobertura, y fue derivado de la autonomía y del cogobierno. Fue la primera modalidad sobre la cual se produjo la expansión de la cobertura en la región, que les permitió cabalgar sobre una ola societaria que impulsó, y en algunos países de la región sigue marcando, el pasaje de una educación superior de elites a una educación superior de masas como derivación de las demandas de acceso a la educación de amplios sectores sociales, y de la propia democratización de nuestras sociedades. En ese significativo rol en la movilidad social en el acceso a la educación superior, las universidades aumentaron, además, de manera sistemática su autonomía respecto a los gobiernos.

      La autonomía y el cogobierno fueron una derivación, en tensión y lucha, de la democratización del Estado latinoamericano que se expresó en reformas que producían empoderamiento en la sociedad. Al interior de las universidades el ejercicio del poder y de la gestión se basó en consensos lentos y en complejos procesos de negociación, imposición de sucesivas y lentas reformas con ajustes y relegitimaciones permanentes que, en el marco de la autonomía y el cogobierno, de hecho transfirieron los cometidos democratizadores y reformistas que definen al Estado hacia el interior de las universidades, y promovieron a su vez una fuerte descentralización y fragmentación del poder en las estructuras académicas universitarias. En este sentido, el funcionamiento de las universidades públicas, en tanto descansó en la autonomía y en la gestión basada en el cogobierno corporativo, determinó el camino y la forma de las reformas durante todo el siglo XX, que derivaron en la fragmentación del poder interno asociado a la diversificación de la oferta, en la expansión de la cobertura y el burocratismo corporativo en el ejercicio del poder y la academia.

      Ellas fueron el vehículo de la primera fase de la expansión de la cobertura universitaria y de la ampliación del acceso a la educación superior. Así, el interior de la gran megareforma —que fue la llamada “primera reforma de la educación superior”—, se fueron instrumentando amplias y sucesivas microreformas que permitieron la consolidación y el desarrollo de la autonomía y el cogobierno por medio de la expansión de la matrícula y la complejización organizativa. Las lógicas de estas transformaciones eran internas pero supeditadas a recursos externos presupuestales y, en general, sobre escenarios monopólicos o casi monopólicos de la prestación del servicio universitario. Sus políticas además regulaban la totalidad de la educación superior y por ende a las demás instituciones que pudieran existir, las cuales finalmente copiaban las líneas maestras de sus orientaciones. Así, el modelo de campos universitarios, la estructura basada en facultades, escuelas e institutos, las modalidades de gestión de consejos universitarios, el perfil docente y la orientación profesionalizante, fueron sistemáticamente adoptadas por todas las nuevas instituciones tanto públicas como privadas.

      Estas sucesivas reformas se articularon y se reforzaron sobre un mismo paradigma universitario basado en la gratuidad, la estructura cogestionada del poder, la organización interna en facultades, la expansión a partir de la creación de escuelas, institutos, sedes regionales y nuevas carreras, el financiamiento público casi exclusivo, el carácter dominantemente docente de pregrado, la creación de servicios de bienestar estudiantil (becas, comedores, transporte, acceso a servicios de salud, etc.), las estructuras de remuneración mesocráticas basadas en la carrera docente, el carácter endogámico de la designación de sus docentes, la baja articulación interdisciplinaria, el ingreso abierto, el currículo “tubo” y una estructura de gestión administrativa dispersa con poca concentración de poder en la figura del rector, que “reinaba” pero no gobernaba en el marco de un gran centro de poder focalizado en el Consejo Universitario, órgano que concentraba los roles ejecutivo, judicial y legislativo sobre territorios inviolables.

      La dinámica de la masificación promovió procesos que tendieron a democratizar los poderes al interior de las universidades, y ello derivó en una reducción de la capacidad del accionar que no fuera la propia ampliación de la cobertura y la diversificación de las unidades académicas internas, supeditado a recursos presupuestales públicos. En este escenario, el cogobierno y la autonomía derivaron en una estructura de poder y de gestión académica altamente politizada y en una fuerte descentralización a través de muchos centros de poder legislativos (consejos de escuela, de facultades, institutos, cátedras, departamentos, consejos universitarios, etc.) que fragmentaron el poder e impusieron una gestión interna basada en altos niveles de consensos y una gobernabilidad dada en procesos comiciales democráticos con una legitimación dominantemente académica, pero cuya capacidad de promover cambios significativos estaba muy limitada por ese funcionamiento basado en consensos casi unánimes. Inversamente, hacia los poderes públicos externos, la autonomía y el cogobierno facilitaron la construcción de procesos de confrontación y tipos de políticas de tipo “suma cero” en la búsqueda de recursos financieros.

      La lógica de las universidades con fuerte descentralización y fragmentación del poder al interior de la estructura institucional académica también dificultó la instrumentación de reformas significativas a nivel de toda la universidad, y acotó las transformaciones a minireformas focalizadas, en general, a nivel de las distintas unidades académicas; por ende, con una alta diversidad, fuertemente experimentales y con baja sustentabilidad.

      Las reformas llevadas adelante a nivel de toda la institución (masificación, construcción física —en los inicios—, regionalización, diversificación lenta de las estructuras académicas, ampliación de la cogestión) tuvieron como eje dotar a la universidad de mayor dimensión y legitimación, y solo fueron posibles en el marco de la autonomía y el cogobierno, pero no detuvieron la lenta desatención de la calidad. Sin embargo, al mismo tiempo la estructura del cogobierno, la existencia de poderes que se legitiman en lo académico y la alta dependencia del presupuesto público también contribuyeron a la existencia de un fuerte burocratismo universitario y a fuertes limitaciones para cualquier transformación.

      Los cambios estuvieron moldeados por la representación colegial de los diversos sectores de la comunidad académica en los centros de poder. Las luchas por cambios en el porcentaje de representación de los diversos estamentos universitarios (docentes, egresados, estudiantes, obreros y empleados), así como las acotaciones en los representantes (grado del docente, años de egresado, notas del estudiantes, etc.) fueron permanentes expresiones de las tensiones existentes en la determinación de las posibles reformas académicas y, a su vez, en políticas para limitar los poderes de los diversos cuerpos colegiados y sus propuestas de reformas propias. Tales luchas bloquearon muchos intentos de introducir reformas al interior de estas universidades. La organización del poder universitario fue la base sobre la cual se procesaron las diversas políticas y reformas, aun cuando más allá de la dinámica interna de estas universidades autónomas ellas han sido el resultado de políticas y estrategias de los países en relación a la educación superior, fundamentalmente respecto a la cobertura, el financiamiento y el acceso. En este sentido, las universidades públicas fueron el resultado no solo de la propia evolución de las demandas de educación, de sus propias dinámicas internas, sino también de los marcos legales, las políticas públicas y las modalidades de financiamiento que durante muchos años utilizaron a esas instituciones como los únicos mecanismos para cubrir las demandas de acceso y de profesionales.

      El modelo universitario que caracterizó a nuestros sistemas terciarios durante casi todo el siglo XX no otorgó facultades a los Gobiernos para la regulación de la educación superior, el cual se localizó en las propias universidades autónomas y en sus consejos universitarios. El Estado solo proveía recursos financieros,

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