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niños, ni tampoco que los niños viajaran atrás. Yo estaba solo, así que miré a todos lados y comencé a dar vueltas al volante y a presionar botones, hasta que toqué la palanca de cambios. El automóvil estaba estacionado en la cima de una colina y comenzó a moverse… colina abajo.

      Mi hermana fue la primera en notar que el automóvil se movía, y comenzó a saltar gritando, para llamar la atención de mis padres. Mi mamá corrió de inmediato a rescatarme, pero yo ya había atropellado el buzón y estaba a punto de estrellarme contra un muro. Mi mamá logró llegar hasta el lado del asiento del copiloto. “Si pudiera abrir esta puerta, evitaría el desastre”, pensó. El problema era que aquella puerta se atascaba siempre… menos aquella vez. La puerta se abrió y mi madre saltó adentro, me tomó en sus brazos, pisó el freno con el pie izquierdo, enderezó el volante ¡y detuvo el vehículo!

      ¿Qué sucedió con aquella puerta perennemente atascada? ¿Fue la mano de un ángel? ¿Fue la adrenalina? ¿Casualidad? ¿Un golpe de suerte? Lo cierto es que tras aquel incidente la puerta continuó atascándose como de costumbre.

      Cuando tenía seis años, me colgué de unas barras en el recreo y resbalé. “Caíste como una flecha”, dijeron los presentes. Mi cabeza chocó contra el suelo. Lo siguiente que recuerdo es que estaba en la enfermería y, a pesar de lo que mis hermanas digan, los médicos dijeron que no sufrí ningún daño.

       Son milagros. A veces son difíciles de detectar, pero si hay algo que puedo decir con certeza es que nos parecen injustos.

      ¿Por qué injustos? Porque millones de personas sufren todos los días y le piden a Dios de todo corazón un milagro, y aun así, mueren. Parecen injustos para los que no logran detener el automóvil como mi madre lo hizo, o para los que tienen cáncer terminal. Pero también estoy seguro de esto: los milagros son una manera en que el amor de Dios brilla a través de las grietas de este mundo resquebrajado, recordándonos que pronto dejaremos de necesitar ángeles que nos protejan.

      Tu verdadero valor

      “Jesús soportó la cruz, sin hacer caso de lo vergonzoso de esa muerte, porque sabía que después del sufrimiento tendría gozo y alegría” (Heb. 12:2).

      No me sorprendería descubrir que mis antiguos profesores me percibieron como arrogante o sabelotodo. Siempre he sido trabajadora, confiada y segura de mis objetivos. Sabía que la facultad de Medicina sería un desafío a nivel académico, social y espiritual, así que comencé a cuestionar mi responsabilidad como testigo de Cristo. Oré a Dios pidiendo humildad y una disciplina espiritual que sabía que me faltaba.

      Me sentía abrumada y sin preparación. Estaba acostumbrada a clases pequeñas, pero ahora solo era un asiento más en un auditorio inmenso. Me senté entre graduados de prestigiosas instituciones y estudiantes mayores que ya habían pasado años investigando (e incluso habían publicado trabajos). Mis calificaciones ya no eran las mejores, y “sabía” más respuestas incorrectas que correctas. Mi seguridad se convirtió en silencio. Mi confianza se desvaneció. Me sentía tímida, incluso en pequeños grupos, y dudaba de mi capacidad. Me sentía humilde, pero ¿era aquello realmente humildad?

      Un día, mientras cenaba con una amiga, me contó que había recibido la noticia de que su exnovio se había casado con una chica por la que le había jurado que no tenía interés. El asunto la tenía deprimida y se sentía estúpida. ¿Acaso todo el tiempo que habían estado juntos él había estado pensando en la otra? ¿Había sido mi amiga el segundo plato? No supe qué decirle. Ella era una buena chica a quien yo admiraba y que me había ayudado en momentos difíciles. Era inteligente, pero parecía que no podía ver su valor. Le dije: “Esto no significa que tú vales menos que ella. Tu valor no depende de esta noticia”.

      Muchas veces tratamos de demostrar nuestra valía mostrando que somos los mejores. Definimos nuestro valor comparándonos con los demás. Cuando nos alejamos de nuestro Creador, de quien en verdad deriva nuestro valor, tendemos a buscarlo en los lugares equivocados.

      No pienses que ser humilde es rebajarte. Cuando Jesús lavó los pies de sus discípulos, no se rebajó, porque aun en su forma humana seguía siendo Dios. Por el contrario, aumentó nuestro valor. Cuando Jesús lavó los pies de sus discípulos, demostró su amor. Él sabía su posición y no sentía que servir lo rebajaba. Ser humildes es conocer nuestro valor y saber que no necesitamos elogios que lo reafirmen.

       Ser humilde te libera para servir, tratando a los demás como seres sumamente valiosos. Y es que lo son; así como lo eres tú.

      LH

      Humillado en el jardín de infantes

      “Que nadie te menosprecie por ser joven. Al contrario, que los creyentes vean en ti un ejemplo a seguir en la manera de hablar, en la conducta, y en amor, fe y pureza” (1 Tim. 4:12, NVI).

      Cuando era pequeño, estaba un día en el jardín de infantes y la maestra nos pidió que contribuyéramos con una receta para un libro de cocina. ¡Sonaba divertido! A la mayoría de los niños de cinco años les encanta comer, así que en seguida comencé a pensar cuál sería mi contribución. Sabía cómo hacer pudín instantáneo, así que esperé ansioso mi turno.

      Cuando por fin la maestra llegó a mi asiento, bolígrafo y papel en mano, yo estaba listo. Cuidadosamente le expliqué cómo preparar un pudín en simples pasos: vierta la mezcla del pudín de chocolate en un envase de vidrio, agregue la leche, coloque la tapa y luego agite el frasco hasta que la mezcla espese. ¡Y listo! ¡A disfrutar del manjar!

      Cuando pensé que había terminado, vi cara de frustración en la maestra y comenzó a hacerme preguntas, como: “¿Y dónde compras la mezcla para hacer el pudín?” La pregunta me pareció tonta, pero intenté responderla por si alguien no sabe dónde venden comida. Sin embargo, cuando el libro de cocina estuvo listo y leyeron las recetas en voz alta a un auditorio lleno de padres, vi que había caído en una trampa. La multitud se reía al escuchar que en muchas de las recetas aparecían ingredientes como gomitas o caramelos. Cuando leyeron mi receta, apenas la reconocí. Resulta que la maestra tomó las respuestas indiferentes que di a sus preguntas absurdas y las mezcló con mi receta, haciéndome quedar como un tonto. Estaba molesto y pensé: “¿En serio? Si querías una receta graciosa, ¿por qué no me lo pediste de manera más clara?”

      Lamentablemente, esta clase de burlas no terminan después del jardín de infantes. Los medios de comunicación alaban a los jóvenes a través de innumerables publicaciones en las que presentan detalles de la vida de famosos (sí, ¡ellos también salen de compras!). Pero, la mayoría de las veces, la iglesia ignora a los jóvenes. Se esfuerzan para que te bautices cuando tienes doce años, tratan de entretenerte de vez en cuando durante la adolescencia, y luego se olvidan de que existes hasta que cumples cuarenta años, o se preguntan qué será de tu vida.

       Al menospreciar a la juventud, la iglesia se está dañando a sí misma casi tanto como a sus jóvenes. La próxima semana veremos qué puedes hacer para ayudar a que esto cambie.

      La belleza no apreciada

      “No tenía belleza ni esplendor, su aspecto no tenía nada atrayente” (Isa. 53:2).

      Una mañana de viernes como tantas otras, en una concurrida estación de metro, un chico de treinta y tantos años, vestido con jeans y una camiseta, sacó su instrumento musical del estuche para comenzar a tocar la melodía más hermosa jamás compuesta. El violinista era Joshua Bell, reconocido en todo el mundo como uno de los mejores intérpretes de música clásica, y estaba participando en un experimento organizado por el Washington Post para ver si la gente reaccionaba a algo sublime en medio del bullicio y la rutina cotidianos.

      Nadie sabía lo que sucedería,

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