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      El camino al cielo

      “También sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días” (Joel 2:29).

      Los milleritas continuaron reuniéndose en la ciudad natal de Elena Harmon, a menudo en la casa de sus padres. Seguían haciéndose la pregunta: ¿Dónde está Dios en medio de todo esto? Y la respuesta llegó de donde menos lo esperaban.

      Mientras pasaba el día en la casa de una amiga en diciembre de 1844, Elena, que para ese momento tenía diecisiete años, todavía se estaba recuperando de la tuberculosis. Apenas podía respirar acostada, pero había aceptado la invitación de su amiga a salir un rato de su casa. Cuando ella y otras cuatro jóvenes se arrodillaron para hacer el culto matutino, de repente entró en visión.

      Durante la visión vio al grupo que había creído que Jesús pronto regresaría. Estaban ascendiendo por un camino de montaña, con una luz brillante resplandeciendo detrás de ellos, guiándolos. Un ángel le dijo que la luz era el mensaje del “clamor de medianoche” que Miller había predicado. El camino era peligroso, pero estarían a salvo mientras mantuvieran sus ojos en Jesús.

      “Ya deberíamos haber llegado”, dijo alguien. Entonces los saludó a la distancia Jesús, de quien salía brillo, y todos comenzaron a decir a viva voz: “¡Aleluya!” Sin embargo, algunos dijeron: “Todo esto ha sido un error. Esto no es de Dios”, y comenzaron a tropezar y a caer del camino hacia la oscuridad del abismo. Los fieles siguieron adelante, sin siquiera detenerse cuando eran atacados por sus oponentes. Entonces, Elena vio lo que tanto habían esperado: la segunda venida de Jesús y la Nueva Jerusalén, con el árbol de la vida, y a sus seres queridos resucitados.

      Las amigas de Elena observaban asombradas mientras ella recibía la visión. Sus ojos miraban a la distancia, y no respondía a los intentos que hacían de hablar con ella. Cuando salió de la visión, estaba muy emocionada por lo que había visto, pero abatida de haber regresado a este triste mundo después de haber vislumbrado el cielo. Se sentía también atemorizada por la responsabilidad que tenía de compartir ese mensaje de Dios.

      Elena le rogó a Dios que le diera esa responsabilidad a otro, alguien más fuerte, alguien más optimista. Una semana después tuvo otra visión sobre las pruebas que le esperaban. Cuando en una tercera visión le dijo a un ángel que temía que su ego se viera afectado, el ángel le dijo que si alguna vez sentía que había algo especial en ella, su frágil salud la mantendría humilde.

      Agar e Ismael – parte 1

      “Sarai no podía darle hijos a su esposo Abram, pero tenía una esclava egipcia que se llamaba Agar. Entonces le dijo a Abram: ‘Mira, el Señor no me ha permitido tener hijos, pero te ruego que te unas a mi esclava Agar, pues tal vez tendré hijos por medio de ella’ ” (Gén. 16:1, 2).

      La trama es digna de una telenovela. Ella hizo todo lo que le pidieron como sierva y, cuando ya no la necesitaba, su rencorosa jefa la despidió, dejándola abandonada en el desierto.

      Todo comenzó cuando la esposa de Abraham no pudo seguir soportando la vergüenza de no poder tener hijos, así que le sugirió al viejo Abraham que, ya que Dios se estaba tomando su tiempo para dejarla embarazada, tuviera un hijo con su sierva Agar. Como todo lo que su sirvienta poseía era legalmente suyo, Sara pensó que un hijo de la sirvienta no representaría ningún problema.

      Naturalmente, las cosas no salieron tan bien como esperaba.

      Sara se sintió resentida con el embarazo de Agar, como seguramente lo estuvo con el hecho de que hubiera tenido relaciones sexuales con su esposo, el gran patriarca. Víctima de la repentina crueldad de Sara, Agar huyó al desierto, al igual que tuvieron que hacerlo muchos otros hijos de Dios en la Biblia.

      Dios la encontró junto a un manantial. Y como lo hizo en muchas otras ocasiones en la Biblia cuando encontró a sus hijos huyendo por la vergüenza, Dios le hizo una pregunta afectuosa:

      –¿De dónde vienes y a dónde vas?

      –Estoy huyendo de mi señora Sarai –respondió la esclava embarazada.

      –Regresa con tu señora –le dijo Dios–, y obedécela.

      Y luego Dios hizo lo inesperado: le dio a Agar la misma bendición que le había dado a Abraham: “Aumentaré tanto tus descendientes, que nadie los podrá contar”.

      Y Agar también hizo lo inesperado. Se convirtió en la única persona del Antiguo Testamento que le dio un nombre a Dios. “Eres El-Roi”, le dijo, porque, “Dios me ha visto y todavía estoy viva” (Gén. 16:8-13).

      Al igual que nosotros, Agar nació en la esclavitud. Al igual que nosotros, Agar intentó hacer lo que le habían dicho que haría felices a todos, y solo recibió sufrimiento por ello. Y al igual que todos deberíamos estarlo, Agar se sintió abrumada por el increíble amor de Dios.

      Continuará.

      Agar e Ismael – parte 2

      “Dios oyó que el muchacho lloraba; y desde el cielo el ángel de Dios llamó a Agar y le dijo: ‘¿Qué te pasa, Agar? No tengas miedo, porque Dios ha oído el llanto del muchacho ahí donde está’ ” (Gén. 21:17).

      Agar partió de regreso al padre de su hijo, de regreso al ambiente de trabajo más hostil que pudieras imaginar. Finalmente, dio a luz a Ismael, que significa “Dios escucha”.

      Pasaron los años. Dios reafirmó su pacto con Abraham, diciéndole esta vez que sería el padre de muchas naciones. Sodoma terminó convertida en cenizas. Ismael se convirtió en un adolescente enérgico. Y Sara finalmente dio a luz. El incómodo conflicto entre sierva y ama aparentemente había terminado. Pero no fue así.

      Con el tiempo, Sara le exigió a Abraham que echara a Agar e Ismael, pues este último había menospreciado a su hijo. Esto le rompió el corazón a Abraham. Ismael era su hijo. ¿Cómo iba a echarlo? Pero Dios le dijo que para que su promesa se cumpliera, Agar e Ismael debían irse. Sin embargo, añadió: “Yo haré que también de él salga una gran nación, porque es hijo tuyo” (Gén. 21:13). Incluso el hijo no deseado recibiría una bendición.

      Agar y su hijo terminaron nuevamente en el desierto. Esta vez, ella temió que ambos murieran abandonados, y no podía soportar ver a su hijo sufrir. Sin embargo, Dios le dijo que no estaban solos. Señalándole un pozo lleno de agua, le dijo: “Levántate, toma al muchacho y tenlo de la mano, porque yo haré de él una gran nación” (vers. 18, RVR95).

      En The Book of the Beginnings, Gerald Wheeler escribe: “Los eruditos encuentran muchos paralelos interesantes entre la historia de Agar y la de Moisés. […] Por ejemplo, ambos huyen de la opresión al desierto y llegan a un pozo. […] Ambos se encuentran con Dios. […] Moisés aprende el nombre de Dios, […] mientras que Agar va un paso más allá de Moisés y le pone nombre a la Deidad. […] El Señor les dice a ambos que regresen a la opresión de la que habían escapado. Finalmente, ambos fueron expulsados de su esclavitud de vuelta al desierto. […] En el desierto, Dios los libró de la muerte, particularmente de la sed. […] Y ambos se convirtieron en líderes de un gran pueblo. […] Dios se preocupó tanto de Ismael y sus descendientes como de Isaac y su futura descendencia. Después de todo, el Señor le había prometido a Abram que sería ‘padre de muchas naciones’ (Gén. 17:5)” (p. 107).

      La Providencia

      “Él mandará que sus ángeles te cuiden por dondequiera que vayas. Te levantarán con sus manos para que no tropieces con piedra alguna” (Sal. 91:11, 12).

      Cuando

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