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sedienta de sangre, tiene tiempo para soltar una máxima filosófica.

      Toma a cualquier héroe, bien sea hombre o mujer, y encontrarás en ella o en él un montón de virtudes: no se asustan cuando el enemigo se acerca; no dudan, ni pierden la compostura; siempre se muestran firmes y atentos… Por todo eso, la gente ama a estos paladines, cada uno con su respectivo disfraz. Son un torbellino de bondades. Superman rara vez dudaba de su propia fuerza y, aunque lo hiciera, perseveraba. El tipo solo salía a la calle con su obligación de hacer lo correcto.

      Ahora, en tu caso personal, la pelea con el enemigo no es tan divertida. No hay robots de seis metros de altura, ni multitudes de ninjas agazapados en tu puerta. Se te opone una banda de miedos, dudas y culpas sin fundamento, y no es posible noquear a esos chicos malos. Tu enemigo lo sabe y se aprovecha. ¿Cómo se puede luchar contra sensaciones y sentimientos? Entonces, comienzas a flagelarte tú mismo, y a Satanás le encanta. Él quiere que te asustes y te sientas incapaz de defenderte. Es ahí cuando te golpea la cruda realidad: no puedes defenderte solo. En tu caso, las virtudes de los héroes de película brillan por su ausencia, son pura ficción.

      Sin embargo, hay una fuerza increíble que está de tu lado. Tus pruebas quizá no son tan espectaculares como las de las películas, pero tampoco deben serlo. Recuerda que, en el melodrama aparentemente interminable de tu vida, este caos no es tu dominio natural. Tú provienes de un Creador que dejó las sábanas dobladas en la tumba cuando resucitó. El caos no va con él. Satanás es el que es caótico. En silencio, reconoce que es Dios el que te guía, y tu confianza se fortalecerá al saber que te estás dejando dirigir por él.

      Tu fuerza reside en Aquel en quien confías pero, sabías que esto vendría, ¿verdad? Así que, cuando estas temibles fuerzas se abalancen sobre ti y la tormenta comience a convertirse en un tifón, no intentes luchar por ti mismo. Confía en Cristo.

      BP

      Guía de una sola página para testificar

      “Dios prueba que nos ama, en que, cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:8).

      “¿A qué iglesia vas?” Si te preguntan esto, ¿qué responderás? Si dices: “Soy adventista del séptimo día”, ¿qué añadirás? ¿Explicarías que tenemos buenos hospitales, comemos carne vegetal y tenemos la creencia “exclusiva” de que hay que guardar el sábado? Entonces te preguntan: “¿Qué son todas esas historias de bestias que salen del mar, una mujer que es engañada por una serpiente, espíritus, sangre y vírgenes con lámparas de aceite?” Y esa es solo la punta del iceberg.

      Tratando de alejarte del incómodo interrogatorio, pareces un ciervo asustado en plena carretera mirando a una camioneta que se acerca a gran velocidad. Tal vez tratas de restarle importancia a la conversación. Incluso puedes terminar defendiendo argumentos, solo para darte cuenta de que tratar de justificar aquello que los demás no entienden solo trae más confusión. Simplemente respira y deja que el oxígeno y el Espíritu Santo tomen el control de la conversación.

      Deja de parecer un loco y comienza con la verdad. Comienza a hablar de un hombre que nació con una combinación de ADN humano y divino. Habla sobre su vida como carpintero, sobre cómo le enseñaron a cortar y juntar madera y cómo él mismo fue luego cortado y colocado sobre un madero. Vivió hace dos mil años, e inmediatamente se desató un movimiento de seguidores.

      Lo seguían porque habían escuchado historias de lo que hizo antes de ser capturado y, por demanda popular, ejecutado. Sus seguidores más cercanos escribieron que sanó a ciegos y paralíticos. ¡Alimentó a miles con una simple oración y una canasta de pescado! Podía resucitar a los muertos; y no solo a los que acababan de morir, ¡en una ocasión resucitó a uno que llevaba cuatro días en el sepulcro!

      Pero el hombre que resucitó a los muertos fue asesinado por no ser lo que la gente esperaba de él. No pudieron lidiar con la verdad. La verdad era que él era el Hijo de Dios y que, tres días después, resucitó. Ahora está en el cielo esperando regresar y crear un mundo nuevo. Él te ama y quiere que seas parte de ese mundo. Si te encuentras con alguien que se empeñe en confrontarte, recuérdale que los adventistas somos seguidores de Jesucristo. Si eso lo perturba y comienza a presionarte con información errada y rumores infundados, haz una oración pidiendo la dirección divina. El Espíritu Santo acudirá a respaldarte.

      BP

      La relación amor-odio contigo mismo

      “Todos los que temen al Señor odiarán la maldad. Por eso odio el orgullo y la arrogancia, la corrupción y el lenguaje perverso” (Prov. 8:13, NTV).

      –No entiendo la clase. Odio ser tan tonto –dijo uno de mis alumnos.

      –¿Sabes? El mundo se va a esforzar en tratar de hacerte sentir tonto –le respondí–. No debes creer esa mentira.

      Hemos abusado tanto de la palabra “odio”, que ha perdido su significado. En serio, aparte del pecado, ¿odias algo realmente? ¿Odias levantarte temprano? ¿Odias esas etiquetas de las camisas que pican? ¿Odias los correos electrónicos no solicitados? ¿Realmente odias esas cosas o, simplemente, no te gustan? La razón por la que no deberías “odiar” nada, y mucho menos a ti mismo, es porque odiar no es de Dios.

      La frase “el lenguaje perverso” de Proverbios 8:13 pareciera describir a alguien que tiene una lengua muy sucia, pero la realidad es que la perversión comienza en el momento en que comienzas a rebajarte a ti mismo. ¿Te das cuenta? Si Dios nunca te llamaría tonto, ¿por qué tienes que catalogarte tú mismo de esa manera? Dios no hará eso jamás, pero ¿sabes quién sí lo hará? Satanás, el acusador. Y Satanás usará cualquier herramienta para neutralizar las habilidades y los dones que Dios te dio.

      Hay gente que de verdad se odia a sí misma. Y aunque no recuerdes ninguna ocasión en la que te hayas rebajado a ti mismo, piensa en un jardín de infantes. Cuando un maestro pregunta a la clase quién sabe dibujar, todos levantan la mano. Avancemos rápidamente hasta la secundaria. El profesor hace la misma pregunta y solo tres levantan la mano. ¿Levantarías tú la tuya?

      Un amigo mío de la secundaria podía dibujar cualquier personaje de caricaturas que veía. Y creaba nuevos escenarios para los héroes e incluso nuevos personajes. Dibujaba las caras y las formas del cuerpo extraordinariamente. En la clase de arte trabajaba en acrílico, puntillismo e incluso arcilla, con resultados sorprendentes. Pero incluso cuando la clase incentivaba y alababa sus habilidades, él rechazaba los cumplidos. Decía que era “malo”. Se enfocaba mucho en rebajarse a sí mismo (el lenguaje perverso), permitiendo que eso envenenara todo su ser. Los maestros alentaban su habilidad e incluso lo animaban a que estudiara arte, pero él respondía que no. Lo último que supe de él fue que estaba trabajando como empleado de almacén en una tienda de comestibles.

       Dios no creó bombillas tenues, sino seres iluminados con pasión y capacidades. Si actualmente estás escondiendo tu luz, enciéndela y deja que brille.

      Las repercusiones

      “La visión de las tardes y las mañanas te ha sido revelada, y es verdadera; pero tú mantenla en secreto, pues se cumplirá cuando haya pasado mucho tiempo” (Dan. 8:26).

      El día que Elena Harmon y su familia esperaban que Jesús regresara (22 de octubre de 1844), el famoso actor que se hacía llamar “general Tom Thumb”, de apenas 64 centímetros de altura, se presentó en su ciudad con entradas que apenas costaban 12 centavos de dólar. El legendario Phineas T. Barnum había entrenado al niño, de siete años, para cantar, bailar e imitar a personas famosas. En un mundo sin televisión ni radio, esta clase de espectáculos eran opciones de entretenimiento muy concurridas.

      Mientras el famoso enano saltaba y corría por el

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