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El guardián de la capa olvidada. Sara Maher
Читать онлайн.Название El guardián de la capa olvidada
Год выпуска 0
isbn 9788418390036
Автор произведения Sara Maher
Жанр Языкознание
Серия Trilogía Crónicas de Silbriar
Издательство Bookwire
—¿De verdad estáis valorando la posibilidad de que Lidia rompa ese jodido sello? ¿Matar a Aldin? ¿En serio?
Ninguno de los dos respondió a las preguntas de Daniel, pues estaban inmersos en un duelo de miradas en el que, finalmente, el elfo cedió y retiró la suya para volver a examinar el extraño fuego que nacía del minúsculo tubo.
—Sé que nos desviaremos de la ruta, pero mañana quisiera ir al Bosque de las Almas Perdidas —anunció Coril sin más—. Tenemos un amigo al que reclutar.
—Me parece bien —celebró Valeria, mostrando una gran sonrisa—, ya que, tomando el camino del norte, podemos hacer otra paradita. ¡Vamos a hablar con Zacarías!
La luz se extinguió de los dedos del guardián de la espada y la oscuridad pasó a ser la dueña indiscutible de la noche. La guardia tomaba las calles de la capital, abordando a todo aquel que no tuviera permiso para deambular a esas horas. Cuando el crepúsculo ahogaba los últimos latidos amarillos del día, la ciudad se convertía en una ratonera para infieles, traidores o simples ladrones. Nadie estaba a salvo al alzarse las tinieblas, las cuales recorrían las arterias de Silbriar nutriéndose de sus víctimas indefensas. Estas eran marcadas como la peste, y algunas de ellas, enviadas a los calabozos. Y muchas, obligadas a alistarse en el pelotón que defendía el camino del sur.
7
Sello
Se colocó un delantal más largo que su falda y cubrió sus cabellos castaños con un paño que se ató detrás de la nuca. El calor de los fuegos de la cocina no hizo que renunciara a sus planes, a pesar de que su frente estaba impregnada de sudor y percibía un agua pegajosa que descendía por su espinilla dorsal. De los calderos emanaba un exquisito aroma que le recordaba al estofado de su madre, aunque era incapaz de distinguir uno de los ingredientes más básicos, y era ese el que más perforaba sus sentidos. No era tomillo, pero debía existir algo similar en Silbriar que la hacía evocar sin cesar la imagen de su madre cortando la zanahoria con esmero.
Una de las sirvientas le entregó la bandeja con la comida y se lamentó al examinar que no había rastro del excelente guiso que cocinaban. El plato estaba lleno del insípido puré, especialidad para los prisioneros de la casa, salpicado con algunos trozos de carne de lacomonte, bicho que afortunadamente no tenía el placer de conocer en persona.
Abandonó los fogones con paso firme, alardeando de sus dotes de camarera y evitando cruzar la mirada con algún que otro lopiard curioso. Sí, los caralobos volvían a entrometer sus apestosas narices en asuntos ajenos. Algo así había vociferado la bruja. No le había permitido a Lorius que entrasen en el castillo y a la mayoría los mantenía fuera, en los muros de vigilancia o acechando en las montañas circundantes por si a algún mago perdido se le ocurría asaltar su hogar. Pero no había podido impedir que una docena de ellos custodiasen los aposentos del mago oscuro y las estancias donde pasaba la mayor parte del tiempo.
Lidia ya no era una prisionera. Accedía con facilidad a todos los dominios del castillo, incluso podía salir al exterior para respirar ese aire amarillo que le provocaba alergia, aunque prefería permanecer dentro, porque, salvo escasos matorrales, no había nada de su interés ahí fuera. Había aprendido a moverse con gracia, a tratar con la bruja siendo condescendiente y educada, a ignorar los comentarios del mezquino hechicero, pero, sobre todo, a darle órdenes al servicio y a camuflarse entre él pasando desapercibida. A estos no les importaba que de vez en cuando los visitase, pues, de todos los señores del castillo, ella era la más alegre y bondadosa. Por eso colaboraban con sus travesuras de «princesa mimada», disfrazándola de lo que se le antojase, ayudándola a infiltrarse en habitaciones «prohibidas», para luego, a escondidas, obsequiarla con los mejores dulces.
Con un leve pestañeo, le indicó al guardián de la mazmorra que podía retirarse. Este le agradecía que ella se encargara de alimentar al prisionero y que, además, esperase hasta que terminase de comer. Era un tiempo precioso que él aprovechaba para estirar las piernas y cortejar a una de las doncellas más simpáticas, quien se había sumado a la servidumbre del castillo. Por esa razón, la saludó con una amplia sonrisa y le entregó el manojo de llaves. Ella no titubeó al entrar. Después aguardó unos segundos a que su vista se adaptara a la penumbra y, resuelta, se dirigió a la celda del fondo.
Distinguió al mago sentado en el borde del angosto lecho, con unos diminutos anteojos que se ajustaban a la perfección a su graciosa nariz. Estaba inmerso en la lectura de un manual para aprender a manejar la varita que ella misma había sustraído de la biblioteca de la bruja y le había proporcionado para que se entretuviera en los días más largos. Él, al advertir su presencia, arqueó las cejas con cierta indiferencia y dejó el libro en el camastro.
—¿Has descubierto dónde se encuentra Samara? —le preguntó Aldin, sin moverse de su sitio.
—Sí, está en una habitación cercana a la de la bruja. Moira pasa mucho tiempo con ella, pero no sé qué hacen en realidad. —Lidia dejó pasar la bandeja a través de la estrecha rendija situada en el suelo. —Al menos, ella tiene una cama y una ducha decentes.
—¿Has averiguado algo más? —insistió, ignorando su último comentario.
—Moira ha enviado una primera avanzadilla al sendero ese de las piedras. No sé de cuántos soldados se trata, pero están sus arpías y algunos orcos. Antes de dejar el castillo, quiere asegurarse el control del sur.
—Por supuesto, necesita el camino despejado para llegar a la capital y hacerse luego con el norte.
Lidia bajó la barbilla y observó la arena que cubría el suelo de las mazmorras. Había perdido el brillo dorado que le regalaba el sol cada mañana. Allí, entre esas cuatro paredes, parecía simple tierra, sucia y ordinaria, azotada por las sombras que habitaban en el calabozo.
—Debería comer algo —le sugirió ella—. Le conviene reponer fuerzas.
—¿Para qué?
La muchacha se sorprendió ante tal pregunta y lo miró fijamente sin saber muy bien qué responder. El mago se acercó a los barrotes que lo mantenían recluido y, con ojos compasivos, observó a la descendiente.
—¿Eres feliz, Lidia? —Ella se revolvió incómoda—. ¿No echas de menos a tu familia, a tus hermanas y a tus amigos?
—Claro que los echo de menos —le respondió con un hilo de voz apenas perceptible—. Siempre rezo para que tengan una vida feliz en la Tierra. Es lo que siempre quiso Valeria: vivir tranquila, alejada de las guerras mágicas.
—¿Y tú? ¿Es esto lo que querías? ¿Vivir en un castillo alejada de toda civilización y a merced de unos brujos despiadados? ¿Es este tu final feliz?
—No es tan malo como usted lo pinta. Quiero estar al lado de Kirko. Él me quiere y me hace reír... Y pronto dejaremos este castillo y podremos iniciar una vida juntos, lejos de su padre. Le ha dicho que nos dará unas tierras en el Valle y...
—¿A cambio de qué? —Ella volvió a mirarlo confundida—. Lorius jamás le ha regalado nada a nadie sin obtener algún beneficio. ¿Te ha contado sus planes? ¿Te ha dicho qué quiere de ti?
—No, pero Kirko no dejará que me haga daño. Él cuida de mí, me protege. No es como su padre. ¡Hay bondad en él!
—Incluso nuestras lunas brillan en la noche, pero lo hacen como reflejo de la luz del sol y no porque tengan luz propia. —Aldin cogió la bandeja y se retiró en silencio. Se sentó de nuevo en el lecho y comenzó a degustar el insulso puré.
Molesta, Lidia caminó en círculos para desahogar su frustración mientras le propinaba puntapiés a la dichosa arena que ensuciaba sus zapatos. La golpeó hasta dejar desnudo el suelo. De reojo, observaba cómo el mago tomaba pequeños bocados de la asquerosa comida y los masticaba con lentitud, deleitándose con su repulsivo sabor. Mientras, ensimismado, leía otra página del libro. Su actitud la desesperó hasta