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camuflado en aristocracia existía otra razón: ¡asco! Su cuerpo no podía entrar en contacto con el pelo de los animales. Sintió lástima de él. Se había convertido en un triste ermitaño alimentado por fantasías imposibles y sueños delirantes. Él ya no lo reconocía, su transformación en un ser arrogante y déspota no tenía vuelta atrás. El niño asustadizo, objeto de burlas y bromas desagradables, era ahora un hombre temerario e irracional. Ese que se despedía ya no era su amigo, sino un completo desconocido.

      —Venganza —masculló el mago entre dientes tras volver de sus amargos recuerdos—. Esta sinrazón no solo trata de gobernar todos los mundos posibles. Es su venganza a la escuela del Cosmos, de la que nunca se sintió partícipe ni integrado. Cuando acabó con los Bosques Altos, dirigió su destrucción a las tierras donde se asentaba la escuela, a las afueras de Cernia, y allí se cebó con ella. Todos pensamos que había sido la mejor forma de acabar con un posible contrataque. Destruyendo la academia, aniquilaba a los mejores magos de nuestro mundo, aquellos que podían hacerle frente, pero... no era eso. Quería asesinar a los que una vez se burlaron de él, a quienes opinaron que no tenía las aptitudes necesarias para estudiar allí.

      Enterró el rostro entre sus manos, hundido por las terribles revelaciones que azotaban su mente. Lorius siempre le reservó un asiento en primera fila. No quería que se perdiese ni el más mínimo detalle de su espectáculo. Quería demostrarle que su plan demente había funcionado.

      —Tenéis que iros ya de aquí. Estáis en grave peligro. —Bibolum intentó disimular sus ojos húmedos—. Nos equivocamos pensando que ahora volvería a castigar a las hadas y a los elfos primero. ¿Cómo no lo he visto antes? Lorius no trata de conquistar de nuevo el norte. Va a cortar de raíz su mayor problema. ¡Viene hacia aquí!

      —Puede venir con nosotras —le propuso Érika—, esconderse bajo mi capa y salir de aquí.

      —¡Mi pequeña! Los objetos no funcionan con los magos, ¿acaso no lo recuerdas? —Con el mentón apretado, se atrevió de nuevo a mirar hacia el exterior por la ventanilla—. Mi sino es proteger este lugar, el último reducto de una escuela agonizante. No voy a permitir que los magos del Cosmos sean exterminados de este mundo.

      —Antes de irnos, hay una cosa más —añadió Valeria—. Fue usted quien le habló a mi madre del guardián de la capa cuando la recibió aquí. ¿Por qué lo hizo? Siempre ha defendido que solo las tres descendientes estábamos capacitadas para derrotar a Lorius.

      El gran mago se apoyó en el escritorio y, soltando un suspiro nostálgico, posó su tierna mirada sobre las hermanas.

      —Atrapado en estos muros, lo único que pude hacer fue leer todos los libros de la academia que rescatamos y algunos de la biblioteca tirmiana. Así estuve años elaborando un conjuro eficaz para que las descendientes, si es que la leyenda era cierta, llegaran hasta mí. Y fue una inmensa alegría ver aparecer a vuestra madre. Era valiente, entusiasta, pero también temerosa. Me contó que algunos guardianes habían desaparecido en la Tierra, que había alguien más buscando a las descendientes, y supuse que Lorius trataba de adelantarse a la profecía de las tres hermandades. Él la estudió con más ahínco que yo.

      »Esther tenía miedo de que algo terrible os pasara, así que, en sus escasas visitas posteriores, la ayudé a buscar una salida. Ella no quería esta responsabilidad para vosotras, por lo que la animé a buscar al guardián de la capa. Con las tropas de Lorius desplegadas por todo Silbriar, yo apenas podía hacer nada. Pero ella me prometió que lo encontraría y que combatiría junto a él si fuera necesario, siempre que sus hijas estuviesen al margen. Silbriar no tendría que esperar a que la última descendiente naciera.

      —Ella no le falló. Encontró la capa —reveló la niña, emocionada—, pero no llegó a tiempo para decírselo porque un mago malo la mató.

      —Lo sé, pequeña, lo sé.

      —¿Sabe quién pudo ser? —Bibolum negó con tristeza—. Vamos a cumplir la promesa que un día le hizo mi madre. Encontraremos a ese guardián.

      Onrom

      Sintió un ligero mareo que lo nubló durante unos segundos. Todavía aturdido, siguió los pasos del elfo, que se detuvieron al alcanzar una mesa del rincón. Nico contenía el aire en sus pulmones, evitando que por sus fosas nasales penetrase ese olor nauseabundo y característico que suele desprender alguien poco aseado. Solo que allí, en ese antro abarrotado y escondido en una de las calles más pordioseras que jamás hubiera imaginado, todos parecían estar en las mismas condiciones. Al sentarse, inspiró con rapidez y, de nuevo, una nueva riada de fragancias entremezcladas volvió a martillearle las sienes. Era una mezcla de alcohol y orines que trataba de enmascarar con un desinfectante rancio y de poca utilidad. Entonces, observó la madera donde se había atrevido a apoyar los codos. Estaba agrietada, y en las hendiduras se aposentaban algunas moscas desesperadas por atrapar los restos de lo que fuese que sirviesen en ese tugurio. Asqueado, retiró los brazos de la mesa y resguardó las manos en los bolsillos de su largo manto. Por fin, con una mueca que mostraba su infinita incomodidad, dirigió una sutil mirada al local en el que se encontraba.

      En la parte opuesta a la que habían tomado asiento, un grupo de bárbaros se retaban a lanzar una especie de cucarachas gigantes dentro de un cubo colocado sobre una repisa. El que no consiguiera introducir al animalillo en él, debía beberse de un trago una jarra de cerveza mientras el resto lo alentaba a no derramar ni una gota. Entre los participantes, distinguió a un grupo numeroso de mestizos, enanos y algún que otro elfo. Pero lo que más llamó su atención fue la presencia de un hada entre los asistentes. Aunque sus alas membranosas se mantenían replegadas, continuaban emitiendo leves destellos y, además, ocultaba su rostro con un gorro que apenas dejaba admirar sus ojos. Pero Nico presumía que debía ser bello. Era inusualmente alto y estilizado, y sus facciones redondas se suavizaban con una barbilla ligeramente afilada. Después repasó una por una las improvisadas mesas que regaban el bar, pero no logró localizar a Onrom, hasta que por fin se centró en la barra. El enano entablaba una discusión acalorada con un viejo gnomo mientras el alcohol descendía por su garganta como una cascada furiosa.

      Coril también había reparado en él, ya que antes de que pudiera abrir la boca para indicarle su posición, el elfo avanzaba hacia Onrom con decisión. A continuación, observó cómo Coril interrumpía la entretenida conversación que ambos hombres mantenían y le murmuraba algo que no llegó a comprender. Entonces, el enano se giró bruscamente hacia ellos y, con mirada férrea, analizó primero a su hermano y luego puso sus ojos oscuros sobre él. Nico se revolvió en el asiento. Siempre había pensado que el enano era intratable y un hueso duro de roer, y esos continuos bufidos que profería lo confirmaban. Se acercó a ellos de mal humor y lo desplazó del asiento con su áspero trasero. Nico no pudo rechistar; se limitó a deslizarse por la barra de madera y se colocó junto a la ventana.

      —Espero que no te equivoques, elfo, y eso que tienes que decirme sea más valioso que las tres jarras de cerveza que me debe ese gnomo pulgoso.

      Coril se situó frente a él e, inclinando su cuerpo hacia adelante, le susurró unas palabras en élfico que hizo que el enano esbozara una pícara sonrisa. En ese momento, una rolliza camarera con senos prominentes se afanó en limpiar con un paño sucio la mesa mientras les preguntaba qué deseaban tomar.

      —Tráenos el mejor licor que tengas —se apresuró a pedir Onrom—. La ocasión lo merece. ¡Hacía tiempo que no veía a mis amigos!

      —Yo no bebo —rechazó Nico la generosa oferta.

      —¡Por supuesto que sí! ¡Cuatro vasos sin falta! —exclamó de nuevo el enano mientras lo atraía hacia él sujetándolo por el cuello—. Escucha, mocoso remilgado, no sé qué leyes imperan en tu tierra, pero en este sitio tan acogedor, si no bebes, te echan a patadas, ¿lo has entendido?

      Nico asentía a la vez que la saliva se le atragantaba en el gaznate. Por fin lo liberó y Onrom soltó una carcajada estrepitosa que se disipó en el alboroto que reinaba en la sala.

      —¿Te interesaría unirte a nuestra expedición? —le preguntó

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