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barba. Sí, estaba algo desaliñado, pero ¿a quién le apetecía ducharse con las malas noticias que lo azotaban a diario? Había rehusado dirigir a las tropas enanas para el nuevo Consejo, había incluso discutido con Galvian por ello. El jefe de la comunidad enana insistía en que, aunque no estaba de acuerdo con las nuevas órdenes, siempre era mejor luchar contra las tropas de Lorius que permanecer sentado esperando la tan temida invasión. Aun así, Onrom se negó a trabajar para los nuevos pardillos de la junta y prefirió desahogar su frustración entre el alcohol y los juegos. Ya no lo dejaban visitar al gran mago, ni siquiera acercarse a los muros del Refugio, y prefería esperar a que el jorobado de Lorius se atreviera a pisar la ciudad para descabezarlo de un hachazo. ¡Muerta la serpiente, aniquilado el veneno!

      Pero esa invitación fue música para sus oídos. Se aburría como un triste títere sin función, y por mucho que quisiera negarlo, él era un hombre de acción.

      —Siempre supe que no te atraparían, orejotas. Te imaginaba saltando de rama en rama en el bosque, huyendo de esa pandilla de memos que se hacen llamar soldados. —Carraspeó varias veces para despejar las cuerdas vocales, que parecían estar adormiladas. Puede que la cerveza empezara a hacerle efecto—. ¡Y mírate aquí, desafiando al Consejo en sus propias narices! ¡Este cuerpo entumecido necesita algo de ejercicio! ¡Claro que me apunto! ¿Qué tengo qué hacer?

      —Llevarnos hasta las Islas Sin Nombre —se apresuró a desvelar Daniel, llevado por el entusiasmo.

      —¡¡¿Qué?!! —Se levantó de un salto—. ¿Acaso habéis enloquecido? ¡Ni hablar!

      Antes de que escurriera el bulto, Coril lo sujetó por el brazo.

      —Deberías al menos valorarlo. No has escuchado todo lo que tenemos que decirte.

      La camarera se aproximó con una botella de licor y cuatro vasos que dispuso en la mesa.

      —¿No quieres probar ni un sorbito? Me han dicho que aquí echan a patadas a quien no acepta una invitación —se atrevió a desafiarlo Nico, con una risa nerviosa.

      El enano volvió a su sitio, mostrando una sonrisa de oreja a oreja, y se dispuso a servir el alcohol. Llenó un primer vaso que le entregó sin dilación al sonrojado muchacho.

      —¡Prueba, prueba! Te va a encantar. —Clavó la mirada en el elfo mientras observaba de reojo los cambios de color en el rostro de Nico—. Dicen que el que surca esos mares, no regresa nunca.

      —¡Tú regresaste!

      —¡Oh, por las barbas de los enanos muertos! ¡Era un crío! Mi padre me llevó hasta los confines de ese océano argumentando que corría sangre valiente por mis venas. Y yo se lo demostré orinándome encima en cuanto divisé otro barco, negro como la espesura, ondeando sus velas de hollín hacia nosotros. Os contaré un secreto. Los ignorantes hablan de monstruos para que nadie se atreva a adentrarse en sus mares, pero no son las bestias lo que más temo, sino esos malditos barcos.

      —Después de todo lo que he pasado en Silbriar, no me asustan unos cuantos piratas —manifestó Daniel, aliviado.

      —¿Piratas? ¿Quién ha hablado de piratas? Yo hablo de fantasmas de carne y hueso.

      —Eso no puede ser —objetó Nico—. Si son fantasmas, no pueden tener carne ni...

      —¡Oye, chaval! Yo sé lo que vi. ¡¿Estás llamándome mentiroso?! —Apurado, Nico negó con la cabeza—. Pues bebe otro trago y cierra tu educada boca.

      —Esas brechas de ahí arriba —prosiguió Daniel— acabarán con todos los mundos existentes. La única forma que tenemos de destruir a los jinetes es liberando la capa. Necesitamos que te unas a nosotros, por Silbriar, por la Tierra y por el universo entero.

      El enano lanzó un sentido suspiro, para luego desatar su lengua profiriendo varias maldiciones entre dientes. Odiaba esas islas caprichosas y detestaba aún más el mar; demasiada agua reunida en un mismo lugar, con olas embravecidas y pescados más grandes que él. Encañonó su mirada guerrera en el rostro del elfo, quien disimulaba una sonrisa apretando sus labios.

      —De acuerdo, no soy un cobarde ni un llorón. Vale la pena intentarlo. Y mejor muerto con las botas puestas que enterrado con el rabo entre las piernas.

      La noche sobrecogedora y silenciosa inundaba con sus fantasmagóricos colores el escondrijo del elfo. Tan solo con un candil, trataban de defenderse de la inquietante oscuridad, la cual, salpicada por unos tétricos destellos, reflejaba el dolor de una guerra inminente. Pensativa, Érika descansaba sobre el camastro mientras Valeria deambulaba por la estancia revelando su acrecentada agitación. De vez en cuando, esta se acercaba a las ventanas tapiadas y trataba de atisbar el exterior a través de las escasas aberturas. Pero apenas veía nada, más que sombras extrañas que la hacían estremecerse y retirarse de inmediato. Entonces, cabizbaja, giraba en círculos para procurar disipar los miedos que de nuevo la torturaban.

      Le había hecho un juramento al gran mago: si Lidia mostraba algún interés, aunque fuera mínimo, en romper el tercer sello y acabar así con la vida del señor Moné, ella debería impedirlo como fuera. Y esto le abría un boquete en el estómago como jamás había sentido. De solo pensarlo, las arcadas hacían su aparición, y el malestar era tan grande que debía apoyarse en la pared para evitar caer. Sin control sobre sus piernas y con las manos temblando, trataba de contener el llanto que le oprimía el pecho. ¿Cómo habían llegado a esa situación? ¿Y por qué ni siquiera había dudado ante tal proposición? ¿Por qué no fue capaz de prometerle que encontraría la manera de hacer regresar a su hermana?

      Por fin, escuchó el chirrido de la puerta y, aliviada, se dejó caer sobre uno de los taburetes. Sus amigos habían regresado y traían consigo al enano más osado de Silbriar.

      —¿Así que era aquí donde te escondías? Un buen sitio para calmar el espíritu. ¿Has visto si queda alguna botella decente detrás de la barra?

      —Por esta noche, se acabó el alcohol. Debemos estar lúcidos para la misión —le reprochó el elfo—. No sabemos con lo que nos toparemos durante la travesía.

      —Yo... no me encuentro muy bien... —Nico se llevó las manos a la barriga y, tambaleándose, llegó hasta el camastro, donde Érika le hizo un hueco para que se tumbara—. Me da vueltas la cabeza... ¿Qué clase de licores sirven aquí?

      —No querrás saberlo —le soltó el enano tras una carcajada.

      Daniel ignoró la absurda conversación entre ambos y posó su mirada en Valeria. Estaba más pálida de lo habitual y parecía estar ausente, sumida en sus propias batallas interiores. La chica intrépida, esa que no dudaba jamás en iniciar una cruzada si la causa era justa, la que tomaba decisiones guiándose por su corazón, se ahogaba por dentro. Y como siempre, no era capaz de pedir auxilio. Se sentó a su lado y la rodeó con sus brazos, esperando que al menos así sintiera que, cuando lo deseara, había una mano dispuesta a sacarla del agua.

      Mientras tanto, Coril, ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor, depositó el carcaj sobre la barra polvorienta, se desprendió del manto negro bajo el que se ocultaba y desapareció tras una puerta que lo condujo a un viejo almacén. Con una mueca de disgusto, observó los pocos víveres con los que contaban. No llegarían demasiado lejos. Si no los mataban esos piratas fantasmales de los que hablaba el enano, lo haría el hambre. No era lo mismo alimentar una boca que seis, y todavía debía hacer otra visita antes de partir. Introdujo en un saco todo lo que podían aprovechar y regresó a la estancia, donde sus compañeros de viaje trataban de reposar.

      —Bien, comamos algo antes de descansar. —Apoyó el saco en el suelo al tiempo que extraía algunas frutas maduras y una barra de pan—. Esto no podemos llevárnoslo, así que mejor aprovecharlo. De camino, podéis contarme cómo ha ido vuestra visita al viejo mago.

      —Pero ¿cómo no me habías dicho que habías visto a Bibolum? —se quejó el enano—. ¿Estaba bien?

      Daniel acercó su mochila, rebuscó en ella con esmero y después mostró un paquete de galletas de chocolate.

      —¡Dulces

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