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Lorius, tenemos a una descendiente de nuestro lado y a su maestro, encerrado. Las tropas aliadas están descabezadas, sin un líder que los guíe. Bibolum Truafel tiene las manos atadas y no hay nadie que se atreva a ir en su ayuda. Además, Belemis, con mucha prudencia, está ayudándonos desde el norte. Los guardianes que no han regresado a casa obedecen sus órdenes y las dos hermanas deben estar llorando en su mundo, porque llueven estrellas y la artesana las ha abandonado. ¡Las descendientes, separadas, no son nada! —Ella se acercó con pasos cortos y agarró su barbilla, sometiéndolo a su pulgar—. ¡Querido, nunca hemos estado tan cerca de la victoria!

      Él no la apartó. Sujetó su brazo y la atrajo aún más hacia su cuerpo. Escudriñó su rostro, demasiado acicalado para su gusto, demasiado bello como para dejarse engañar por esas pestañas tan largas y esos ojos inquietos.

      —Por eso no debemos bajar la guardia —le trasladó con serenidad—. Sabes que estudié las profecías. Sé que la victoria está cerca, pero existe un guardián que podría enturbiar nuestro éxito.

      Ella retrocedió unos pasos y, con los brazos en jarra, se compadeció de él:

      —¡Oooh! Tanta derrota ha menguado tus ánimos —dijo mientras negaba con la cabeza con aire condescendiente—. ¡Esa capa es imposible de encontrar! ¿Por eso quieres asaltar esa tienda de cuentos? ¡No está allí! ¿No crees que si esos estúpidos la tuvieran, ya habrían localizado a su guardián?

      —¡Ya sé que no se encuentra en la tienda! —exclamó molesto—. Pero el Libro de los Nacimientos sí que está en su poder. Si la capa despertara...

      —¡Estás delirando! —Moira lo miró como si no lo reconociera—. Está apresada con un hechizo, oculta a saber dónde. ¿Y tú crees que un par de zoquetes cuentan con los recursos para encontrarla?

      —Tú custodiabas la biblioteca. Tuviste que leer algo que pueda sernos de utilidad.

      —¡Querido, estás exasperándome! Y sabes que no me gustan los sobresaltos, no le sientan bien a mi cutis. —Apretó los labios y después soltó un bufido—. Está bien, te ayudaré en la búsqueda de esa maldita capa. Pero como vuelvas a ocultarme algo que sea de mi interés, te juro que te convertiré en un sapo horrendo y te meteré en una urna de cristal. —Desplegó el brazo izquierdo e hizo llegar su escoba hasta ella. La agarró con las dos manos y apuntó el mango hacia el pecho del hechicero—. Y ya puedes pasarme la lista de los objetos que tienes en tu poder.

      —Sabes de sobra que nosotros no podemos utilizarlos —le dijo, sin sentirse amedrentado por la escoba.

      —Te conozco, Lorius. Y sé que estás pensando en entregárselos a tus hijos. Pero quizá te hayas olvidado de sus limitaciones: un objeto por persona y solo se ajustan a la perfección con su legítimo dueño. En manos de tus hijos podrían ser un completo desastre. —Soltó una risa triunfante que revolvió las entrañas del mago.

      Después, besó una de sus mejillas, se giró y llegó hasta la puerta moviéndose con suntuosidad. Sus caderas bailaban a un ritmo libidinoso, y él se limitó a observarla sin inmutarse, aguantando su talante serio y arrogante.

      —¡Maldita sea! —Estrelló su preciado libro contra la pared en cuanto ella desapareció.

      Zacarías

      Caminaron arropados por la primera luz del alba, evitando los senderos más transitados, ocultándose tras los gruesos troncos de los robles y amparándose bajo sus extensas ramas. No podían arriesgarse a que los detuvieran. Al fin y al cabo, eran humanos de un alto interés para las tropas que una vez fueron aliadas, aunque estas ignoraran todavía que habían regresado a Silbriar. No era el caso de Coril. A él le habían colocado una diana en la frente. Era un fugitivo molesto y escurridizo que vagaba por los bosques como un ermitaño sin hogar, o eso al menos era lo que pensaban.

      El elfo avanzaba con semblante severo, apartando los arbustos que enlentecían su marcha. Marcaba un ritmo ágil y sin descanso. De vez en cuando, observaba de reojo a los chicos, quienes seguían sus pasos con cierta fatiga. Pero no se quejaban, y eso era de agradecer. Eran conscientes de la importancia de la misión que tenían encomendada. Apagó un creciente bufido que brotaba de sus entrañas y que habría delatado su incipiente preocupación: no confiaba en Zacarías, no tenía motivos para hacerlo. Valeria pensaba que era un títere más en la maraña de enredos que había tejido Belemis y ella quería apelar a su cordura. Él dudaba de que el famoso mago de las Montañas Sagradas tuviera siquiera juicio. Era un plan arriesgado, y aunque aprovechasen la invisibilidad de Érika para entrar en el campamento, Zacarías podría dar la alarma en cuanto ellas se descubrieran ante él.

      Cuando el sol llegó a su punto más álgido, decidieron hacer un descanso. Apenas hablaron. El silencio fue su compañía más fiel, evitando así que sus voces alertaran a los posibles soldados que transitaban por el bosque buscando alguna pobre alma con la que poder entretenerse. Érika agradeció la parada; sus cortas piernas trabajaban el doble y se fatigaba continuamente. Su hermana y sus dos amigos se turnaban para cargarla sobre sus espaldas cuando se quedaba rezagada. Ella no quería entorpecer el viaje, pero debía admitir que estaba exhausta. Se bebió casi una cantimplora de agua, y aprovechando que un pequeño riachuelo discurría a varios metros de allí, se alejó para llenarla. Se agachó, y durante unos segundos se distrajo contemplando su reflejo en el arroyo transparente.

      De pronto, sorprendida, advirtió cómo su imagen se difuminaba. Se desvanecía ante ella formando ondulaciones que se perdían al acariciar la otra orilla. Entrecerró sus enormes ojos verdes al comprobar que una nueva figura se modelaba en las aguas tranquilas. Al principio, no la reconoció. Después arqueó las cejas, que desaparecieron tras su flequillo rubio, al mismo tiempo que su boca se abría de manera inverosímil. ¡Lidia estaba allí! Parecía que estuviese en la sala de un cine disfrutando de una película entretenida. ¡Claro, que la pantalla era el río! Su hermana se encontraba en una habitación repleta de espejos y no estaba sola. Lorius Val se hallaba con ella y le entregaba un puñal. Ella lo aceptaba sin más, asintiendo con mirada fiera mientras lo recibía.

      —¡Ah, estás aquí! Érika, no puedes alejarte tanto. —Valeria le ofreció su mano y ella la aprovechó para levantarse—. ¿Qué estabas haciendo?

      —Nada, llenaba la cantimplora —se excusó, volviendo la vista atrás. Pero Lidia se había ido, ya no había rastro de ella en el agua.

      Retomaron la marcha y, durante horas, ascendieron por intrincados atajos herbosos y empinadas colinas plagadas de flores silvestres. Érika no mencionó la extraña aparición de su hermana en el río, ya que no quería agitar aún más los ánimos de sus amigos. No comprendía por qué la había visto ni tampoco el significado de tan singular escena. Observó al elfo, quien, a pesar de moverse con dinamismo, se deleitaba apreciando los prodigiosos paisajes que iban dejando atrás. Se habían desviado del camino que los conduciría a los Lagos Enanos para adentrarse en el Bosque de las Almas Perdidas, su antigua morada.

      Al llegar a la cima, Coril distinguió el campamento principal. Allí debía encontrarse Zacarías. Unos kilómetros más allá divisó los límites de los desaparecidos bosques élficos: los Bosques Altos. Aunque las ciénagas se hubieran secado y los árboles muertos comenzaban a resucitar, nutriéndose de la nueva vida que bullía bajo la tierra, la estampa que contemplaba estaba muy alejada del paraíso que recordaba, aquel donde sus sueños lo transportaban cada noche antes de que la guerra lo hubiera destruido. «Las Almas Perdidas... En eso se ha convertido mi casa: en un cementerio de cuerpos».

      Agazapados tras una imponente mata, el elfo escudriñaba el terreno mostrando un semblante preocupado. Numerosas tiendas de campaña se aglomeraban alrededor de una improvisada cabaña de madera. Demasiados soldados rasos vigilaban los alrededores mientras los magos, supuso, debían estar refugiados bajo el frescor de sus lonas hechizadas.

      —No creo que deban entrar ellas solas —sugirió Daniel—. Yo podría acompañarlas. Si ese Zacarías no entra en razón, quedarán expuestas ante cientos de enemigos.

      —No,

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