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un nuevo contrato: mayores regulaciones gubernamentales a la universidad, evaluación, calidad, financiamiento condicionado, fortalecimiento de la gestión directiva centralizada, planeación integral, estímulos al desempeño.

      Ese desplazamiento de la idea de la reforma por la idea de la modernización en las universidades públicas es una historia política e intelectual que aguarda a ser reconstruida con evidencia, precisión y claridad. No es sólo un asunto de necesidad, o curiosidad, académica, sino de precisar el alcance y los límites del tipo de modernización que han experimentado las universidades públicas mexicanas en el último cuarto de siglo.

      4 Señales de Humo, 12 de septiembre de 2015.

      Desde hace tiempo se tiene la sospecha, y, en no pocas ocasiones, la certeza de que el plagio académico es una práctica común entre estudiantes, profesores e investigadores universitarios. No hay muchos datos que permitan calibrar las dimensiones de tales sospechas o certezas, pero da la impresión de que las prácticas plagiarias alcanzan ya el envidiable estatus de usos y costumbres en las aulas y cubículos de las universidades públicas o privadas, particularmente en el área de las ciencias sociales. Sin embargo, a falta de datos precisos, grandes y pequeños escándalos se han acumulado sin prisa pero sin pausa en el horizonte público mexicano en los últimos años. El más reciente se descubrió en la Universidad Michoacana, cuando un investigador de esa institución, el doctor Rodrigo Núñez, excoordinador de la maestría en historia de esa institución, fue acusado por plagiar no solamente un artículo de investigación de una académica española, sino incluso su propia tesis doctoral, presentada y avalada en el prestigiado Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, una de las instituciones académicas más serias y reconocidas del país y de América Latina (http://www.eluniversal.com.mx/articulo/cultura/letras/2015/07/6/nuevo-caso-de-plagio-serial-en-la-academia).

      Pero no es el único caso. Hace un par de años, un historiador de la UNAM, el doctor Boris Berenzon, también fue descubierto en el acto. Como el de la Michoacana, también había alcanzado los más altos honores académicos de la carrera universitaria, incluyendo nombramientos, estímulos económicos y la pertenencia al Sistema Nacional de Investigadores (SIN), el esquema meritocrático más importante del país (http://www.jornada.unam.mx/2013/08/16/sociedad/034n1soc.). El académico y ensayista Guillermo Sheridan acaba de publicar en su columna habitual de El Universal, con envidiable sentido del humor, el sorpresivo descubrimiento de un plagio a su propia obra por parte de un investigador de El Colegio de San Luis, y también miembro destacado del SNI (el doctor Juan Pascual Gay) (http://www.eluniversal.com.mx/entrada-de-opinion/articulo/guillermo-sheridan/cultura/2015/06/30/candidato-fantasma-pide-auxilio).

      Los casos, las instituciones involucradas y los personajes mencionados documentan, con preocupación y ciertas dosis de morbo, la expansión de una práctica que se cree o se creía controlada por la ética de la convicción académica, por la ética de la responsabilidad intelectual, o por las reglas básicas del oficio. Después de todo, la actividad académica exige, como todo oficio que se respete, códigos de honor, compromisos mínimos que tienen que ver con la honestidad intelectual, el respeto a las ideas y contribuciones de otros, el reconocimiento de los argumentos, los datos, los métodos, las obras y los logros de los colegas, maestros y discípulos de la academia y de la vida intelectual local, nacional o internacional. Esos códigos permiten alimentar con las flores simbólicas de la confianza el desarrollo de las rutinas más elementales de la enseñanza y la investigación universitaria: publicaciones, seminarios, clases, talleres, conversatorios.

      Lo interesante del asunto es, por lo menos en parte, las reacciones que suscita. Y con el estallido ocasional de preocupaciones y escándalos pueden distinguirse por lo menos dos tipos de grandes posiciones en el campus universitario: el de los depredadores y el de los moralistas. Los primeros son aquellos que con variables dosis de cinismo, caradura u oportunismo puro y duro, se aprovechan de entornos poco exigentes con la evaluación de trayectorias escolares y académicas, o con la laxitud en la revisión de textos y publicaciones, y que aprovechan hábilmente la ausencia o debilidad de los mecanismos éticos o profesionales que teóricamente garantizan la honestidad intelectual y la confianza académica en los procesos de formación que tienen lugar en las universidades. Los moralistas, por su parte, son los que ven con indignación y hasta con escándalo cómo proliferan de manera incontrolable las prácticas de plagio en las universidades, tanto entre sus colegas como entre los estudiantes. Ambos tipos de posiciones coexisten con aquellas que ven con desinterés o aburrimiento las nuevas noticias de plagio en los mismos escenarios donde ocurren los casos del robo académico y sus protagonistas de ocasión.

      Como ocurre con muchos otros fenómenos de la vida social, hay ciertos procesos de “naturalización” de prácticas que se consideran impropias, inadecuadas o inmorales (la corrupción, por ejemplo). Se observan como algo lógico, obvio, sin implicaciones graves para nadie, pues, se supone, todo mundo lo hace y, por lo tanto, si es más o menos tolerado significa que es más o menos correcto. ¿Qué explica este razonamiento que alimenta determinados comportamientos en la universidad, tanto de profesores como de estudiantes?

      Estos datos muestran que México ha dejado de ser el país de los licenciados que Ibargüengoitia se imaginaba en los posrevolucionarios años sesenta, para convertirse aceleradamente en la república (imaginaria) de los posgraduados. Para muchos de los miembros de los estratos medios y altos urbanizados y escolarizados de la sociedad, la licenciatura ya no basta. Desde hace años, en algunos círculos sociales con extrañas pretensiones académicas o intelectuales, obtener una maestría o un doctorado se ha vuelto un deporte nacional, una obsesión para alcanzar estatus y posiciones en el mundillo académico y laboral mexicano. Las políticas públicas de estímulos a la calidad de la educación superior que hemos observado desde hace casi un cuarto de siglo, combinada con las restricciones a la contratación masiva de posgraduados tanto en las universidades públicas como privadas, han desatado entonces una feroz lucha por las becas y por los nombramientos académicos, desatando sentimientos de frustración y envidia, oportunismos y desarrollo de habilidades de algunos individuos para alcanzar dinero, influencia, poder.

      El problema es que esa lucha está en función de la obtención de certificados y diplomas, de la productividad individual, de la publicación a toda costa de artículos, ensayos, ponencias, producto de investigaciones reales o imaginarias de corta o larga duración, con resultados específicos y, por supuesto, publicables en revistas indizadas, arbitradas, de preferencia internacionales y en inglés. Como cada vez son más los individuos que compiten por el acceso a dichas publicaciones, y por los recursos y puestos asociados a la productividad académica, la competencia se vuelve más dura y encarnizada, y se construyen estrategias para optimizar los esfuerzos individuales. También está el tema de la dirección de tesis, de impartir cursos en programas de posgrado de calidad reconocidos por el Conacyt, de tener presencia en comités y juntas académicas, comisiones variopintas de evaluación, dictaminadores de revistas. En fin. Es el conocido

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