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ocurrido con la relación entre las políticas y las instituciones que hemos observado en los últimos años en la educación terciaria del país, para poner en perspectiva la propuesta de ANUIES.

       1990-2012: ¿el fin de un ciclo?

      Como se sabe, la SEP inició en 1989 una reorganización interna para incorporar a la educación superior e investigación científica a su estructura organizacional. Soplaban fuerte los aires de la modernización educativa que impulsaba el gobierno salinista. Así, se creó la Subsecretaría de Educación Superior e Investigación Científica (SESIC) como una agencia federal dedicada específicamente a coordinar las tareas públicas en esos ámbitos. Antes se había creado el Conacyt, en 1970, como instancia promotora del desarrollo científico y tecnológico, y en 1984 se creó el Sistema Nacional de Investigadores, como un mecanismo contingente para paliar la crisis salarial de los científicos mexicanos y tratar de disminuir la fuga de cerebros.

      También, antes de la invención de la SESIC, en 1978, se había expedido la Ley para la Coordinación de la Educación Superior (LCES), con el propósito justamente de organizar, coordinar y planear mejor el sistema nacional de educación superior. Por esos mismos años la ANUIES y la SEP deciden la creación del Sistema Nacional de Planeación Permanente de la Educación Superior (Sinappes), un ambicioso esfuerzo que traduciría, teóricamente, los mandatos de la LCES en estructura operativa, estable y eficaz, que funcionaría en los ámbitos federal, regional, estatal e institucional, con la creación de comisiones y unidades de planeación en esos niveles, desde “arriba” hasta “abajo”. La crisis financiera de los ochenta convirtió en ilusión los buenos deseos gubernamentales. Años después, a principios de los años noventa, las políticas de modernización llegaron a la educación superior y se crean nuevos programas, agencias, organismos e instrumentos para tratar de coordinar las acciones públicas e institucionales en el campo de la educación superior. Son los años de creación de la Comisión Nacional de Evaluación, que posteriormente daría origen al Centro Nacional de Evaluación (Ceneval). Se crearon programas de estímulos al personal académico de un claro corte compensatorio. Se puso en operación el Fondo para la Modernización de la Educación Superior (Fomes), como un programa de financiamiento condicional y diferenciado a las universidades públicas, que posteriormente se transformaría en el Programa Integral de Fortalecimiento Institucional (PIFI), de los federales, el programa más ambicioso y duradero hacia la educación superior.

      Los efectos de esta “vieja” arquitectura institucional en la integración y mejoramiento del sistema de educación superior han sido vagos e imprecisos. Hoy tenemos un panorama de claroscuros, poblado de algunos logros, muchos déficits y grandes zonas de incertidumbre, que configuran una buena colección de paradojas y sinsentidos antisistémicos. Experimentamos un lento crecimiento de la cobertura educativa a pesar de la considerable expansión de la matrícula y la proliferación de instituciones y establecimientos de educación superior, públicos y privados. Las tasas de rechazo en el acceso a la educación superior son directamente proporcionales a la expansión de un mercado privado subregulado, de calidad dudosa, donde la autoridad educativa es sólo parte del paisaje. Se ha incrementado el papel proveedor y supervisor de las políticas federales, debilitando la autonomía de las universidades públicas, pero incrementando el papel y peso de los ejecutivos estatales. El financiamiento público es irregular, incierto y condicionado, y las labores de investigación y docencia se desarrollan en entornos institucionales donde el envejecimiento acelerado de la planta académica amenaza la sustentabilidad del desarrollo científico y de la enseñanza.

      En estas condiciones, una nueva arquitectura para la educación superior implica, más que crear una nueva institucionalidad que de manera potencial se traduzca en una mayor burocratización, en “pensar institucionalmente”, es decir, mejorar la gestión, las capacidades de coordinación y los compromisos de los actores estratégicos de la educación superior. Y eso significa crear nuevas bases para la confianza en la autonomía de las instituciones universitarias públicas, en las que las políticas públicas favorezcan la construcción de relaciones de confianza y reciprocidad entre autoridades y comunidades universitarias. Muchos años de abandono están detrás del deterioro y la degradación del sentido institucional de la educación superior, ese que tiene que ver con el compromiso con el desarrollo académico, con el buen mantenimiento de las instalaciones, con el correcto funcionamiento administrativo de las universidades. La competencia entre los individuos por los estímulos académicos, la conquista de posiciones de dirección y burocráticas que compensen los pobres salarios base de los profesores e investigadores, las dificultades de alcanzar edades de jubilación en condiciones dignas, han erosionado las bases mismas de la confianza institucional.

      En el umbral de la alternancia política mexicana, en la cual un nuevo gobierno y un viejo partido representan el retorno de un oficialismo que se anuncia a sí mismo como diferente al que solía ser, la propuesta de ANUIES puede ser un buen insumo para que los arquitectos, políticos e ingenieros de la educación superior (y los indispensables supervisores, plomeros y albañiles que se necesitan), discutan y decidan sobre qué tipo de políticas y qué tipo de estatalidad es necesaria para cambiar un paradigma de políticas federales que, más que en estado crítico, parece envejecido y agotado, caminando en círculos sobre sus propios pasos, generando prácticas de simulación, de irrelevancia y desinterés por los asuntos torales de la educación superior mexicana.

      2 Campus Milenio, 27 de septiembre de 2012.

      Como es de dominio público, en la Universidad de Guadalajara se ha desarrollado en las últimas semanas el proceso de elección del rector general para el periodo 2013-2019. Hoy mismo (31 de enero), sabremos quién será el nuevo rector, luego de que el Consejo General Universitario decida por mayoría cuál de los cuatro candidatos registrados ocupará el máximo puesto de la representación universitaria.

      La elección de un rector es siempre un proceso complicado y potencialmente conflictivo. Entre las 36 universidades públicas del país prevalecen en términos generales tres tipos de procedimientos electorales: a) los que son designados por una Junta de Gobierno; b) Los que son electos mediante procesos de votación universal de todos los miembros de las comunidades universitarias; y c) los que son electos mediante votación de Consejos Universitarios, en los cuales están representados los diversos sectores de la universidad. Cada proceso encierra su complejidad, sus insuficiencias y sus riesgos, y cada universidad desarrolla estilos de gestión política para asegurar la legitimidad, la eficiencia y la estabilidad de sus reglas y decisiones.

      En el caso de la UdeG la decisión descansa en este último modelo. Luego de pasar de un procedimiento no autónomo (o semiautónomo) de decisión, en la que el gobernador en turno designaba al rector a propuesta de una terna electa por el consejo universitario —cosa que ocurrió desde 1925 hasta 1989— pasamos a la plena autonomía para que los universitarios elijan a su rector mediante los procedimientos acordados por la propia comunidad universitaria. Con la ley orgánica aprobada en 1994, la decisión recae en el Consejo General Universitario, a través de una Comisión Especial Electoral. El actual sería el cuarto proceso rectoral que transcurre mediante las reglas acordadas en la reforma universitaria del 94.

      Hay, por supuesto, una intensa actividad política antes, durante y después de la elección en la UdeG, que obedece a los códigos propios de la política general: hay acuerdos, negociación, conflictos, competencia por recursos y votos de los consejeros. Hay también un esquema general de distribución del poder institucional que explica el procedimiento universitario, en el cual los actores institucionales, formales y fácticos, académicos y no académicos, intervienen en las decisiones de votos y candidatos. Como en toda universidad pública, hay redes y corrientes que se mueven en la búsqueda de consensos, de estrategias para sumar apoyos, de presiones por colocar o mantener sus intereses y agendas en el horizonte institucional. Hay también quienes descalifican el proceso, los que critican el esquema del poder institucional, los que desconfían de las reglas y hasta maldicen a los liderazgos, a los grupos y al status quo universitario.

      Dichos comportamientos muestran la complejidad de las relaciones políticas entre universitarios. Hemos visto en

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